Una hora después estaba viendo la tele en su habitación cuando sonó el teléfono. No era Arnie. No era Gabriella.
– La chica no se presentó, ¿verdad? -dijo Livvy, alegremente.
– No, no vino.
– Así que estás solo.
– Muy solo.
– Qué lástima. Estoy pensando en ir a cenar. ¿Te apetecería quedar?
– Ya lo creo.
Se encontraron en el Paoli, a un corto paseo del hotel. Es un lugar antiguo, con un largo salón bajo un techo abovedado cubierto de frescos medievales. Estaba abarrotado y Livvy le confesó satisfecha que había tirado de algunos hilos para conseguir una mesa. Era pequeña y se sentaron muy juntos.
Bebieron vino blanco mientras se dedicaban a los preliminares. Livvy cursaba el penúltimo año de universidad en Georgia, estaba acabando el último semestre en el extranjero, se especializaba en historia del arte, no estudiaba demasiado y no añoraba su casa.
Tenía novio en Georgia, pero era temporal, de usar y tirar.
Rick le prometió que ni estaba casado, ni prometido, ni tenía una relación estable con nadie. La chica que no se había presentado era cantante de ópera, lo cual evidentemente cambió el rumbo de la conversación por completo. Pidieron ensaladas, pappardelle con conejo y una botella de chianti.
Tras un buen trago de vino, Rick apretó los dientes y encaró de frente el tema del fútbol. El bueno (universitario), el feo (su breve aparición el pasado enero con los Browns de Cleveland) y el malo (la carrera nómada del profesional).
– No he echado de menos el fútbol -dijo Livvy, y Rick sintió deseos de abrazarla.
Livvy le explicó que llevaba en Florencia desde septiembre. No sabía quién había ganado la Southeastern Conference o el título nacional y no le importaba lo más mínimo. Tampoco sentía el más mínimo interés por el fútbol americano profesional. Había sido animadora en el instituto y había quedado harta de fútbol para el resto de su vida.
Por fin, una animadora en Italia.
Rick le describió brevemente Parma, los Panthers y la liga italiana y luego le devolvió la pelota para que siguiera hablando de ella.
– Parece que hay muchos estadounidenses en Florencia -comentó Rick.
Livvy puso los ojos en blanco como si estuviera hasta las narices de ellos.
– Me moría por irme a estudiar al extranjero, llevaba años soñando con ello, y ahora vivo con tres de mis compañeras de hermandad de Georgia y ninguna está interesada en aprender el idioma o asimilar la cultura. Solo les gusta ir de compras y las discotecas. Aquí hay miles de estadounidenses y van juntos a todas partes, como un rebaño.
Para el caso, ya podría estar en Atlanta. Solía viajar sola para ver el país y para alejarse de sus amigas.
Su padre era un prestigioso cirujano cuya aventura extramatrimonial era la causa de un divorcio prolongado. El ambiente en casa se había enrarecido y no le apetecía irse de Florencia cuando el semestre acabara, para lo que quedaban tres semanas.
– Lo siento -se disculpó, cuando concluyó el resumen familiar.
– No tienes que disculparte.
– Me gustaría pasar el verano viajando por Italia, lejos de mis compañeras de hermandad de una vez por todas, lejos de los universitarios que se emborrachan cada noche y muy lejos de mi familia.
– ¿Y por qué no lo haces?
– Mi padre paga las facturas y mi padre dice que hay que volver a casa.
Rick no había hecho planes para cuando se acabara la temporada, la cual podía alargarse hasta julio. No sabía por qué, pero le mencionó Canadá, tal vez para impresionarla. Si jugaba allí, la temporada se alargaría hasta noviembre. No le impresionó.
El camarero les sirvió unos platos con una montaña de pappardelle y conejo cubiertos por una deliciosa salsa de carne que tenía un aspecto espectacular y olía de muerte. Hablaron de la cocina y el vino italianos, de los italianos en general, de los lugares que ella había visitado y de los que le gustaría visitar.
Comieron despacio, como todos los clientes del Paoli, y cuando acabaron con el queso y el oporto, ya eran más de las once.
– No me apetece ir a un bar -dijo Livvy-. No me importaría enseñarte un par, pero no estoy de humor. Salimos demasiado.
– ¿Qué te apetece?
– Un gelato.
Pasearon por el Ponte Vecchio y encontraron una heladería que ofrecía cincuenta sabores distintos. Luego la acompañó hasta su apartamento y se despidió con un beso de buenas noches.
21
– Aquí son las cinco de la mañana -dijo Rat, en tono amistoso-. ¿Por qué narices estoy completamente despierto y llamándote a las cinco de la mañana? ¿Por qué? Contéstame a eso, cabeza de chorlito.
– Hola, Rat -dijo Rick mientras estrangulaba mentalmente a Arnie por darle su número de teléfono.
– Eres un imbécil, ¿lo sabes? Un idiota de marca mayor, aunque eso ya lo sabíamos hacía cinco años, ¿no? ¿Cómo estás, Ricky?
– Estoy bien, Rat, ¿qué tal tú?
.-Genial, mejor que nunca, poniéndole las pilas a esta gente, y la temporada todavía no ha empezado. -Rat Mullins hablaba en un tono muy agudo y a toda velocidad, y casi nunca esperaba a que le contestaran antes de lanzar su siguiente asalto verbal. Rick no pudo evitar sonreír. No había oído aquella voz desde hacía años y le trajo recuerdos gratos de uno. de los pocos entrenadores que hablan creído en él-. Vamos a ganar, pequeño, vamos a marcar cincuenta puntos por partido. Que los demás anoten cuarenta, no me importa, porque no van a cogernos. Ayer le dije al jefe que necesitamos un nuevo marcador, el viejo es muy lento y no sube los puntos lo bastante rápido para mí, mis atacantes y mi gran quarterback, Cabeza de chorlito Dockery. ¿Estás ahí, hijo?
– Te escucho, Rat, como siempre.
– Este es el trato: el jefe ya ha comprado un billete de ida y vuelta, en primera clase, cabroncete. Conmigo no se tomó tantas molestias, me tocó en tercera. Sale de Roma a las ocho de la mañana y vuela directo a Toronto. Luego a Regina, otra vez en primera clase, con Air Canadá, una gran aerolínea, por cierto. Habrá un coche esperándote en el aeropuerto cuando aterrices y mañana por la noche iremos a cenar y a idear rutas nuevecitas de las que nadie habrá oído hablar.
– No tan rápido, Rat.
– Lo sé, lo sé. Puedes llegar a ser muy lento. Lo recuerdo muy bien, pero…
– Mira, Rat, ahora mismo no puedo dejar a mi equipo en la estacada.
– ¿Equipo? ¿Has dicho equipo? He leído acerca de tu equipo. Ese tipo de Cleveland, ¿cómo se llama?, Cray, está haciéndote la vida imposible. Mil espectadores para un partido en casa. ¿A qué estás jugando? ¿A fútbol touch?
– He firmado un contrato, Rat.
– Y yo tengo otro preparado para que lo firmes. Uno más suculento, con un equipo de verdad en una liga de verdad y en estadios con capacidad para seguidores de verdad. Televisión, publicidad, contratos con marcas deportivas, bandas de música y animadoras.
– Aquí estoy bien, Rat.
Se hizo un breve silencio mientras Rat cogía aire. Rick lo imaginaba en los vestuarios, durante el descanso, paseando nervioso arriba y abajo, hablando y gesticulando con ambas manos en el aire, deteniéndose de repente para coger aire, dando una poderosa inspiración y luego lanzándose a la siguiente diatriba.
– Venga, Rick, no me hagas esto -dijo, una octava por debajo e intentando sonar apenado-. Estoy jugándomela. Después de lo que pasó en Cleveland, bueno…
– Déjalo, Rat.
– Vale, vale, lo siento, pero al menos ven a verme. ¿Por qué no me haces una visita y hablamos cara a cara? ¿No vas a hacer eso por tu viejo entrenador? Sin compromiso. El billete ya está pagado y no devuelven el dinero. Por favor, Ricky.
Rick cerró los ojos y se frotó la frente.
– De acuerdo, entrenador -aceptó al final, a regañadientes-. Solo una visita, sin compromiso.