– No eres tan tonto como creía. Te quiero, Ricky. No te arrepentirás.
– ¿Quién eligió el aeropuerto de Roma?
– Estás en Italia, ¿no?
– Sí, pero…
– Pues la última vez que lo miré ahí era donde estaba Roma. Ve a buscar el maldito aeropuerto y ven a verme.
Se tomó dos rápidos Bloody Mary antes de despegar y consiguió dormir durante la mayor parte de las ocho horas que duraba el vuelo hasta Toronto. Aterrizar en cualquier parte de Norteamérica lo ponía nervioso, por ridícula que pudiera parecer la idea. Mientras mataba el tiempo esperando el vuelo a Regina, llamó a Arnie y le informó de su paradero. Arnie estaba muy orgulloso. Rick le mandó un correo electrónico a su madre, pero no le dijo dónde estaba. También le envió otro, más breve, a Livvy, para saludarla, y consultó el Cleveland Post para comprobar si Charley Cray había cambiado de objetivo. Tenía un mensaje de Gabriella: «Rick, lo siento, pero no es aconsejable que nos veamos. Perdóname, por favor».
Se quedó mirando el suelo fijamente y decidió no contestarle. Llamó al móvil de Trey, pero este no respondió.
Los dos años que había pasado en Toronto no habían estado mal. Ahora le parecían muy lejanos y se recordaba mucho más joven. Recién salido de la universidad, con grandes sueños y una larga carrera por delante, se creía invencible. Era una gema en bruto, un novato con todo lo que había que tener; solo necesitaba que lo pulieran un poquito por aquí y otro poquito por allá y no tardaría en jugar como titular en la NFL.
Rick no sabía si seguía soñando con jugar en la gran liga.
Anunciaron el vuelo a Regina por los altavoces, pero al consultarlo en un monitor comprobó que lo habían retrasado. Preguntó en la puerta de embarque y le dijeron que el retraso se debía a las condiciones atmosféricas.
– Está nevando en Regina -le informó quien le atendió en el mostrador.
Buscó una cafetería y pidió un refresco bajo en calorías. Miró el tiempo que hacía en Regina y sí, nevaba, con fuerza.
– Una de esas raras tormentas de nieve primaverales.
Le echó una ojeada al diario de Regina para matar el tiempo, el Leader Post. Había noticias de fútbol americano. Rat estaba anunciándose a bombo y platillo, había contratado a un coordinador de defensa, evidentemente uno con muy poca experiencia. Había echado a un corredor de habilidad, lo que había dado pie a especular que el juego de carrera no sería necesario. Las ventas de las entradas para la temporada habían alcanzado un récord, ya iban por las treinta y cinco mil. Un columnista, de los que pasan treinta años arrastrándose hasta la máquina de escribir para teclear seiscientas palabras cuatro veces a la semana por muy muerto que esté el mundo del deporte en Saskatchewan o donde sea, había publicado una recopilación de chismes sobre lo que «se dice en la calle». Un jugador de hockey había dicho que no se operaría hasta que terminara la temporada. Otro se había separado de su mujer, quien sospechosamente tenía la nariz rota.
Y, según el último párrafo, Rat Mullins había confirmado que los Roughriders estaban en conversaciones con Marcus Moon, un quarterback de los que solían embestir y con un brazo potente. Moon había pasado dos temporadas con los Packers y tenía «ganas de jugar todos los días». Además, Rat Mullins se negaba a confirmar o a negar que el equipo también estuviera en conversaciones con Rick Dockery, quien «la última vez que se le vio lanzaba prodigiosas intercepciones para los Browns de Cleveland».
Según el artículo, Rat había contestado con un áspero «Sin comentarios» al rumor acerca de Dockery.
A continuación, en un guiño al lector, el periodista deportivo ofrecía una pequeña golosina, demasiado suculenta para pasarla por alto. El uso de los paréntesis le procuraba cierto distanciamiento de sus propios chismorreos: (Si desea saber más sobre Dockery, diríjase a
¿Sin comentarios? ¿A Rat le preocupaba o le avergonzaba demasiado hacer comentarios? Rick respondió en alto a aquella pregunta y un par de personas se volvieron hacia él. Cerró el portátil lentamente y fue a dar un largo paseo por la explanada.
Cuando dos horas después subió a uno de los aviones de Air Canadá, no lo hizo para dirigirse a Regina, sino a Cleveland, y una vez allí tomó un taxi al centro. La sede del Cleveland Post era un edificio moderno y anodino en Slate Avenue que, curiosamente, estaba a cuatro manzanas de la comunidad de Parma.
Rick pagó al taxista y le dijo que le esperara en la siguiente manzana, en la esquina. Se detuvo unos segundos en la acera para hacerse a la idea de que volvía a estar en Cleveland, Ohio. Podría haber hecho las paces con la ciudad, pero la ciudad estaba decidida a atormentarlo.
Si en algún momento tuvo alguna duda acerca de lo que estaba a punto de hacer, más tarde no lo recordó.
En el vestíbulo había una estatua de bronce de alguien irreconocible con una cita pretenciosa sobre la verdad y la libertad, detrás de la cual estaba la garita de seguridad. Todos los visitantes estaban obligados a registrarse. Rick llevaba una gorra de béisbol de los Indians de Cleveland comprada poco antes en el aeropuerto por treinta y dos dólares. Cuando el guardia le preguntó a quién había ido a ver, Rick no vaciló y respondió: «Charley Cray».
– ¿Su nombre?
– Roy Grady. Juego con los Indians.
Aquello pareció complacer al guardia, quien le tendió la tablilla para que firmara. Según la página web de los Indians, Roy Grady era el miembro más reciente de la plantilla de lanzadores del equipo, un jovencito a quien acababan de rescatar de la liga inferior de béisbol y que hasta el momento había lanzado tres entradas con resultado desigual. Seguramente a la gente le sonaría el nombre, pero no la cara.
– Segunda planta -dijo el guardia con una amplia sonrisa.
Rick subió por la escalera, que era por donde tenía pensado salir. La redacción de la segunda planta era como había esperado: una zona muy amplia llena de cubículos, ordenadores y papeles apilados por todas partes. En los laterales se encontraban los pequeños despachos y Rick empezó a caminar mientras iba mirando los nombres que había en las puertas. Tenía el corazón desbocado y le estaba costando aparentar naturalidad.
– Roy -lo Hamo alguien desde uno de los lados, y Rick se dirigió a él.
Tenía unos cuarenta y cinco años, medio calvo, con apenas unas cuantas hebras largas de pelo grasiento que le asomaban por encima de las orejas, sin afeitar, unas gafas de lectura baratas que se le aguantaban a media nariz y con sobrepeso: el típico que jamás había ganado una distinción deportiva en el instituto, un uniforme o una animadora. Un cretino desgreñado negado para el deporte que se ganaba la vida criticando a quienes estaban capacitados para practicarlo. Cray estaba junto a la puerta de su pequeño y abarrotado despacho, mirando a Roy Grady con el ceño fruncido, desconfiado.
– ¿El señor Cray? -preguntó Rick a metro y medio de distancia y acercándose rápidamente.
– Sí -contestó el otro con expresión desdeñosa, seguida por una mirada sorprendida.
Rick no dudó en empujarlo al interior del despacho y cerró de un portazo. Se quitó la gorra con una mano mientras agarraba a Cray por el cuello con la otra.
– Soy yo, gilipollas, Rick Dockery, tu asno preferido.
Cray lo miró con ojos desorbitados; se le habían caído las gafas al suelo.
Tras pensarlo con mucha calma, Rick había decidido que se limitaría a darle un solo puñetazo. Un derechazo directo a la cara, para que Cray lo viera venir. Nada de golpes bajos, ni patadas en la ingle, no. Cara a cara, de hombre a hombre, sin armas de por medio y, con un poco de suerte, sin sangre ni huesos rotos.
No fue un corto ni un gancho, sino un sencillo derechazo que había empezado meses atrás y que ahora le propinaba desde el otro lado del Atlántico. Sin resistencia alguna, pues Cray era demasiado flojo, estaba demasiado asustado y pasaba demasiado tiempo escondiéndose detrás de su teclado, el puñetazo alcanzó en el pómulo izquierdo del periodista a la perfección, con un sonoro crujido que Rick recordaría muchas veces con deleite en las semanas posteriores. Cray cayó al suelo como un saco de patatas y por un instante Rick sintió la tentación de patearle las costillas.