– Solo digo que esta noche nos lo tomemos con calma -se explicó Rick.
Los demás asintieron con un gesto de cabeza, pero no se comprometieron a nada. Encontraron un discopub medio vacío y estuvieron lanzando dardos durante una hora mientras el local se llenaba y el grupo de música se preparaba en un rincón. De repente, el pub se atestó de estudiantes alemanes, la mayoría chicas, con ganas de pasárselo bien. Los dardos quedaron olvidados cuando empezó la música.
Y los dardos no fueron lo único.
El fútbol americano era menos popular en Milán que en Parma. Se decía que había unos cien mil yanquis viviendo en Milán y era evidente que la mayoría odiaba ese deporte, ya que apenas unos doscientos acudieron a la patada inicial.
El campo de los Rhinos era un viejo estadio de fútbol europeo con varias gradas, todas descubiertas. El equipo había jugado muchos años en la liga inferior antes de subir aquella temporada. No eran rivales para los magníficos Panthers, lo que complicaba el encontrar una explicación para los veinte puntos de ventaja que los Rhinos les sacaban en el descanso.
El primer tiempo fue la peor pesadilla de Sam. Tal como había temido, el equipo estaba apagado y apático y no había gritos que consiguieran motivarlos. Tras cuatro carreras, Sly estaba en la línea de banda sin aliento. Franco perdió el balón en su primera y última carrera. Su fantástico quarterback parecía un poco lento y no había manera de que completara un pase. En dos de ellos vaciló el tiempo suficiente para que el asegurador de los Rhinos se hiciera con ellos. Rick perdió una entrega de balón y se negó a correr con él. Parecía que llevara botas de cemento.
Mientras abandonaban el campo en el descanso, Sam fue tras su quarterback.
– ¿Estás resacoso? -le preguntó en voz bastante alta, o al menos lo suficiente para que el resto del equipo lo oyera-. ¿Cuánto llevas en Milán? ¿Todo el fin de semana? ¿Has estado borracho todo el fin de semana? ¡Tienes un aspecto que da pena y así es como juegas, y lo sabes!
– Gracias, entrenador -contestó Rick, sin detenerse.
Sam lo siguió, sin separarse de él, y los italianos les abrieron paso.
– Se supone que eres el capitán, ¿de acuerdo?
– Gracias, entrenador.
– Y te presentas con los ojos enrojecidos, resacoso y encima eres incapaz de dar pie con bola. Eres una vergüenza, ¿lo sabes?
– Gracias, entrenador.
En el vestuario, Alex Olivetto lo relevó en italiano y no fue nada agradable. Muchos Panthers lanzaban miradas asesinas a Rick y a Sly, quien apretaba los dientes intentando detener las náuseas. Trey no había cometido errores garrafales en la primera parte, pero desde luego tampoco se había lucido. Hasta el momento, Paolo había conseguido sobrevivir ocultándose entre la masa de humanidad en la línea de golpeo.
Rick tuvo un flashback: volvía a estar en la habitación de hospital de Cleveland, viendo las noticias destacadas de la ESPN y con ganas de alcanzar la bolsa de intravenoso y girar la válvula para que la vicodina entrara libremente en su riego sanguíneo y lo sacara de su miseria.
¿Dónde estaban las drogas cuando las necesitaba? ¿Y se podía saber por qué le gustaba aquel juego?
Cuando Alex se cansó, Franco pidió a los entrenadores que salieran del vestuario, lo que hicieron encantados. A continuación, el juez se dirigió a sus compañeros y, sin levantar la voz, les pidió que se esforzaran más. Todavía tenían tiempo. Los Rhinos eran inferiores.
Lo hizo en italiano, pero Rick captó el mensaje.
El regreso de los Panthers empezó de manera espectacular, aunque terminó casi antes de empezar. En la segunda jugada del tercer cuarto, Sly atravesó la línea como una bala y corrió sesenta y cinco yardas para completar un sencillo touchdown, pero cuando llegó a la zona de anotación, ya no podía más. Apenas le dio tiempo de volver a la línea de banda antes de agacharse detrás del banquillo y vomitar los restos de la juerga del fin de semana. Rick lo oyó, pero prefirió no mirar.
Voló un pañuelo, y al cabo de una pequeña discusión, la jugada fue anulada. Niño había tirado de la máscara de un apoyador y luego había metido una rodilla en su ingle. Fue expulsado y aunque la acción infundió ánimos a los Panthers, también enfureció a los Rhinos. Los insultos y las provocaciones alcanzaron cotas desagradables y Rick escogió el peor momento para amagar una entrega y salir corriendo con el balón. Avanzó quince yardas y, para demostrar su determinación, agachó la cabeza en vez de salir del campo. Acabó masacrado por la mitad de la defensa de los Rhinos. Regresó tambaleante a la agrupación y comunicó una jugada de pase para Fabrizio. El nuevo centro, un hombre de cuarenta años llamado Sandro, hizo un saque defectuoso desde la línea, el balón acabó en pelota suelta y Rick cayó sobre él. Un enorme y enojado tackle lo clavó al suelo, para asegurarse. En tercera y catorce, Rick le lanzó un pase a Fabrizio. La bala iba con demasiada fuerza y alcanzó al joven en el casco, quien se lo quitó de inmediato y se lo lanzó enfadado a Rick en cuanto dejaron el terreno de juego.
Fabrizio también abandonó el campo. La última vez que se le vio iba corriendo en dirección al vestuario.
Sin juego de carrera ni aéreo, al equipo atacante de Rick le quedaban muy pocas opciones. Franco intentaba meter el balón en medio de la pila de jugadores una y otra vez, toda una heroicidad.
Al final del último cuarto, arrastrando un 340, Rick se sentó solo en el banquillo y vio cómo la defensa luchaba con valentía para salvar su orgullo. Pietro y Silvio, los dos apoyadores psicópatas, golpeaban como poseídos y gritaban a la defensa que matara a quien tuviera el balón.
Rick no recordaba haberse sentido peor en ningún otro partido de fútbol. Lo enviaron al banquillo en la última posesión.
– Descansa -le dijo Sam entre dientes, y Alberto salió al campo para unirse a la agrupación.
El avance necesitó de diez jugadas, todas por tierra, y consumió cuatro minutos. Franco machacaba por el centro, y Andreo, que había sustituido a Sly, barrió a izquierda y derecha, un poco lento y sin apenas moverse, pero con absoluta determinación. Jugando únicamente para salvar el orgullo, los Panthers por fin anotaron a diez segundos del final, cuando Franco se abrió camino dando bandazos hasta la zona de anotación. El punto adicional fue bloqueado.
El viaje en autocar de vuelta a casa resultó largo e incómodo. Nadie se sentó con Rick, quien sufrió solo. Los entrenadores se sentaron al principio, indignados. Alguien se enteró por el móvil que el Bérgamo había ganado fuera de casa al Nápoles por 427, lo que empeoró un día ya malo de por sí.
16
Por fortuna, la Gazzettadi Parma no mencionó el partido. Sam leyó la página de deportes a primera hora del lunes y por una vez se alegró de estar justo en medio de la tierra del fútbol europeo. Pasó las hojas del periódico mientras esperaba a Hank y a Claudelle Withers, de Topeka, aparcado en la acera del hotel Palace María Luigia. Se había pasado el sábado anterior enseñándoles los lugares más destacadas del valle del Po y habían pedido otro día entero de visitas.
Sam se lamentaba de no haber pasado el domingo también con ellos y haberse saltado Milán.
En ese momento sonó su teléfono móvil.
– ¿Sí?
– Sam, soy Rick.
Sam dio un pequeño respingo, tuvo un mal presentimiento y al final dijo:
– ¿Qué ocurre?
– ¿Dónde está?
– Hoy hago de guía. ¿Por qué?
– ¿Tiene un momento?
– No, como ya te he dicho, estoy trabajando.
– ¿Dónde está?
– En la entrada del hotel Palace María Luigia.
– Llegaré en cinco minutos.
Poco después Rick dobló la esquina, corriendo y sudando como si llevara haciéndolo una hora. Sam bajó lentamente del coche y se apoyó contra el guardabarros.