– Supongo que para eso hemos venido a la playa -contestó Rick-, Además, no he visto ni un solo salón de bronceado en toda Parma.
– No hay bastantes estadounidenses.
Salieron de Parma después del entrenamiento del viernes y de la pizza en el Pólipo. El viaje hasta Ancona había durado tres horas, luego habían seguido media más hacia el sur a lo largo de la costa hasta la península de Conero y finalmente habían llegado al pueblecito turístico de Sirolo. Ya eran más de las tres de la madrugada cuando se registraron. Livvy se había encargado de reservar la habitación, encontrar la calle y enterarse de la ubicación de los restaurantes. Le encantaba programar los viajes.
Por fin un camarero se fijó en ellos y se acercó tranquilamente a tomarles nota. Pidieron bocadillos y cervezas y esperaron cerca de una hora a que se los sirvieran. Livvy tenía la nariz enterrada en su libro de bolsillo mientas Rick intentaba mantenerse despierto. Cuando lo conseguía, se volvía hacia la derecha y admiraba a la joven sin camiseta y crepitando bajo el sol.
El móvil de Livvy sonó en las profundidades de la bolsa de la playa y su dueña lo rescató de sus entrañas, miró quién la llamaba y decidió no contestar.
– Mi padre -dijo con fastidio, y luego devolvió la atención a su novela de suspense.
Su padre no había dejado de llamarla, igual que su madre y su hermana. Livvy había sobrepasado en diez días su estancia por estudios en el extranjero y había dejado caer más de una insinuación de que no iba a volver a casa. ¿Para qué? Estaba mucho más tranquila en Italia.
Aunque seguía guardándose para ella algunos detalles, Rick sabía lo fundamentaclass="underline" la familia de su madre pertenecía a la aristocracia de Savannah, gente engreída, según las sucintas descripciones de Livvy, que jamás había aceptado al padre por ser de Nueva Inglaterra. Sus padres se habían conocido en la Universidad de Georgia, adonde iba toda la familia. En privado, la familia de la madre se había opuesto férreamente a la boda, lo que había acabado de decidir a la novia. Hubo muchas luchas internas, a distintos niveles, y el matrimonio estuvo condenado desde el principio.
El hecho de que él fuera un neurocirujano próspero y prominente no significaba nada para sus parientes, casi todos ellos arruinados, pero bendecidos para siempre con el estatus social de «familia de dinero».
El padre trabajaba todas las horas del día y su carrera lo absorbía por completo. Comía en el despacho, dormía en el despacho y evidentemente pronto empezó a disfrutar de la compañía de las enfermeras en el despacho. La cosa siguió así durante años y para equilibrar la balanza la madre empezó a verse con hombres más jóvenes. Mucho más jóvenes. La hermana, la única otra hija del matrimonio, iba al psicólogo desde los diez años. «Una familia completamente disfuncional», así la había valorado Livvy.
Con catorce años, ya ansiaba irse a un internado. Eligió uno en Vermont, lo más lejos posible de su familia, y durante cuatro años estuvo esperando las vacaciones con terror. Pasaba los veranos en Montana, donde trabajaba como coordinadora de campamento.
Para ese verano en concreto y a su regreso de Florencia, su padre la había apuntado a un curso de prácticas laborales en un hospital de Atlanta donde trabajaría con víctimas de accidentes que padecían daños cerebrales. El padre había planeado que Livvy fuera médica y sin duda una gran doctora, como él. Livvy no tenía planes, salvo los que la alejaran del camino que le hubieran elegido sus padres.
El juicio del divorcio se celebraría a finales de septiembre y había mucho dinero en juego. La madre quería que Livvy testificara a su favor, en concreto acerca de un incidente ocurrido tres años antes: Livvy había ido a visitar a su padre al hospital sin avisarle de antemano y lo había sorprendido metiéndole mano a una joven doctora. El padre jugaba la baza del dinero. Llevaban arrastrando aquel encarnizado divorcio desde hacía casi dos años y Savannah estaba ávida por presenciar la confrontación pública entre el gran médico y aquella representante de la alta sociedad.
Livvy no sabía cómo evitarlo. No quería que aquella sórdida contienda entre sus padres le arruinara el último año en la universidad.
Rick había ido enterándose de toda la historia a través de breves, y a menudo desganados, resúmenes, que la joven solía ofrecerle cuando sonaba el teléfono y se veía obligada a relacionarse con su familia. El escuchaba con paciencia y ella le estaba agradecida por ser su caja de resonancia. En Florencia, sus compañeras de habitación estaban demasiado concentradas en sus propias vidas.
Rick daba las gracias por tener unos padres tan sosos y por la vida tan anodina que llevaban en Davenport.
El teléfono de Livvy volvió a sonar. La joven lo cogió, soltó un gruñido y se dirigió hacia la playa con el teléfono pegado a la oreja. Rick la siguió con la mirada, admirando cada paso. Otros hombres también cambiaron de postura en las sillas de la playa para echar un vistazo.
Rick supuso que se trataría de la hermana por la rapidez con que había respondido y porque se había alejado, como si quisiera ahorrarle los detalles. De todos modos, nunca lo sabría, porque cuando Livvy regresó se limitó a disculparse, volvió a sentarse al sol y retomó la lectura.
Por fortuna para Rick, los aliados arrasaron Ancona al final de la guerra, por lo que ya apenas quedaban en pie ni castillos ni palazzi. Según la montaña de guías de viaje de Livvy, solo había una vieja catedral que valiera la pena visitar y no le apetecía ir a verla. El domingo durmieron hasta tarde, se saltaron la visita y finalmente fueron al campo de fútbol.
Los Panthers llegaron en autobús a la una y media. Rick estaba solo en los vestuarios, esperándolos. Livvy estaba sola en las gradas leyendo un periódico dominical italiano.
– Me alegro de que ya estés aquí -le gruñó Sam a su quarterback.
– Veo que trae el buen humor de siempre, entrenador.
– Ya lo creo, no hay nada que me haga más feliz que un viaje de cuatro horas en autobús.
Todavía les duraba la resaca de la gran victoria ante el Bérgamo y Sam, como de costumbre, se temía un desastre contra los Dolphins. Una derrota inesperada y los Panthers ya podían olvidarse de los playoffs. Les había hecho trabajar duro tanto el miércoles como el viernes, pero ellos seguían recreándose con la inesperada interrupción de la Gran Racha Victoriosa del Bérgamo. La Gazzettadi Parma publicaba un artículo en portada acompañado de una fotografía de gran tamaño de Fabrizio corriendo por el campo. El martes habían publicado otro artículo, en el que aparecían Franco, Niño, Pietro y Giancarlo. Los Panthers eran el equipo de moda de la liga y empezaban a barrer entre los seguidores italianos. Solo el quarterback era estadounidense. Etcétera.
Los Dolphins habían ganado un único partido y habían perdido seis, la mayoría por amplio margen. Los Panthers estaban en baja forma, como era de esperar, pero no había que olvidar que le habían dado una paliza al Bérgamo y eso en sí ya era suficientemente intimidatorio. Rick y Fabrizio conectaron dos pases en el primer cuarto, y Giancarlo hizo una rueda y se tiró en plancha para anotar dos touchdowns más en el segundo. Al inicio del último cuarto, Sam no dejó a nadie en el banquillo y Alberto se hizo cargo de la ofensiva.
La temporada llegó a su fin con el balón en medio del campo y ambos equipos lanzándose sobre él al estilo melé de rugby mientras la aguja del reloj marcaba los últimos segundos. Los jugadores se quitaron las sucias camisetas y protecciones y durante la media hora siguiente estuvieron estrechando manos e intercambiando promesas para la próxima temporada. El corredor de habilidad de los Dolphins era de Council Bluffs, Iowa, y había jugado en una pequeña universidad de Minnesota. Hacía siete años había visto jugar a Rick en un gran partido Iowa-Wisconsin, y pasaron un buen rato rememorándolo. Uno de los mejores partidos universitarios de Rick. Era agradable hablar con alguien con el mismo acento.