Casi se lo oía llorar.
El despejador tenía un promedio de veintiocho yardas por patada, media que consiguió bajar desviando una pelota hacia sus propios seguidores. Rick decidió avanzar la ofensiva y sin reunión previa dirigió tres jugadas seguidas a Fabrizio: una ruta de slant a través del centro para doce yardas, una de gancho para once y una de poste para treinta y cuatro yardas y el tercer touchdown en los primeros cuatro minutos del partido.
El Bolonia no se dejó llevar por el pánico y abandonó su plan de juego. Montrose recibía el balón en todas las jugadas y en todas las jugadas Sam ordenaba una carga con un mínimo de nueve defensas. El resultado fue un festival de tortas mientras el equipo atacante hacía avanzar el balón una y otra vez. Cuando Montrose anotó con una carrera de tres yardas, el primer cuarto había acabado.
El segundo cuarto fue muy similar. Rick y su ofensiva anotaban con facilidad mientras que Montrose y la suya pasaban por serias dificultades. En el descanso, los Panthers iban ganando por 38 a 13 y Sam tuvo problemas para encontrar algo de lo que quejarse. Montrose había anotado dos touchdowns en veintiuna carreras y casi doscientas yardas, pero ¿a quién le importaba?
Sam los sermoneó con el típico discurso de los entrenadores sobre las recaídas de la segunda parte, pero hizo una pésima actuación. Lo cierto era que jamás había visto a un equipo, de la categoría que fuera, articularse de una manera tan bella y sencilla después de un inicio tan desastroso. Era evidente que su quarterback se sentía como gallina en corral ajeno y que Fabrizio no solo era bueno, sino genial, y que valía hasta el último céntimo de los ochocientos euros que cobraba al mes. Sin embargo, los demás Panthers habían subido un escalafón. Franco y Giancarlo corrían con seguridad y arrojo. Niño, Paolo el Aggie y Giorgio salían disparados y casi nunca fallaban un bloqueo. A Rick rara vez lo derribaban o lo presionaban. Y la defensa, con Pietro reinando en el centro y Silvio cargando con total abandono, se había convertido en un frenesí de bloqueadores que se arremolinaban alrededor del balón en cada jugada como una jauría de perros.
Los Panthers habían tenido que sacar de algún sitio esa arrogante seguridad en sí mismos con la que soñaba cualquier entrenador, y seguramente el milagro lo había obrado la presencia de su quarterback. Ahora caminaban con la frente alta. Aquella era su temporada y no volverían a perder.
Anotaron en la ofensiva inicial de la segunda parte sin lanzar un pase. Giancarlo hizo un largo recorrido a izquierda y derecha mientras Franco se abría paso como una locomotora a través de la zona intermedia de la línea defensiva. El ataque consumió seis minutos y, con un marcador de 45 a 13, Montrose y compañía salieron al campo con la sensación de derrota. El corredor de habilidad no se dio por vencido, pero tras treinta carreras, perdió fuelle. Tras la treinta y cinco, obtuvo su cuarto touchdown, pero los prodigiosos Warriors iban muy por detrás en el marcador. El resultado final fue de 51 a 27 a favor de los Panthers.
28
La madrugada del lunes, Livvy saltó de la cama, encendió la luz y anunció:
– Nos vamos a Venecia.
– No -fue la respuesta que recibió desde debajo de las almohadas.
– Sí, no la has visto y Venecia es mi ciudad favorita.
– Igual que Roma, Florencia y Siena.
– Levántate, don Juan, voy a enseñarte Venecia.
– No, me duele todo.
– Menudo vago. Me voy a Venecia a buscar un hombre de verdad, uno que juegue al fútbol europeo.
– Vuelve a la cama y duerme.
– No. Me voy. Creo que cogeré el tren.
– Envíame una postal.
Livvy le dio una palmada en el trasero y se metió en la ducha. Una hora después, el coche estaba cargado y Rick regresaba con café y cruasanes que había ido a comprar a la cafetería del barrio, arrastrando los pies. El entrenador Russo había cancelado el entrenamiento del viernes. La Super Bowl, igual que su homologa estadounidense, requería dos semanas de preparaciones.
Como esperaba todo el mundo, el rival sería el Bérgamo.
Fuera de la ciudad, lejos del tráfico de la mañana, Livvy se arrancó con la historia de Venecia y, por fortuna, solo repasó los acontecimientos más destacados de los últimos dos mil años. Rick la escuchaba con una mano en las rodillas de Livvy mientras ella le explicaba cómo y por qué se construyó la ciudad sobre bancos de arena en zonas de marismas que se inundaban cada dos por tres. Consultaba las guías de viaje de vez en cuando, pero lo sabía casi todo de memoria. Había visitado Venecia en dos ocasiones el año anterior, durante dos largos fines de semana. La primera vez había ido con un grupo de estudiantes y la experiencia la animó a repetir un mes después, aunque ella sola.
– ¿Y las calles son ríos? -preguntó Rick, bastante preocupado por el pequeño coche y por el aparcamiento.
– Se llaman canales y no hay coches, solo barcas.
– ¿Y esas barcas se llaman…?
– Góndolas.
– Góndolas. Vi una película en que una pareja iba a dar una vuelta en góndola y el pequeño capitán…
– El gondolero.
– Lo que sea, pues el tipo se pasaba todo el rato cantando y ellos no conseguían hacer que se callara. Tenía mucha gracia. Era una comedia.
– Eso es para los turistas.
– Qué emocionante.
– Venecia es única en el mundo, Rick. Quiero que te enamores de ella.
– Tranquila, seguro que lo haré. Me pregunto si tendrán equipo de fútbol.
– En la guía no dice nada.
Livvy tenía el teléfono móvil apagado y no parecía preocupada por lo que pudiera estar ocurriendo en casa. Rick sabía que los padres de Livvy estaban furiosos y que la amenazaban, pero había mucho más detrás de aquel culebrón de lo que ella le había explicado hasta el momento. Livvy era capaz de desconectar como un interruptor y cuando se sumergía en la historia, el arte y la cultura de Italia, volvía a ser una estudiante fascinada con la asignatura que había escogido y ansiosa por compartir lo que sabía con los demás.
Se detuvieron a comer en las afueras de la ciudad de Padua. Una hora después encontraron un aparcamiento para turistas y aparcaron el coche por veinte euros al día. Cogieron un ferry en Mestre y allí comenzó su aventura por agua. El ferry se mecía a medida que iban subiendo los pasajeros y luego se lanzó hacia las aguas de la laguna veneciana. Livvy se aferró a él y a la barandilla y vivió con gran emoción el trayecto hasta Venecia. Poco después enfilaban el Gran Canal. Había embarcaciones por todas partes: taxis privados, pequeñas barcazas cargadas con mercancías, la lancha motora de los carabinieri con la insignia de la policía, un vaporetto lleno de turistas, barcas de pesca, otros ferrys y, finalmente, decenas de góndolas. El agua turbia batía contra los escalones delanteros de elegantes palazzi construidos unos junto a otros. El campanile de la piazza San Marco se alzaba en la lejanía.
A Rick se le fue la vista hacia las cúpulas de centenares de viejas iglesias y tuvo la deprimente sensación de que acabaría familiarizado con la mayoría de ellas.