La cena era una prioridad, al menos para Paolo, aunque los estadounidenses podrían haber pasado con un bocadillo por el camino. El italiano escogió un lugar llamado Quattro Morí por el pescado que preparaban; según él necesitaba descansar de tanta pasta y tanta carne parmesana. Comieron lucio recién pescado en el lago Garda y perca a la brasa del lago Como, pero el plato fuerte fue una tenca al horno rellena de miga de pan, queso parmesano y perejil. Paolo, por descontado, prefería una cena como está mandado, calmada, acompañada de vino y seguida del postre y el café. Los estadounidenses estaban listos para salir de marcha.
El primer bar fue un establecimiento al que llamaban discopub, un pub genuinamente irlandés con una larga happy hour tras la que todo el mundo se ponía a bailar sin que quedara un centímetro cuadrado libre. Llegaron sobre las dos de la noche y el pub trepidaba con un estridente grupo de punk británico y cientos de jóvenes que se convulsionaban como poseídos por la música. Apuraron unas cuantas cervezas y se acercaron a unas cuantas chicas. El idioma acabó siendo una barrera.
El segundo local resultó un lugar más tranquilo en el que cobraban diez euros por entrar, pero Paolo conocía a alguien que conocía a alguien más y pasaron gratis. Encontraron una mesa en el piso superior con vistas al escenario y a la pista de baile. Llegó una botella de vodka danés con cuatro vasos con hielo y la velada dio un giro distinto. Rick sacó una tarjeta de crédito y pagó las bebidas. Sly y Trey iban justos de dinero, igual que Paolo, aunque él intentaba disimularlo. Rick, el quarterback, con sus veinte mil al año, estaba encantado en su papel de pez gordo. Paolo desapareció y volvió con tres chicas, tres italianas muy atractivas dispuestas a conocer a los estadounidenses. Una chapurreaba el inglés, pero al cabo de unos minutos de conversación dificultosa, volvieron al italiano con Paolo, y los estadounidenses quedaron educadamente relegados a un segundo plano.
– ¿Cómo vas a ligar si no hablan inglés? -le preguntó Rick a Sly.
– Mi mujer habla inglés.
Trey acompañó a una de las chicas a la pista de baile. -Estas chicas europeas siempre queriendo ver qué tal se les da a los tipos negros -dijo Sly. -Qué tragedia.
Al cabo de una hora, las italianas se fueron y el vodka se acabó.
La fiesta empezó pasadas las cuatro, cuando entraron en un abarrotado bar bávaro con un grupo de música reggae en el escenario. Casi todo el mundo hablaba inglés gracias a la cantidad de estudiantes estadounidenses y veinteañeros que por allí proliferaban. Cuando se alejaba de la barra con cuatro jarras de cerveza, Rick se encontró arrinconado por un grupo de señoritas que, a juzgar por el acento, debían de ser del sur. -De Dallas -dijo una.
Eran agentes de viajes, treintañeras y seguramente casadas, aunque no se veían las alianzas por ninguna parte. Rick dejó las cervezas en la mesa de las chicas y se las ofreció. Al cuerno con sus colegas y el compañerismo. Al cabo de pocos segundos estaba bailando con Beverly, una pelirroja algo entradita en carnes y de piel muy suave. Cuando Beverly bailaba el contacto era total. La pista estaba abarrotada, todos chocaban contra todos y, para mantenerse cerca, Beverly no le sacaba las manos de encima. Lo abrazaba, se abalanzaba sobre él, lo manoseaba, hasta que entre canción y canción propuso al quarterback que se retirasen a un rincón para estar solos, lejos de la competencia. Era una lapa y una lapa muy decidida.
No había señal de los demás Panthers.
Sin embargo, Rick la acompañó de vuelta a la mesa, donde sus amigas agentes de viajes asaltaban a todo tipo de hombres. Bailó con una llamada Lisa, de Houston, cuyo ex marido se había fugado con su socia de bufete, etcétera. Era un aburrimiento; si tenía que elegir, prefería a Beverly.
Paolo apareció por allí para comprobar la integridad de su quarterback, y con su inglés de marcado acento italiano emocionó a las damas con una sarta increíble de mentiras. Rick y él eran jugadores de rugby famosos de Roma que viajaban por todo el mundo con su equipo, ganaban millones y vivían a lo grande. Rick no acostumbraba mentir para ligar porque no solía necesitarlo, pero le divertía ver cómo el italiano se ganaba a su público.
Según le dijo Paolo mientras se trasladaban a otra mesa, Sly y Trey se habían ido con dos rubias que hablaban inglés, aunque con acento extraño. Rick pensó que seguramente serían irlandesas.
Al tercer baile, o tal vez fuera el cuarto, Beverly lo convenció al fin para escabullirse con ella por una puerta lateral y así despistar a sus amigas. Caminaron unas cuantas manzanas sin tener ni la más remota idea de dónde estaban y finalmente llamaron a un taxi. Se manosearon durante diez minutos en el asiento trasero, hasta que el coche se detuvo en el Regency. La habitación de Beverly estaba en la quinta planta. Cuando Rick corrió las cortinas, vio que empezaba a amanecer.
Consiguió abrir un ojo a primera hora de la tarde, con el que vio una uña de pie pintada de rojo y comprendió que Bev seguía durmiendo. Lo cerró y volvió a dormirse. Se sintió todavía más aturdido la segunda vez que se despertó. Ella no estaba en la cama, sino en la ducha, momento que Rick aprovechó para pensar en cómo salir de allí.
Aunque no solía tardar en despedirse y quitárselas de encima, no por eso lo odiaba menos. Siempre era igual. ¿El sexo fácil valía las mentiras precipitadas? «Eh, estuviste genial, pero tengo que irme.» «Claro, te llamaré.»
¿Cuántas veces había abierto los ojos intentando recordar el nombre de la chica, intentando decidir dónde la había conocido, intentando recuperar los detalles del hecho en cuestión o por lo menos el momento trascendental en que se las llevaba a la cama?
El grifo de la ducha seguía abierto. Rick tenía la ropa amontonada junto a la puerta.
De repente se sintió mayor, no necesariamente más maduro, pero desde luego sí cansado del papel del soltero con el brazo de oro que va de cama en cama. Todas las mujeres habían sido de usar y tirar, desde las guapas animadoras de la universidad hasta aquella extraña en una ciudad extranjera.
El número del futbolista semental se había acabado y lo había hecho con el último partido en Cleveland.
Pensó en Gabriella, aunque enseguida intentó borrarla de su mente. Era extraño sentirse culpable tumbado bajo unas sábanas finas oyendo caer el agua de la ducha sobre el cuerpo de una mujer cuyo apellido desconocía…
Se vistió rápidamente y esperó. Cerraron el grifo y Bev salió envuelta en un albornoz.
– Ah, estás despierto -dijo, con una sonrisa forzada.
– Por fin -contestó él, levantándose y con ganas de terminar con aquello lo más rápido posible. Esperaba que ella no intentara retenerlo y quisiera ir a tomar algo, salir a cenar y otra noche de lo mismo-. Tengo que irme.
– Hasta la vista -contestó ella, volviendo sin más al baño y cerrando la puerta.
Rick oyó que corría el pasador.
Fantástico. Ya en el pasillo Rick pensó que Beverly seguramente estaba casada y que se sentía bastante más culpable que él.
Los cuatro amigos intentaron sobrellevar sus resacas mientras daban cuenta de una pizza y unas cervezas e intercambiaban sus historias. Para su sorpresa, Rick encontró absurda aquella conversación de adolescentes.
– ¿Habéis oído hablar alguna vez de la regla de las cuarenta y ocho horas? -preguntó, aunque se apresuró a contestar antes de que ninguno tuviera tiempo de responder-: Es bastante conocida en el fútbol profesionaclass="underline" nada de alcohol cuarenta y ocho horas antes de la patada inicial.
– La patada inicial es de aquí a veinticuatro horas -dijo Trey.
– Al cuerno con esa norma -dijo Sly, apurando su jarra.