Giancarlo hacía oídos sordos a aquellos consejos. Le encantaba volar por los aires y no temía las caídas duras. Corrió ocho yardas por la derecha y planeó en las tres siguientes. Doce a la izquierda, incluidas cuatro gracias a un mortal hacia atrás. Rick amagó una entrega, salió corriendo con el balón para quince yardas y luego comunicó un drive para Franco.
– ¡No lo pierdas! -le rugió, agarrando la barra del casco de Franco cuando rompieron el agrupamiento.
Franco, con ojos de loco y medio fuera de sí, agarró a Rick y le dijo algo desagradable en italiano. ¿Quién le coge la barra del casco al quarterback?
No solo no lo perdió, sino que avanzó pesadamente diez yardas hasta que la mitad de la defensa lo enterró en la línea de las cuarenta yardas de los Giants. Seis jugadas después, Giancarlo planeó sobre la zona de anotación y empataron el partido.
Quincy necesitó cuatro jugadas para volver a anotar.
– Que corra -le dijo Rick a Sam en la línea de banda-. Tiene treinta y cuatro años.
– Ya sé cuántos años tiene -replicó Sam de mal humor-, pero preferiría que no superara las quinientas yardas en la primera mitad.
La defensa del Bolzano se había preparado para un pase, por lo que la carrera los cogió desprevenidos. Fabrizio no tocó el balón hasta casi el medio tiempo. En una segunda y gol desde la línea de seis, Rick amagó hacia Franco, salió corriendo con el balón y lo pasó a su receptor para anotar fácilmente. Un partido limpio e inmaculado, cada equipo había anotado dos touchdowns en cada cuarto. El bullicioso público estaba muy entretenido.
Durante el descanso, los primeros cinco minutos en el vestidor son los peligrosos. Los ánimos están encendidos, los jugadores están sudorosos y algunos sangran. Lanzan sus cascos, insultan, critican, gritan y les exigen a los demás que espabilen y hagan lo que tienen que hacer. A medida que baja la adrenalina, empiezan a tranquilizarse. Beben agua. Tal vez se quitan las hombreras. Se frotan alguna magulladura.
Lo mismo ocurría tanto en Italia como en Iowa. Rick nunca había sido un jugador que se dejara llevar por sus emociones y prefería quedar relegado a un segundo plano y dejar que los exaltados levantaran los ánimos del equipo. Estando empatados con Bolzano como estaban, nada le preocupaba. Quincy Shoal iba con la lengua fuera y Fabrizio y Rick todavía tenían que poner en práctica sus pases cortos.
Sam sabía cuándo debía hacer acto de presencia y al cabo de cinco minutos entró en los vestuarios y cogió el testigo de las broncas. Quincy estaba zampándoseles la merienda: ciento sesenta yardas y cuatro touchdowns.
– ¡Qué gran estrategia! -protestó Sam-. ¡Que corra hasta que caiga rendido! ¡La primera vez que la oigo! ¡Sois unos genios, chicos!
Etcétera.
A medida que avanzaba la temporada, Rick estaba cada vez más impresionado por las broncas de Sam. A Rick lo habían reprendido muchos expertos y aunque Sam solía dejarlo en paz, mostraba un verdadero talento cuando se metía con los demás. Además, el hecho de que supiera hacerlo en dos idiomas lo impresionaba.
Sin embargo, las críticas del vestuario surtieron muy poco efecto. Quincy, tras un descanso de veinte minutos y unas rápidas friegas, retomó el partido donde lo había dejado. El quinto touchdown llegó con el primer ataque de los Giants de la segunda parte, y el sexto fue una carrera de cincuenta yardas unos minutos después.
Un esfuerzo heroico, aunque insuficiente. Ya fuera la edad (treinta y cuatro años), el haberse hartado de pasta o el simple agotamiento, Quincy estaba acabado. No abandonó el campo hasta el final del partido, pero estaba demasiado cansado para salvar al equipo. En el último cuarto, la defensa de los Panthers advirtió su debilitamiento y volvió a la vida. Cuando Pietro lo bloqueó en la treinta y dos y lo tiró al suelo, el partido se acabó.
Con Franco dando botes en medio del campo y Giancarlo saltando como un conejo en las bandas, los Panthers empataron a diez minutos del final. Un minuto después volvieron a anotar cuando Karl el danés atrapó un balón perdido y avanzó tambaleante durante treinta yardas para completar el que tal vez fuera el touchdown menos elegante de toda la historia italiana. Dos diminutos Giants se le colgaron de la espalda como si fueran insectos en las últimas diez yardas.
Por si acaso y para no ser menos, Rick y Fabrizio conectaron una ruta de poste larga a tres minutos del final. El marcador acabó 56 a 41.
En el vestuario se respiraba un ambiente muy distinto después del partido. Hubo abrazos y celebraciones, algunos incluso parecían al borde de las lágrimas. Para un equipo que apenas unas semanas antes parecía desmotivado y acabado, encontrarse de repente a las puertas de una gran temporada era toda una hazaña. El prodigioso Bérgamo era el siguiente, pero los Lions tendrían que viajar a Parma.
Sam felicitó a sus jugadores y les dio exactamente una hora para refocilarse en la victoria.
– Luego todo el mundo callado y a pensar en el Bérgamo -dijo-. Sesenta y siete victorias consecutivas, ocho títulos de la Super Bowl de un tirón y un equipo al que no hemos vencido en diez años.
Rick estaba sentado en el suelo, en un rincón, con la espalda apoyada contra la pared, jugando con los cordones de las botas y escuchando a Sam hablar en italiano. Aunque no lo entendía, sabía muy bien qué estaba diciendo su entrenador. Que si el Bérgamo esto, que si el Bérgamo aquello otro. Sus compañeros estaban pendientes de sus palabras mientras empezaba a aumentar la tensión ante el siguiente partido. Una pequeña inyección de energía y excitación recorrió el cuerpo de Rick, quien se vio obligado a sonreír.
Había dejado de ser un pistolero a sueldo, un sucedáneo traído del Lejano Oeste para dirigir la ofensiva y ganar partidos. Había dejado de soñar con la gloria y el dinero que proporcionaba la NFL. Aquellos sueños habían quedado atrás y se desvanecían con rapidez. Él era quien era, un Panther, y al mirar a su alrededor, viendo aquel vestuario abarrotado y sudoroso, se sintió completamente satisfecho consigo mismo.
24
Durante la sesión del pase de vídeo del lunes por la noche se consumió mucha menos cerveza de lo habitual. Hubo menos bromas, insultos y risas. No se respiraba pesimismo, seguían estando muy orgullosos de la victoria arrolladora del día anterior, pero tampoco se trataba del típico visionado de la noche de lunes. Sam repasó los puntos fuertes del Bolzano y luego pasó a una recopilación de cortes del Bérgamo en los que Rick y él habían trabajado el día anterior.
Coincidían en lo que era evidente: en Bérgamo estaban bien entrenados, bien financiados, bien organizados y tenían jugadores algo más preparados que los del resto de la liga en algunas posiciones, pero desde luego no en todas. Sus estadounidenses eran: un quarterback lento de la Universidad de San Diego State, un profundo libre que golpeaba duro y que intentaría cargarse a Fabrizio en cuanto empezara el partido y un esquinero que podía cortar el juego de carrera largo, pero del que se rumoreaba que tenía un tirón en el ligamento de la corva. El Bérgamo era el único equipo de la liga con dos de sus tres estadounidenses en la defensa. No obstante, el jugador clave no era estadounidense. El apoyador central era un italiano llamado Maschi, un extravagante bufón de pelo largo, botas blancas y actitud egocéntrica copiada de la NFL, en la que por lo visto creía que merecía jugar. Rápido y fuerte, Maschi era muy intuitivo, le encantaba golpear, cuanto más tarde mejor, y solía encontrársele debajo de todas las pilas. Con sus cien kilos de peso, era lo bastante voluminoso para infundir pánico en Italia. Podría haber jugado en la mayoría de las universidades estadounidenses de la primera división. Llevaba el número 56 e insistía en que lo llamaran L.T., igual que su ídolo, Lawrence Taylor.