– Anoche fue la primera vez que veía una y me gustó mucho, sobre todo cuando tú estabas en el escenario, que tendría que ser más a menudo.
– Tienes que repetir.
– ¿Cuándo?
– Actuamos el miércoles, y el domingo es la última representación de la temporada.
– El domingo jugamos en Milán.
– Puedo conseguirte una entrada para el miércoles.
– Trato hecho.
El pub cerró a las dos de la madrugada. Rick se ofreció a acompañarla a casa a pie y ella aceptó sin necesidad de insistir. la compañía de ópera corría con los gastos de la suite del hotel donde se alojaba, cerca del río, a unas cuantas manzanas del Teatro Regio.
Se despidieron con una inclinación de cabeza, una sonrisa y la promesa de verse al día siguiente.
Quedaron para comer y estuvieron charlando un par de horas, mientras daban cuenta de unas ensaladas enormes y unas crepes. El horario de Gabriella no se diferenciaba demasiado del de Rick: un largo sueño reparador, un café y un desayuno tardío. Una o dos horas en el gimnasio y luego otro par de horas de trabajo. Cuando no actuaban, se suponía que el reparto debía reunirse y ensayar. Lo mismo que en el fútbol. Rick estaba convencido de que una soprano con problemas ganaba más que un quarterback itinerante con problemas, pero no mucho más.
Gabriella no mencionó a Carletto ni una sola vez.
Hablaron de sus carreras. Ella había empezado siendo adolescente, en Florencia, donde su madre seguía viviendo. Su padre había muerto. Empezó a ganar premios y a recibir audiciones con diecisiete años. Su voz se desarrolló precozmente y albergaron grandes esperanzas. Trabajó duro en Londres y fue ganando un papel tras otro, pero entonces la naturaleza hizo acto de presencia, la genética se impuso y estaba costándole concienciarse de que su carrera, de que su voz, había tocado techo.
A Rick lo habían abucheado tantas veces que ya ni se inmutaba, pero ser criticado de aquella manera sobre un escenario le parecía algo muy cruel. Le habría gustado comentarlo cn ella, pero no quería sacar el tema, por lo que decidió preguntarle por Otello. Si iba a volver a verlo a la noche siguiente, quería comprenderlo todo. Gabriella diseccionó Otello durante largo rato mientras comían. No había prisa.
Después del café, fueron a dar una vuelta y encontraron un puesto de helados. Cuando se despidieron, Rick se dirigió directo al gimnasio, donde sudó la gota gorda durante dos horas sin pensar en otra cosa que no fuera Gabriella.
15
Debido a un conflicto con el rugby, el entrenamiento del miércoles empezó a las seis de la tarde y fue mucho peor que el del lunes. Bajo una fina y fría lluvia, los Panthers sudaron la camiseta durante treinta minutos de ejercicios y carreras poco entusiastas, pero cuando acabaron, el suelo estaba demasiado húmedo para poder seguir haciendo nada más. El equipo volvió rápidamente a los vestuarios, donde Alex preparó el vídeo y el entrenador Russo intentó ponerse serio con el tema de los Rhinos de Milán, un equipo en expansión que el año anterior había jugado en la categoría inferior. Solo por esa razón los Panthers decidieron no tomarlos en consideración como verdaderos oponentes. Mientras Sam pasaba el vídeo, entre los jugadores corrían los chistes, los golpes bajos y las risas. Al final, cambió la cinta y puso el partido contra el Nápoles. Empezó con una secuencia de bloqueos fallidos por parte de la línea ofensiva y Niño y Franco no tardaron en enzarzarse en una discusión. Paolo, el Aggie de Texas y tackle izquierdo, se ofendió por algo que dijo Silvio, un apoyador, y el ambiente se enrareció. Los golpes bajos se lanzaban con más mala saña y se extendieron por todo el vestuario. Las palabras subieron de tono. Alex, pasando al italiano, no dejó títere con cabeza tras su repaso de todo aquel que llevaba una camiseta negra.
Rick se sentó junto a su taquilla, tranquilo, disfrutando de la bronca generalizada, pero consciente de lo que estaba haciendo Sam. Sam quería problemas, luchas internas, emoción. A menudo, un entrenamiento fastidioso o una sesión de vídeo aburrida pueden ser productivos. El equipo había perdido gas y estaba demasiado seguro de sí mismo.
Cuando encendieron las luces, Sam los envió a todos a casa. Casi nadie abrió la boca mientras se duchaban y se cambiaban. Rick salió a hurtadillas del estadio y se dirigió a toda prisa a su apartamento, se puso sus mejores ropas italianas y a las ocho en punto de la tarde estaba sentado en la quinta fila, a contar desde la orquesta del Teatro Regio. Ahora se sabía Otello al dedillo. Gabriella se lo había explicado todo.
Soportó el primer acto hasta que Desdémona apareció en la tercera escena, cuando entró en el escenario y se postró a los pies de su marido, el loco Otelo. Rick la observó con detenimiento y, con una sincronización perfecta, mientras Otelo se lamentaba de algo, Gabriella echó un rápido vistazo a la quinta fila para comprobar si él estaba allí. A continuación, empezó a cantar la réplica y contrarréplica con Otelo hasta que terminó el primer acto.
Rick esperó un segundo, tal vez dos, y luego empezó a aplaudir. La corpulenta signora de su derecha al principio se sorprendió, pero luego juntó las manos lentamente y acabó imitándolo. Su marido hizo lo mismo y el tímido aplauso se contagió al resto de asistentes. Se habían adelantado a quienes podrían haberse sentido tentados de abuchearla y de repente el público en conjunto decidió que Desdémona merecía un trato mejor del que se le había concedido hasta el momento. Envalentonado, y sabiendo que, de todos modos, a los demás también iba a darles igual, Rick lanzó un estentóreo «¡Bravo!». Dos filas más atrás, un caballero lo imitó, sin duda tan deslumbrado por la belleza de Desdémona como Rick. Unos cuantos sabios más coincidieron con ellos y, al tiempo que caía el telón, Gabriella esperó en el centro del escenario, con los ojos cerrados y una sonrisa apenas perceptible.
A la una de la noche volvían a estar en el pub galés tomando unas copas y hablando de ópera y fútbol americano. La última representación de Otello se llevaría a cabo el domingo, cuando los Panthers estuvieran en Milán dándose de tortas con los Rhinos. Gabriella quería asistir a un partido y Rick la convenció para que se quedara en Parma otra semana.
Los tres estadounidenses tomaron el tren nocturno de las 10.05 del viernes a Milán, poco después del último entrenamiento de la semana, con la ayuda de Paolo el Aggie, quien les hacía de guía. El resto de los Panthers estaba en el Pólipo atracándose de la pizza semanal.
El carrito de las bebidas se detuvo en sus asientos y Rick compró cuatro cervezas, la primera ronda, la primera de muchas. Sly dijo que apenas bebía, que su mujer no lo veía con buenos ojos, pero que en ese momento ella estaba en Denver, muy, muy lejos. Y aún le parecería más remota cuanto más avanzara la noche. Trey dijo que él prefería el whisky, pero que se conformaría con una cerveza. Paolo parecía dispuesto a vaciar un barril.
Una hora después se encontraban a la entrada de la iluminada periferia de Milán y Paolo les aseguró que se conocía la ciudad al dedillo. El chico de campo parecía visiblemente animado por pasar un fin de semana en la ciudad.
El tren se detuvo en la cavernosa Milano Céntrale, la mayor estación de trenes europea, un lugar que había intimidado por completo a Rick un mes antes, al pasar por allí. Se apretujaron en un taxi y se dirigieron al hotel. Paolo se ocupó de todo. Habían escogido un hotel pasable, no demasiado caro, en una zona de la ciudad conocida por su vida nocturna. No hubo visitas culturales a la parte vieja de Milán, no les interesaban ni la historia ni el arte. Sobre todo a Sly, quien ya estaba harto de tantas catedrales, iglesias y calles adoquinadas. Se registraron en el hotel Johnny, al norte de Milán. Era un albergo dirigido por una familia, con cierto encanto y pequeñas habitaciones dobles. Una la ocuparían Sly y Trey y la otra Rick y Paolo. Las camas estrechas no estaban demasiado separadas y, mientras deshacía la maleta a toda prisa, Rick se preguntó hasta qué punto resultaría cómoda aquella distribución si ambos compañeros de habitación tenían suerte con las chicas.