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El Bérgamo era fuerte en defensa, pero no acostumbraba hacer virguerías con el balón. Contra el Bolonia y el Bolzano -huesos duros de roer- fueron a la zaga hasta el último cuarto y podrían haber perdido ambos partidos fácilmente. Rick estaba convencido de que los Panthers eran mejores, pero Sam había sufrido tantas derrotas a manos del Bérgamo en tantas ocasiones que se negaba a confiarse, al menos interiormente. Después de ocho títulos de la Super Bowl consecutivos, los Lions de Bérgamo se habían hecho con una aureola de imbatibilidad con la que ya tenían ganados diez puntos en cada partido.

Sam volvió a poner la cinta e insistió machaconamente en los puntos débiles de la ofensiva del Bérgamo. El corredor de habilidad era rápido, pero se resistía a agachar la cabeza y a arriesgarse. Casi nunca pasaban hasta que no les quedaba más remedio, siempre en el tercer intento, y sobre todo porque carecían de un receptor fiable. La línea de ataque estaba compuesta por hombres grandes y fuertes en general, pero también solía ser demasiado lenta para detener la carga.

Cuando Sam acabó, Franco se dirigió al equipo y, con excelentes maneras de abogado experimentado, presentó una entusiasta y emotiva apelación a su entrega durante la dura semana que tenían por delante, lo que los conduciría a una victoria aplastante. Como colofón, propuso entrenar todos los días hasta el sábado. La idea fue aprobada por unanimidad. A continuación, Niño, para no ser menos, tomó el relevo y empezó anunciando que, para demostrar la solemnidad del momento, había decidido dejar de fumar hasta después del partido, cuando le hubieran dado una paliza al Bérgamo. La noticia fue recibida con calurosas felicitaciones porque, evidentemente, Niño ya se había comprometido a lo mismo en otras ocasiones y Niño, privado de nicotina, era temible en el campo. Acto seguido, añadió que se celebraría una cena de equipo en el Café Montana el sábado por la noche, a cuenta de la casa. Cario ya se había puesto con el menú.

Los Panthers tenían los nervios a flor de piel, estaban ansiosos. Rick recordó por un instante el partido en el Davenport Central, el mayor acontecimiento del año de Davenport. El instituto había planificado toda la semana empezando desde el lunes y en la ciudad no se hablaba de otra cosa. El viernes por la tarde, los jugadores estaban tan nerviosos que algunos tenían náuseas y vomitaron horas antes del partido.

Rick ignoraba si a algún Panther le ocurriría lo mismo, pero era muy posible.

Salieron de los vestuarios con una solemne determinación. Aquella era su semana. Aquel era su año.

Livvy llegó el jueves por la tarde en todo su esplendor y con una sorprendente cantidad de equipaje. Rick había estado en el campo con Fabrizio y Claudio, trabajando sin descanso rutas de precisión y audibles rápidos. En un descanso fue a mirar el móvil y vio que Livvy ya había subido al tren.

Durante el trayecto en coche desde la estación hasta el apartamento, Rick se enteró de que de Livvy: 1) había terminado los exámenes, 2) estaba harta de sus compañeras de cuarto, 3) estaba considerando seriamente no volver a Florencia hasta los últimos diez días de su semestre en el extranjero, 4) estaba enfadada con su familia, 5) no se hablaba con nadie de su familia, ni siquiera con su hermana, una persona con la que llevaba peleándose desde parvulario y que en esos momentos estaba demasiado implicada en el divorcio de sus padres, 6) necesitaba un lugar donde quedarse unos días, y de ahí todo aquel equipaje, 7) estaba preocupada por el visado, porque quería quedarse en Italia por un período indeterminado de tiempo y 8) estaba más que dispuesta a irse a la cama con él. No lloriqueaba ni buscaba que la consolaran, de hecho, le relató la lista de problemas con una calma distante que a Rick le resultó admirable. Livvy necesitaba a alguien y había acudido corriendo a él.

Rick arrastró las pesadas maletas por la escalera hasta el tercer piso, y lo hizo sin esfuerzo y con energía, contento de subirlas. El apartamento estaba muy tranquilo, casi sin vida, y Rick acababa pasando más tiempo fuera que dentro, paseaba por las calles de Parma, tomaba café y cerveza en las terrazas, daba una vuelta por mercados y vinaterías, e incluso hacía pequeñas visitas a iglesias viejas, cualquier cosa que lo alejara del aburrimiento de su apartamento vacío. Y siempre estaba solo. Sly y Trey lo habían abandonado y los correos electrónicos que les enviaba casi nunca recibían contestación. No valía la pena molestarse. Sam estaba ocupado la mayoría de los días, además de que estaba casado y tenía su propia vida. Algunas veces salía a comer con Franco, el compañero con el que más congeniaba, pero su trabajo también le exigía muchas horas. Todos los Panthers trabajaban; tenían que hacerlo. No podían permitirse dormir hasta el mediodía, pasar un par de horas en el gimnasio y deambular por Parma para matar el tiempo y sin ganar ni un euro.

Sin embargo, Rick no estaba preparado para una relación estable y duradera. Aquello implicaba complicaciones y exigía un compromiso que ni siquiera estaba dispuesto a plantearse. Nunca había vivido con una mujer, de hecho, no había vuelto a vivir con nadie desde Toronto, y no se planteaba la posibilidad de buscar un compañero a tiempo completo.

Mientras ella deshacía las maletas, Rick se preguntó por primera vez cuánto tiempo habría planeado quedarse Livvy.

Pospusieron el encuentro amoroso hasta después del entrenamiento. Iba a ser una sesión suave, sin las protecciones almohadilladas, pero aun así prefería estar en perfecto uso de piernas y pies.

Livvy se sentó en las gradas a leer un periódico mientras los chicos realizaban los ejercicios y repasaban los planes. Había un puñado de esposas y novias repartidas por los asientos, incluso algún que otro niño pequeño brincando por la tribuna.

A las diez y media del jueves por la noche, apareció un funcionario y se presentó a Sam. Su trabajo consistía en apagar las luces.

Los castillos estaban esperándolos. Rick oyó la noticia por primera vez a las ocho de la mañana, pero dio media vuelta y volvió a dormirse. Livvy se puso los téjanos y fue a buscar café. Cuando volvió, una media hora después, con dos enormes tazas para llevar, volvió a anunciar que los castillos estaban esperándolos y que quería empezar por uno en la ciudad de Fontanellato.

– Es muy temprano -dijo Rick, tomando un trago. Se sentó en la cama e intentó orientarse a una hora tan intempestiva.

– ¿Has estado en Fontanellato? -preguntó Livvy mientras se quitaba los téjanos, cogía una guía de viajes con sus anotaciones y volvía a su lado de la cama.

– Es la primera vez que oigo este nombre.

– ¿Has salido alguna vez de Parma desde que estás aquí?

– Sí. Hemos jugado en Milán, en Roma y en Bolzano.

– No, Ricky, me refiero a salir con tu pequeño coche cobrizo e ir a hacer turismo por el país.

– No, ¿porqué…?

– ¿No sientes ni la más mínima curiosidad por tu nuevo hogar? -lo interrumpió.

– He aprendido a no encariñarme con los sitios. Todos son temporales.

– Eso es bonito. Mira, no voy a quedarme holgazaneando en este apartamento todo el día, echando polvos a todas horas y pensando únicamente en comer y cenar.

– ¿Por qué no?

– Porque estoy de viaje. O conduces tú o cojo un autobús. Hay muchas cosas para ver. Además, ni siquiera hemos acabado con Parma.

Salieron media hora después y se dirigieron hacia el noroeste, en busca de Fontanellato, un castillo del siglo s.f. que Livvy se moría por ver. Hacía un día cálido y soleado e iban con las ventanillas bajadas. Livvy llevaba una minifalda tejana y una blusa de algodón, y el suave roce del viento embelesaba a Rick. Le tocó las piernas y ella le retiró la mano mientras seguía leyendo la guía de viajes.