– Tengo que volver a casa, pero no me apetece.
– Yo ni tengo que hacerlo ni me apetece, pero tampoco sé qué iba a hacer aquí.
– ¿Quieres quedarte? -preguntó, mientras conseguía arrimarse un poco más.
– ¿Contigo?
– ¿Tienes a alguien más en mente?
– No me refería a eso. ¿Vas a quedarte?
– Podrían convencerme.
Una cama más pesada, instalada en una habitación más grande, solucionó el problema de las quejas. Durmieron hasta bien entrado el jueves y luego se despidieron, apenados. Rick la saludó con una mano mientras el ferry se alejaba del muelle y se adentraba suavemente en el Gran Canal.
29
El sonido era vagamente familiar. Lo había oído antes, pero en su estado de coma profundo no conseguía recordar ni dónde, ni cuándo. Se incorporó en la cama, vio que pasaban cuatro minutos de las tres de la madrugada y empezó a situarse. Alguien llamaba a la puerta.
– ¡Voy! -gruñó, y el intruso o intrusa apartó el dedo del timbre blanco del descansillo.
Rick se puso unos pantalones cortos de deporte y una camiseta. Encendió las luces y en ese momento recordó al detective Romo y el no arresto de meses atrás. Pensó en Franco, su juez particular, y decidió que no tenía nada que temer.
– ¿Quién es? -le preguntó a la puerta, acercando la boca al pestillo.
– Estoy buscando a Rick Dockery.
– Pues ya lo ha encontrado. ¿Y ahora qué?
– Por favor. Tengo que ver a Livvy Galloway.
– ¿Es usted policía?
Rick pensó de repente en sus vecinos y en el jaleo que estaba armando con tanto grito a través de una puerta cerrada.
– No.
Rick descorrió el pestillo y se encontró cara a cara con un hombre fornido vestido con un traje negro barato. Cabeza grande, bigote poblado y profundas ojeras alrededor de los ojos. Seguramente arrastraba una larga historia con la botella.
– Me llamo Lee Bryson, investigador privado de Atlanta -se presentó, tendiéndole una mano.
– Encantado -contestó Rick, sin estrechársela-. ¿Quién es él?
Detrás de Bryson había un italiano de cara siniestra vestido con un traje oscuro que costaba unos dólares más que el de Bryson.
– Lorenzo. Es de Milán.
– Eso lo explica todo. ¿Es poli?
– No.
– Entonces ¿no hay polis?
– No, somos investigadores privados. Por favor, le agradecería que me dedicara diez minutos.
Rick los hizo pasar con un gesto y cerró la puerta. Los acompañó hasta el salón, donde se sentaron incómodos en el sofá, rodilla contra rodilla. Rick se apoltronó en una silla.
– Será mejor que valga la pena -les advirtió.
– Trabajo para ciertos abogados de Atlanta, señor Dockery. ¿Puedo llamarle Rick?
– No.
– De acuerdo. Dichos abogados están llevando el proceso de divorcio entre el doctor Galloway y la señora Galloway y me han enviado a ver a Livvy.
– No está aquí.
Bryson echó un vistazo a la habitación y sus ojos se detuvieron en un par de zapatos rojos de tacón que había en el suelo, junto al televisor. Luego en un bolso marrón en un extremo de la mesa. Lo único que faltaba era un sujetador colgando de la lámpara, con estampado de leopardo. Lorenzo no apartaba la vista de Rick, como si su papel consistiera en encargarse del sujeto en el caso de que fuera necesario. -Pues yo creo que sí -dijo Bryson.
– Me da igual lo que usted crea. Ha estado aquí, pero ya no está.
– ¿Le importa si echo un vistazo?
– Por supuesto que no, enséñeme la orden de registro e incluso podrá mirar en la ropa sucia. -Bryson volvió de nuevo su enorme cabeza-. Es un apartamento pequeño de tres habitaciones -añadió Rick-. Desde donde está sentado ve dos. Le prometo que Livvy no está en el dormitorio.
– ¿Dónde está?
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Me han enviado a buscarla. Ese es mi trabajo. Hay gente en casa que está muy preocupada por ella.
– Tal vez ella no quiera volver a casa. Tal vez quiera evitar a esa misma gente.
– ¿Dónde está?
– Está bien y le gusta viajar, así que va a costarle encontrarla.
Bryson se atusó el bigote y pareció sonreír.
– Puede que le resulte difícil viajar -dijo-. El visado expiró hace tres días.
Rick le concedió aquel punto, pero no cedió terreno.
– No es un delito grave.
– No, pero las cosas podrían ponerse feas. Tiene que volver a casa.
– Tal vez. Es libre de decirle lo que desee, y cuando lo haga, estoy seguro de que ella tomará la decisión que mejor le convenga. Es mayor de edad, señor Bryson, y muy capaz de decidir qué quiere hacer con su vida. No le necesita ni a usted, ni a mí, ni a nadie de casa.
La redada nocturna había fallado y Bryson inició la retirada. Sacó varios papeles del bolsillo del abrigo y los arrojó sobre la mesita de café.
– Este es el trato -dijo, intentando aportar un poco de dramatismo-. Ahí hay un billete de ida de Roma a Atlanta para este domingo. Si ella aparece, nadie hará preguntas sobre el visado, ya nos hemos encargado de ese pequeño problema. Si no aparece, entonces estará aquí sin permiso y sin la documentación necesaria.
– Me parece muy bien, pero está hablando con la persona equivocada. Como ya le he dicho, la señorita Galloway toma sus propias decisiones. Yo solo le proporciono alojamiento cuando está de paso.
– Pero hablará con ella.
– Tal vez, pero no le garantizo que la vea antes del domingo o del mes que viene, para el caso. Le gusta ver mundo.
No había nada más que Bryson pudiera hacer. Le habían pagado para que encontrara a la chica, la amenazara un poco, la asustara para que volviera a casa y le entregara el billete. Aparte de eso, no estaba autorizado a hacer nada más. Ni en suelo italiano ni en ningún otro sitio.
Se puso en pie y Lorenzo lo imitó. Rick no se levantó de la silla.
– Soy seguidor de los Falcons -dijo Bryson, deteniéndose junto a la puerta-. ¿No estuvo en Atlanta hace unos años?
– Sí -se apresuró a contestar Rick, sin más.
Bryson echó un vistazo al apartamento. Una tercera planta sin ascensor. Un edificio antiguo en una calle estrecha de una ciudad antigua. Estaba a una gran distancia de los focos de la NFL.
Rick aguantó la respiración y se preparó para el golpe bajo. Tal vez un: «Veo que al final ha encontrado su sitio». O un: «Un bonito paso adelante en su carrera».
Sin embargo, fue él quien llenó el silencio preguntándole cómo lo había encontrado.
– Una de las compañeras de cuarto de Livvy recordaba su nombre -contestó Bryson, abriendo la puerta.
Casi era mediodía cuando Livvy contestó a su llamada. Estaba comiendo fuera, en la piazza San Marco, mientras alimentaba a las palomas. Rick le relató la visita de Bryson.
Al principio, la joven reaccionó con indignación; ¿cómo se atrevían sus padres a seguirla y a meterse en su vida? Estaba indignada con los abogados que habían contratado a los matones que habían irrumpido en el apartamento de Rick a esas horas intempestivas. Estaba indignada con su compañera de cuarto por chivarse. Cuando se tranquilizó, se impuso la curiosidad por saber cuál de sus padres estaría detrás de todo aquello. Que pudieran estar trabajando juntos quedaba totalmente descartado. Luego recordó que los abogados de su padre eran de Atlanta, mientras que los de su madre eran de Savannah.
Cuando Livvy le pidió su opinión, Rick, quien apenas había pensado en otra cosa desde hacía horas, le recomendó que cogiera el billete y volviera a casa. Una vez allí, podría solucionar lo del visado y, con un poco de suerte, regresar lo antes posible.
– No lo entiendes -dijo ella más de una vez, y tenía razón.
La desconcertante explicación era que jamás podría utilizar el billete enviado por su padre porque había conseguido manipularla durante veintiún años y ya estaba harta. Si volvía a Estados Unidos, sería poniendo ella las condiciones.