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– Aquí producen ciento veinte mil toneladas de queso parmesano al año -dijo la joven, mientras contemplaba el paisaje-. Aquí mismo, en esas granjas.

– Como mínimo. Esta gente se lo echa hasta en el café.

– Hay quinientas lecherías y todas se encuentran en una pequeña área alrededor de Parma. Está regulado por ley.

– También hacen helados.

– Y diez millones de jamones de Parma al año. Cuesta creerlo.

– No cuando vives aquí. Te lo ponen en la mesa antes de que te haya dado tiempo a sentarte. ¿Por qué estamos hablando de comida? Tenías tanta prisa que nos hemos ido sin desayunar.

– Me muero de hambre -anunció Livvy, dejando la guía a un lado.

– ¿Te apetece un poco de jamón y queso?

Iban por una estrecha carretera con poco tráfico y pronto llegaron al pueblo de Baganzola, donde encontraron un bar en el que pidieron café y cruasanes. Livvy tenía ganas de practicar su italiano y aunque a Rick le sonó perfecto, la signora de la barra tuvo problemas para entenderla.

– Hablan un dialecto -dijo Livvy cuando se dirigían al coche.

La Rocca, o fortaleza, de Fontanellato había sido construida hacía unos quinientos años y ciertamente parecía inexpugnable. Estaba rodeada por un foso y defendida por cuatro torres enormes con amplias aberturas destinadas a la observación y la defensa. Sin embargo, en el interior había un palacio extraordinario con paredes cubiertas de obras de arte y estancias sorprendentemente decoradas. Quince minutos después Rick ya había visto suficiente, pero su amiguita no había hecho más que empezar.

Cuando por fin consiguió volver a meterla en el coche, continuaron hacia el norte, siguiendo las indicaciones de Livvy, hasta la ciudad de Soragna. Estaba situada en una llanura fértil en la margen izquierda del río Stirone y había sido escenario de muchas antiguas batallas, según la historiadora del coche, a quien le faltaba tiempo para asimilar toda la información. Mientras Livvy iba enunciando datos, Rick empezó a pensar en los Lions de Bérgamo y sobre todo en el signor Maschi, el ágil apoyador central que, en su opinión, era la clave del partido. Recordó todas las jugadas y los esquemas que había concebido con entrenadores de renombre para neutralizar a un gran apoyador central. Casi nunca funcionaban.

El castillo de Soragna (¡donde todavía vivía un príncipe de verdad!) se remontaba al siglo S/n y, tras una rápida visita, se detuvieron a comer en un pequeño delicatessen. Luego prosiguieron hasta San Secondo, famoso hoy en día por su spalla, un jamón cocido. El castillo de la ciudad, construido en el siglo XV como una fortaleza, había interpretado un papel destacado en muchas y decisivas batallas.

– ¿Por qué se peleaba tanto esta gente? -preguntó Rick.

Livvy le dio una explicación rápida sin explayarse demasiado, no le interesaban las guerras. Le atraía más el arte, el mobiliario, las chimeneas de mármol, etcétera. Rick se escabulló y fue a echar una siesta bajo un árbol.

Terminaron en Colorno, también llamado el «pequeño Versalles del Po». Era una fortaleza majestuosa que había sido reconvertida en una residencia espléndida, con inmensos jardines y patios. Cuando llegaron, Livvy estaba tan emocionada como siete horas antes, en la visita del primer castillo, el cual Rick ya apenas recordaba. La siguió arrastrando los pies y sin protestar, pero se rindió hacia el final del exhaustivo tour.

– Estaré en el bar -dijo, y la dejó sola en el inmenso salón, contemplando los frescos de los techos, perdida en otro mundo.

Rick se negó a repetirlo el sábado y tuvieron una pequeña discusión. Era su primera pelea y ambos lo encontraron divertido. Fue muy breve y ninguno de los dos pareció guardarle rencor al otro, una señal prometedora.

Livvy había pensado viajar hacia el sur, a Langhirano, a través del país del vino, donde había un par de castillos que valía la pena visitar. Rick tenía en mente un día tranquilo, dar descanso a sus pies e intentar concentrarse más en el Bérgamo y menos en las piernas de Livvy. Llegaron a un acuerdo: se quedarían en la ciudad y terminarían de ver un par de iglesias.

Rick estaba despejado y descansado, sobre todo porque el equipo había decidido saltarse el ritual de la pizza y los barreños de cerveza del viernes en el Pólipo. Habían sudado la camiseta durante una rápida sesión de ejercicios en pantalón corto, habían escuchado más tácticas de juego de Sam, habían oído otro discurso emotivo, esta vez dado por Pietro, y finalmente se habían ido a las diez. Ya habían entrenado suficiente.

El sábado por la noche se encontraron en el Café Montana para la cena previa al partido, una fiesta gastronómica de tres horas con Niño en la pista central y Cario bramando en la cocina. El signor Bruncardo estaba presente y dedicó unas palabras al equipo. Les agradeció aquella temporada tan emocionante, aunque no estaría completa hasta que al día siguiente aplastaran al Bérgamo.

No había mujeres -solo los jugadores ya llenaban el pequeño restaurante-, lo que motivó dos poemas picantes y una despedida final, una oda salpicada de irreverencias compuesta por el lírico Franco, quien la recitó con un estilo desternillante.

Sam los envió a casa antes de las once.

25

El Bérgamo viajaba bien equipado. Los acompañaba un grupo impresionante de bulliciosos incondicionales que llegó pronto, desplegó sus pancartas, probó las bocinas, ensayó los cánticos y, en general, no tardó en sentirse como en casa en el Stadio Lanfranchi. Ocho Super Bowls consecutivas les otorgaban el derecho de ir a donde quisieran durante la NFL italiana e invadir el estadio. Sus animadoras iban vestidas a conjunto con faldas doradas bastante escasas de tela y botas negras de caña alta, lo que acabó siendo una distracción para los Panthers durante el largo calentamiento previo al partido. Perdieron la concentración, o la aparcaron temporalmente, mientras las chicas se estiraban, se desentumecían y calentaban para el gran partido.

– ¿Por qué nosotros no tenemos animadoras? -preguntó Rick a Sam cuando pasó por su lado.

– Anda, calla.

Sam revoloteaba alrededor del campo, gruñéndoles a los jugadores, igual de nervioso que cualquier entrenador de la NFL antes de un gran partido. Charló brevemente con un periodista de la Gazzetadi Parma y un equipo de televisión grabó algunas imágenes, tanto de las animadoras como de los jugadores.

Los seguidores de los Panthers no quisieron ser menos. Alex Olivetto se había pasado la semana persiguiendo a los jugadores jóvenes de las ligas de fútbol flag que ahora se reunían en uno de los extremos de las gradas locales y que no tardaron en empezar a gritar a los seguidores del Bérgamo. También había muchos antiguos Panthers junto con sus familias y amigos. Todo aquel en quien el football americano despertara un mínimo interés ocupaba su asiento mucho antes de la patada inicial.

Se respiraba tensión en el vestuario y Sam no hizo nada por tranquilizar a sus jugadores. El fútbol americano es un juego de emoción basado en gran parte en el miedo, y todo entrenador desea que su equipo pida sangre. Lanzó las advertencias habituales sobre las faltas, las pérdidas de balón y los errores infantiles y luego los soltó.

Cuando los dos equipos se alinearon para la patada inicial, el estadio estaba a rebosar y el bullicio era abrumador. Parma recibió el balón y Giancarlo salió disparado por la línea de banda hasta que lo empujaron contra el banquillo del Bérgamo en la yarda treinta y uno. Rick avanzó con sus atacantes, exteriormente tranquilo, pero con un apretado nudo en el estómago.

Las tres primeras jugadas estaban preparadas de antemano, aunque no pretendían anotar con ninguna de ellas. Rick anunció un «quarterback sneak» y no hizo falta traducción. Niño temblaba de rabia y por la falta de nicotina. Tenía los glúteos completamente descansados, pero el saque fue rápido y se lanzó hacia delante como un cohete contra Maschi, quien se lo quitó de encima y detuvo la jugada tras el avance de una yarda. -¡Buena carrera, Asno! -gritó Maschi con fuerte acento italiano.