– Pues claro que no. Tomé medidas. Hay que ser precavido.
– Bueno, no puede hacerlo público hasta que no te notifique la demanda y si no puede encontrarte, no puede entregártela.
Rick lo sabía muy bien, ya lo habían demandado antes.
– Me esconderé en Florida durante un tiempo. Allí no podrán encontrarme.
– Yo no estaría tan seguro. Esos abogados son bastante agresivos y van en busca de publicidad. Hay formas de dar con la gente. -Hizo una pequeña pausa antes de utilizar el golpe de efecto-. Pero no pueden entregarte la notificación en Italia.
– No he estado nunca en Italia.
– Siempre hay una primera vez.
– Deja que lo piense.
– Por supuesto.
Rick no tardó en quedarse dormido. Había caído en un profundo sueño de diez minutos cuando una pesadilla lo despertó de la siesta con un sobresalto. Las tarjetas de crédito dejan rastro. Estaciones de servicio, moteles, bares de carretera… todos esos lugares estaban conectados a una inmensa red de información electrónica que viajaba por todo el mundo en una fracción de segundo y estaba seguro de que un obseso de la informática con un ordenador potente podía acceder aquí o allá por un buen pellizco para encontrar el rastro y enviar tras él a los sabuesos con una copia de la demanda de paternidad de Tiffany. Más titulares. Más problemas legales.
Cogió la bolsa, que todavía no había deshecho, y huyó del hotel. Estuvo conduciendo una hora más, bastante atontado por la medicación, y encontró un tugurio donde podía alquilarse una habitación barata por horas o por toda una noche y donde aceptaban dinero en efectivo. Se derrumbó sobre la polvorienta cama y no tardó en caer en un profundo sueño de torres inclinadas y ruinas romanas, roncando a pleno pulmón.
4
El entrenador Russo leía la GazzettadiParma mientras esperaba pacientemente sentado en un asiento de plástico duro en la estación de tren de Parma. No le gustaba tener que admitir que estaba un poco nervioso. Su nuevo quarterback y él habían charlado una sola vez por teléfono mientras él, el quarterback, estaba en un campo de golf en Florida, y la conversación había dejado bastante que desear. No parecía que a Dockery le apeteciera demasiado jugar en Parma, aunque encontraba atractiva la idea de vivir en el extranjero durante unos meses. En realidad, parecía que a Dockery no le apetecía jugar en ningún sitio. El tema del «Mayor asno de todos los tiempos» había trascendido y el quarterback seguía siendo la puntilla de muchos chistes. Era un jugador de fútbol americano y necesitaba jugar, aunque no estaba seguro de que quisiera probar otra forma de entender el fútbol.
Dockery había dicho que no hablaba ni una palabra de italiano, pero que había estudiado español en el instituto. Genial, pensó Russo. No habría problema.
Sam nunca habla entrenado a un quarterback profesional. El último había jugado, aunque muy poco, en la Universidad de Delaware. ¿Cómo encajaría Dockery? El equipo estaba encantado de contar con alguien con tanto talento como él, pero ¿lo aceptarían? ¿Podría ser que su actitud creara mal ambiente en el vestuario? ¿Se dejaría entrenar?
El Eurostar procedente de Milán entró en la estación puntualmente, como siempre. Las puertas se abrieron de golpe y los pasajeros se apearon de los vagones. Estaban a mitad de marzo y la mayoría de la gente se protegía del frío con pesados y oscuros abrigos, todavía envuelta en ropa para resguardarse del invierno, a la espera de la llegada del buen tiempo. Y luego estaba Dockery, recién llegado del sur de Florida con su llamativo bronceado y ataviado para ir a tomar unos refrescos al club de campo: americana de lino de color crema, camisa de color amarillo limón con un estampado tropical, pantalones de sport blancos que terminaban en unos tobillos bronceados y desnudos y mocasines de piel de cocodrilo que tiraban más a granate que a marrón. Estaba peleándose con dos monstruosas maletas a juego con ruedas, tarea casi imposible por culpa del abultado juego de palos de golf que llevaba colgado a la espalda.
El quarterback ya estaba allí.
Sam observó la escena y adivinó al instante que Dockery nunca había subido antes a un tren.
– Rick, soy Sam Russo -se presentó, acercándose al fin.
Rick esbozó media sonrisa mientras recogía sus cosas con brusquedad y conseguía volver a echarse los palos de golf a la espalda.
– Eh, entrenador -contestó Rick.
– Bienvenido a Parma. Deja que te eche una mano.
Sam cogió una maleta y se dirigieron hacia la salida de la estación.
– Gracias. Hace bastante frío por aquí.
– Más que en Florida. ¿Qué tal el vuelo?
– Bien.
– Por lo que veo juegas bastante al golf.
– Sí. ¿Cuándo sube la temperatura?
– De aquí a un mes, más o menos.
– ¿Hay muchos campos por la zona?
– No, que yo sepa ni uno.
Habían salido y se habían detenido frente al pequeño y cuadrado coche de Sam.
– ¿Vamos en eso? -preguntó Rick, echando un vistazo a su alrededor y fijándose en el diminuto tamaño de los demás coches.
– Mete eso en el asiento de atrás -dijo Sam.
Abrió el maletero y encajó una de las maletas en el reducido espacio. No había sitio para la otra, así que acabó en el asiento trasero, encima de los palos de golf.
– Menos mal que no hice más equipaje -musitó Rick.
Subieron al coche. Rick rozaba el uno noventa, por lo que las rodillas tocaban el salpicadero y el asiento se negaba a deslizarse hacia atrás por culpa de los palos de golf.
– Los coches de por aquí no son muy grandes, ¿eh? -observó.
– Y que lo digas. La gasolina cuesta un dólar con veinte el litro.
– ¿Y el galón?
– Aquí no se usan los galones, se usan los litros.
Sam encendió el motor y se alejaron de la estación.
– Vale, ¿cuánto es eso en galones? -insistió Rick.
– Bueno, un litro no llega a un cuarto de galón.
Rick le dio un par de vueltas a la ecuación mientras contemplaba los edificios de la Strada Garibaldi por la ventanilla, con la mirada perdida.
– Ya, ¿cuántos cuartos hay en un galón?
– ¿A qué universidad fuiste?
– ¿Y usted?
– A Bucknell.
– No he oído hablar de ella. ¿Juegan al fútbol americano?
– Sí, pero a un nivel muy modesto, nada que ver con los Diez Grandes. Cada galón se compone de cuatro cuartos, así que un galón aquí vale cinco dólares.
– Esos edificios son muy viejos -comentó Rick.
– Por algo lo llaman el Viejo Continente. ¿Qué estudiabas en la universidad?
– Educación física. Animadoras.
– ¿Estudiaste historia?
– Odiaba la historia. ¿Por qué?
– Parma tiene más de dos mil años y posee una historia interesante.
– Parma -dijo Rick en un suspiro y se hundió varios centímetros, como si la mera mención del lugar significara fracaso. Rebuscó algo en un bolsillo de la americana y sacó el móvil, aunque no lo abrió-. ¿Qué cono estoy haciendo en Parma, Italia? -comentó, aunque más que una pregunta fue una especie de declaración.
Sam no supo qué responder, así que decidió recurrir a su oficio de guía.
– Esto es el centro, la parte más antigua. ¿Es la primera vez que visitas Italia?
– Sí, ¿qué es eso?
– Es el Palazzo della Pilotta. Se empezó a construir hace cuatrocientos años, pero nunca lo acabaron. Los aliados lo bombardearon de lo lindo en mil novecientos cuarenta y cuatro.
– ¿Bombardeamos Parma?
– Lo bombardeamos todo, incluso Roma, pero dejamos en paz al Vaticano. Los italianos, como recordarás, tenían a un gobernante llamado Mussolini, quien se alió con Hitler. No fue una buena decisión, aunque a los italianos nunca les entusiasmó la idea de la guerra. Se les da mucho mejor la cocina, el vino, los coches deportivos, la moda y el sexo.