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– Puede que me guste este lugar.

– Te gustará. Y les encanta la ópera. Allí, a la derecha, tienes el teatro Regio, el famoso teatro de la ópera. ¿Has ido a alguna?

– Sí, claro, en Iowa es lo que hacemos todos los días. Me pasé la mayor parte de mi infancia en la ópera. ¿Está de guasa? ¿Qué hago yo en la ópera?

– Ahí está el duomo -dijo Sam.

– ¿El qué?

– El duomo, la catedral. Ya sabes, como el Superdome, el Carrier Dome.

Rick no respondió. Guardó silencio unos instantes, como si le incomodara el recuerdo de aquellas bóvedas y estadios y los partidos con que estaban relacionados. Habían llegado al centro de Parma, donde había peatones por todas partes y los coches estaban aparcados pegados.

– La mayoría de las ciudades italianas están dispuestas alrededor de una especie de plaza central llamada piazza -se decidió a continuar Sam-. Esta es la piazza Garibaldi. Aquí hay muchas tiendas, cafeterías y peatones. Los italianos pasan mucho tiempo sentados en las terrazas de las cafeterías saboreando un café y leyendo. Es una costumbre que no está mal.

– No bebo café.

– Siempre hay una primera vez para todo.

– ¿Qué piensan los italianos de los estadounidenses?

– Supongo que les gustamos, aunque no es un tema que les quite el sueño. Si les preguntas en profundidad, creo que desaprueban nuestro gobierno, pero en general les trae sin cuidado. Les chifla nuestra cultura.

– ¿Incluso el fútbol americano?

– Hasta cierto punto. Allí hay un bar pequeñito que está muy bien. ¿Quieres tomar algo?

– No, es demasiado temprano.

– No me refiero a alcohol. Aquí un bar es como una pequeña tasca o una cafetería, un sitio donde se reúne la gente.

– Paso.

– De todos modos, la marcha está en el centro de la ciudad. Tu piso queda a unas calles de aquí.

– Qué emoción. ¿Le importa si hago una llamada?

– Prego.

¿Qué?

– Prego. Significa que adelante.

Rick aporreó los números mientras Sam conducía el coche a través del tráfico de última hora de la tarde. Cuando Rick miró por la ventanilla, Sam apretó el botón de la radio y una ópera a bajo volumen empezó a oírse en la parte de atrás. La persona con quien Rick deseaba hablar no estaba disponible. El quarterback no dejó ningún mensaje de voz. Cerró el móvil y lo devolvió al bolsillo.

Sam pensó que seguramente se trataría de su agente. O tal vez de una novia.

– ¿Tienes novia? -preguntó Sam.

– Nadie en concreto. Muchas seguidoras de la NFL, pero son más cortas que las mangas de un chaleco. ¿Y usted?

– Llevo once años casado, sin hijos.

Cruzaron un puente llamado el Ponte Verdi.

– Este es el río Parma. Divide la ciudad.

– Precioso.

– Ante nosotros está el Parco Ducale, el mayor parque de la ciudad. Es muy bonito. A los italianos se les dan muy bien los parques, la jardinería y esas cosas.

– No está mal.

– Me alegro de que te guste. Es un lugar perfecto para pasear, llevar a una chica, leer un libro o tumbarse a tomar el sol.

– No suelo pasar mucho tiempo en los parques.

Qué sorpresa.

Dieron media vuelta, volvieron a cruzar el puente y no tardaron en cruzar las estrechas calles de una sola dirección a toda velocidad.

– Pues ya has visto la mayor parte del centro de Parma -dijo Sam.

– Qué bien.

Doblaron hacia una calle ventosa, unas cuantas manzanas al sur del parque, hacia via Linati.

– Es allí -dijo Sam, señalando una larga hilera de edificios de cuatro plantas, pintados cada uno de un color distinto-. El segundo, el que tiene un color así como amarillo dorado. Tu apartamento está en la tercera planta. Esta parte de la ciudad es bonita. El signor Bruncardo, el dueño del equipo, también es el propietario de varios de esos edificios. Por eso vives en el centro, que es más caro.

– ¿Y esos tipos de verdad juegan sin cobrar? -preguntó Rick, meditando sobre algo que había quedado pendiente de una conversación anterior.

– Los estadounidenses cobran, tú y otros dos más, este año solo tres, pero nadie cobra más que tú. Sí, los italianos juegan por amor al fútbol. Y por la pizza de después del partido. -Se hizo un breve silencio-. Te gustarán -añadió.

Era su primer intento de cohesionar el espíritu de equipo. Si el quarterback no estaba contento, habría muchos problemas.

Consiguió encajar el coche en un espacio que era la mitad de su tamaño y descargaron el equipaje y los palos de golf. No había ascensor, pero la escalera era más ancha de lo normal. El apartamento estaba amueblado y tenía tres habitaciones: un dormitorio, un cuarto de estar y una cocina pequeña. Teniendo en cuenta que el nuevo quarterback venía de la NFL, el signor Bruncardo se había apresurado a darle una nueva capa de pintura a las paredes y a comprar alfombras nuevas, cortinas y muebles para la sala de estar. Incluso habían colgado algunos cuadros ostentosos de arte contemporáneo.

– No está mal -opinó Rick.

Russo suspiró aliviado. Conocía muy bien cómo estaba el mercado inmobiliario urbano en Italia: la mayoría de los apartamentos eran pequeños, viejos y caros. Si el quarterback quedaba decepcionado, el signor Bruncardo también lo estaría y las cosas se complicarían.

– En el mercado, esto costaría unos dos mil euros al mes -dijo Sam, intentando impresionarlo.

Rick dejó los palos de golf con cuidado en el sofá.

– Bonito lugar -dijo.

Había perdido la cuenta de la cantidad de apartamentos por los que había pasado en los últimos seis años. Las constantes mudanzas, a menudo apresuradas, lo habían inmunizado ante cualquier apreciación sobre el espacio, la decoración o los muebles.

– ¿Qué tal si te cambias y nos vemos abajo? -propuso Sam.

Rick echó un vistazo a los pantalones blancos y los morenos tobillos y estuvo a punto de decir que ya iba bien así, pero enseguida captó el mensaje.

– Vale, tardaré cinco minutos -acabó diciendo.

– Hay una cafetería a dos manzanas de aquí, a la derecha -dijo Sam-. Estaré fuera, en una mesa, tomando un café.

– Muy bien, entrenador.

Sam pidió un café y abrió el periódico. Estaba húmedo y el sol se había posado tras los edificios. Los estadounidenses siempre pasaban por un breve período de complicada adaptación cultural. El idioma, los coches, las calles estrechas, los alojamientos reducidos, el confinamiento de las ciudades… Era abrumador, especialmente para los chicos de clase media o baja que apenas habían viajado. En los cinco años que llevaba como entrenador de los Panthers de Parma, Sam solo había conocido a un jugador estadounidense que hubiera estado en Italia antes de unirse al equipo.

Dos de los tesoros nacionales de Italia solían aclimatarlos: la gastronomía y las mujeres. El entrenador Russo no se inmiscuía en lo segundo, pero conocía el poder de la cocina italiana. El señor Dockery no tenía ni idea de lo que se avecinaba: iba a enfrentarse a una cena de cuatro horas.

Llegó diez minutos después, con el móvil en la mano, por descontado, y con mejor aspecto: blazer azul marino, téjanos descoloridos, calcetines oscuros y zapatos.

– ¿Un café? -preguntó Sam.

– Un refresco.

Sam se dirigió al camarero.

– ¿Así que usted habla el idioma? -dijo Rick, metiendo el móvil en el bolsillo.

– Llevo cinco años viviendo aquí y, como ya te he dicho, mi mujer es italiana.

– ¿Los otros yanquis han aprendido la lengua?

– Algunas palabras, sobre todo lo que aparece en el menú.

– Solo tenía curiosidad por saber cómo debo comunicar las jugadas en el agrupamiento.

– Lo hacemos en inglés. A veces los italianos entienden las jugadas y a veces no.

– Como en la universidad -comentó Rick, y ambos se echaron a reír. Le dio un trago a su refresco y añadió-: No pienso preocuparme por el idioma, demasiadas molestias. Cuando jugaba en Canadá, muchos hablaban francés, pero eso nunca entorpeció el juego porque todo el mundo también hablaba inglés.