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Bajaron en una de las paradas del ferry cerca del Gritti Palace.

– Esto es lo único malo que tiene Venecia -dijo Livvy una vez en el paseo marítimo entablado-: tenemos que arrastrar las maletas hasta el hotel.

.Y así lo hicieron, las arrastraron por las calles abarrotadas, cruzaron con ellas los estrechos puentes y atravesaron callejones que nunca veían el sol. Livvy le había advertido que no cargara la maleta, aunque la de ella seguía siendo el doble de grande que la de Rick.

El hotel era una pequeña y pintoresca pensión alejada de la zona turística. La dueña, la signora Stella, una mujer de sesenta y tantos años, llena de vida, apostada detrás del mostrador, que fingió recordar a Livvy de su estancia anterior, hacía cuatro meses. Les dio una de las habitaciones que hacían esquina, un cuarto pequeño pero con bonitas vistas de la ciudad -plagada de iglesias- y con baño completo, algo que, como Livvy le explicó, no era lo más habitual en aquellos diminutos hoteles italianos. Rick se estiró en la cama, que crujió escandalosamente, aunque no tendría que preocuparse demasiado por aquello ya que Livvy no estaba por la labor teniendo Venecia ante ellos y tantas cosas por ver. Rick ni siquiera fue capaz de pactar una siesta.

Sin embargo, sí consiguió pactar una tregua. Su límite sería dos iglesias o palacios al día. Más allá de eso, tendría que ir sola. Pasearon por la piazza San Marco, la primera parada de todos los visitantes, y se pasaron la primera hora en la terraza de una cafetería con sus bebidas, observando a las enormes avalanchas de estudiantes y turistas que se paseaban por la magnífica plaza. Según Livvy, la plaza se había construido hacía cuatrocientos años, cuando Venecia era una ciudad estado rica y poderosa. El palacio del Dux ocupaba una de las esquinas, una fortaleza enorme que había protegido a Venecia durante setecientos años. La iglesia, o basílica, era inmensa y atraía grandes multitudes.

Livvy fue a comprar las entradas y Rick aprovechó para llamar a Sam. El entrenador estaba viendo la cinta del partido del día anterior entre el Bérgamo y el Milán, la típica tarea del lunes por la mañana de cualquier entrenador preparándose para la Super Bowl.

– ¿Dónde estás? -preguntó Sam.

– En Venecia.

– ¿Con esa jovencita?

– Tiene veintiún años, entrenador. Y sí, anda por aquí cerca.

– El Bérgamo es impresionante, ni una sola pérdida de balón y solo dos penalizaciones. Ganó por tres touchdowns. Ahora que ya no arrastran el peso de la racha ganadora, parece que juegan mejor que nunca.

– ¿Y Maschi?

– Brillante. Noqueó al quarterback en el tercer cuarto.

– Ya me han noqueado otras veces. Sospecho que pondrán a los dos estadounidenses detrás de Fabrizio y lo machacarán. Va a ser un día muy largo para el chaval. Adiós al juego aéreo. Y Maschi es muy capaz de contener el juego de carrera.

– Gracias a Dios que nos quedan los despejes -se burló Sam-. ¿Tienes un plan?

– Tengo un plan.

– ¿Te importaría compartirlo conmigo para que pueda dormir esta noche?

– No, todavía me falta darle unos retoques. Un par de días más en Venecia y tendré atados todos los cabos.

– Nos vemos el jueves por la tarde y hablamos.

– De acuerdo, entrenador.

Rick y Livvy recorrieron la basílica de San Marco, hombro con hombro con los turistas holandeses mientras su guía hablaba en la lengua solicitada. Al cabo de una hora, Rick huyó de allí y salió a tomarse una cerveza al sol del atardecer mientras esperaba pacientemente a Livvy.

Pasearon por el centro de Venecia y cruzaron el puente de Rialto sin comprar nada. Para ser hija de un médico adinerado, se moderaba mucho con los gastos. Hoteles pequeños, menús baratos, trenes, ferrys y una aparente preocupación por el valor de las cosas. Livvy insistía en correr con la mitad de todo, o al menos se ofrecía a hacerlo. Rick le había dicho en más de una ocasión que no era rico y que no le pagaban una fortuna, pero se negaba a preocuparse por el dinero y muchas veces no le dejaba pagar a ella.

La cama de armazón metálico acabó en medio de la habitación con el vaivén de una sesión amorosa a altas horas de la noche, lo que produjo el suficiente escándalo para obligar a la signora Stella a susurrarle algo con discreción a Livvy durante el desayuno del día siguiente.

– ¿Qué te ha dicho? -le preguntó Rick cuando Stella se hubo ido.

Livvy se inclinó hacia él, sonrojándose repentinamente.

– Anoche hicimos demasiado ruido -le dijo en voz baja-. Hubo quejas.

– ¿Y tú qué le has dicho?

– Que lo sentimos, pero que vamos a seguir haciéndolo.

– Esa es mi chica.

– No está muy de acuerdo, pero puede que nos traslade a otra habitación con una cama más pesada.

– Me encantan los retos.

En Venecia no existen las grandes avenidas. Las calles son estrechas y se retuercen y entretejen con los canales, cruzados por puentes de todo tipo que alguien se había entretenido en contar: unos cuatrocientos. Al final del miércoles Rick estaba seguro de haberlos cruzado todos.

Estaba apoltronado a la sombra del toldo de la terraza de una cafetería, dando lánguidas caladas a un habano y saboreando un Campari con hielo mientras esperaba a que Livvy despachara otra catedral, esta conocida como la iglesia de San Fantin. No se había cansado de ella, al contrario: la energía y la curiosidad de la joven lo animaban a usar el cerebro. Livvy era una compañía muy agradable, fácil de complacer y dispuesta a hacer cualquier cosa que le pareciera divertida. Rick todavía no había visto asomar a la niña rica malcriada, a la egocéntrica reina universitaria. Tal vez no existía.

Y tampoco estaba cansado de Venecia. De hecho, le encantaba la ciudad, sus infinitos rincones, sus callejones sin salida y sus plazas ocultas. El marisco era exquisito y estaba disfrutando de aquella tregua a la pasta. Estaba harto de iglesias, palazzi y museos, pero al menos habían conseguido despertar su interés por el arte y la historia de la ciudad.

Sin embargo, Rick era un jugador de fútbol americano y todavía quedaba un partido por delante. Un partido que tenía que ganar para justificar su presencia, su existencia y lo que le costaba al equipo, por ridículo que fuera. Temas económicos aparte, había sido quarterback en la NFL, y si no conseguía organizar una ofensiva para obtener una victoria más en Italia, entonces habría llegado el momento de colgar las botas.

A pesar de haber dejado caer que debía partir el jueves por la mañana, Livvy había hecho oídos sordos.

– Mañana tengo que estar en Parma -dijo Rick, mientras cenaban en el Fiore-. El entrenador Russo quiere que nos veamos por la tarde.

– Yo creo que me quedo aquí -contestó ella, sin vacilar. Lo tenía todo pensado.

– ¿Cuánto tiempo?

– Unos días más. Estaré bien.

Rick no lo dudaba. Aunque les gustaba estar juntos, ambos necesitaban su espacio y sabían desaparecer cuando era necesario. Livvy se las apañaba para viajar sola por el mundo mucho mejor que él. Nada le hacía perder los nervios o la intimidaba. Se adaptaba con gran rapidez, como un viajero experimentado, y no dudaba en utilizar su sonrisa y su belleza para obtener lo que quería.

– ¿Estarás de vuelta para la Super Bowl? -le preguntó Rick…

– ¿Cómo iba a perdérmela?

– Eres una listilla.

Pidieron anguila, mújol y sepia, y cuando estuvieron llenos, fueron a tomar algo al Harry's Bar, en el Gran Canal. Se sentaron muy juntitos en un rincón, observando a un grupo de escandalosos estadounidenses sin sentir nada de nostalgia.

– ¿Qué harás cuando acabe la temporada? -le preguntó Livvy.

Se había enroscado en uno de los brazos de Rick, quien le masajeaba las rodillas con una mano. Bebían despacio, como si fueran a pasar allí toda la noche.

– No lo sé. ¿Y tú? -dijo Rick.