– Aquí no todo el mundo habla inglés, te lo aseguro.
– Ya, pero todo el mundo entiende la American Express y los dólares.
– Puede. No es mala idea aprender la lengua. La vida será más fácil y tus compañeros te adorarán.
– ¿Que me adorarán? ¿Ha dicho que me adorarán? No he adorado a un compañero de equipo desde que estaba en la universidad.
– Esto es como la universidad, una gran fraternidad con tipos a los que les gusta lanzarse de cabeza, darse de bofetadas durante un par de horas y luego irse a beber cerveza. Si te aceptan, y estoy seguro de que lo harán, estarán dispuestos a matar por ti.
– ¿Saben lo de, esto… ya sabe, mi último partido?
– No se lo he preguntado, pero estoy seguro de que algunos sí. Les encanta el fútbol americano y ven muchos partidos. Pero no te preocupes, Rick, están encantados de que estés aquí. Estos tipos no han ganado nunca la Super Bowl italiana y están convencidos de que este es su año.
Tres signorine que pasaban por la calle llamaron su atención. Cuando las perdió de vista, Rick miró alrededor y creyó encontrarse perdido en otro mundo. A Sam le gustaba el muchacho y sintió lástima por su quarterback. El joven había tenido que soportar un alud de ridículo público jamás visto antes en el fútbol americano profesional y allí estaba, en Parma, solo y desconcertado. Parma era el lugar ideal para él, al menos por el momento.
– ¿Quieres ver el campo? -preguntó Sam.
– Claro, entrenador.
Por el camino, Sam le señaló otra calle.
– Hay una tienda de ropa de hombre al final de la calle que está muy bien. Deberías pasarte por allí.
– Tengo de sobra.
– Hazme caso, deberías pasarte por allí. Los italianos cuidan mucho su imagen y te mirarán de arriba abajo, hombres y mujeres. Aquí uno nunca va demasiado elegante.
– El idioma, la ropa, ¿algo más, entrenador?
– Sí, un pequeño consejo: intenta pasártelo bien. Es una ciudad maravillosa y estarás poco tiempo por aquí.
– Claro, entrenador.
5
El Stadio Lanfranchi se encuentra al noroeste de Parma, dentro de los límites de la ciudad, pero alejado de los edificios antiguos y las calles estrechas. Es un campo de rugby, donde juegan dos equipos profesionales, que los Panthers alquilan para practicar fútbol americano. Las gradas laterales están resguardadas por una cubierta, cuenta con cabinas para la prensa y con una superficie de hierba natural bien cuidada a pesar del ajetreo que tiene que soportar.
En el Stadio Tardini, un campo bastante más grande, a un kilómetro y medio al sudeste de la ciudad, se juega al fútbol europeo y atrae a una mayor cantidad de público, que se reúne allí para celebrar la actual razón de vivir de Italia. Aunque tampoco hay mucho que celebrar. El humilde equipo parmesano a duras penas se mantiene en la primera división de la prestigiosa liga italiana de fútbol. A pesar de todo, el equipo todavía consigue arrastrar a sus fieles; unos treinta mil sufridos seguidores los siguen con devoción religiosa un año tras otro, partido tras partido.
Esos son unos veintinueve mil más de los que suelen ir a ver a los partidos de los Panthers en el Stadio Lanfranchi. A pesar de dar cabida hasta a tres mil seguidores, casi nunca consiguen vender todas las localidades. De hecho, no hay nada que vender: la entrada es gratuita.
Rick Dockery caminó lentamente hasta la mitad del campo mientras las sombras se alargaban a sus pies, con las manos metidas en los bolsillos del tejano y los andares sin rumbo de un hombre en otro mundo. De vez en cuando se detenía y pisoteaba el suelo con el mocasín para comprobar la consistencia del césped. No había pisado un campo desde el último partido en Cleveland.
Sam estaba sentado en la quinta fila de la zona local, observando a su quarterback y preguntándose qué estaría pensando.
Rick pensaba en una concentración de pretemporada que había realizado en verano, no hacía mucho; un breve pero despiadado suplicio con un equipo profesional, aunque no recordaba exactamente con cuál. Ese verano, la concentración se había llevado a cabo en una pequeña universidad con un campo similar al que ahora estaba inspeccionando. Una universidad que jugaba en tercera, una diminuta institución con su obligatoria residencia rústica de estudiantes, su cafetería y sus vestuarios diminutos, el típico lugar que algunos equipos de la NFL elegían para que la concentración fuera lo más dura y austera posible.
Y también pensaba en el instituto. En Davenport South había jugado todos los partidos delante de más gente, tanto en casa como fuera. El tercer año de instituto perdió la final estatal ante once mil personas, una cifra tal vez algo baja para las que suelen reunirse en Texas, pero aun así una buena asistencia para tratarse de fútbol americano de instituto y en Iowa.
Sin embargo, en aquellos momentos Davenport South quedaba muy lejos, igual que muchas otras cosas que en alguna ocasión le parecieron importantes. Se detuvo en la zona de anotación y observó atentamente los postes, que eran un poco extraños: altos, pintados de azul y amarillo, asegurados al suelo y envueltos con colchonetas verdes donde se anunciaba una cerveza. Rugby.
Subió los escalones y se sentó junto al entrenador.
– ¿Qué te parece? -preguntó Sam.
– Bonito campo, pero le faltan algunas yardas.
– Diez, para ser exactos. Los postes tienen una separación de 110 yardas, pero necesitamos veinte para las dos zonas de anotación, así que jugamos en lo que queda, en las 90 yardas restantes. La mayoría de los campos en los que jugamos están pensados para el rugby; por lo tanto tenemos que apañarnos con lo que hay.
Rick se lamentó y sonrió.
– Pues vale.
– No tiene nada que ver con el estadio de los Browns, en Cleveland.
– Gracias a Dios. Cleveland nunca me gustó, ni la ciudad, ni los seguidores, ni el equipo, y odiaba el campo. Estaba junto al lago Erie, viento cortante y un suelo duro como el cemento.
– ¿Qué parada te ha gustado más?
Rick soltó una risa forzada.
– Parada, se podría describir así. He estado aquí y allí, pero nunca he encontrado mi sitio. Dallas, supongo. Prefiero el tiempo un poco más cálido. -El sol casi se había puesto y el aire se estaba volviendo más frío. Rick metió las manos en los bolsillos del tejano ajustado-. Bueno, hábleme del fútbol americano en Italia. Cuándo llegó aquí y eso.
– Los primeros equipos aparecieron hace unos veinte años y se extendieron como la pólvora, sobre todo aquí, en el norte. La Super Bowl de 1990 atrajo a cerca de veinte mil seguidores, aunque el año pasado fueron muchos menos. Luego decayó por un tiempo, pero ahora vuelve a estar en auge. Hay nueve equipos en primera, unos veinticinco en segunda y los pequeños juegan al fútbol flag.
Se hizo otro silencio mientras Rick volvía a recolocar las manos. Los dos meses en Florida le habían dejado un bronceado intenso, pero también la piel sensible. El moreno estaba empezando a desaparecer.
– ¿Cuántos seguidores vienen a ver a los Panthers?
– Depende. La entrada es gratuita, así que nadie lo cuenta. Tal vez unos mil, pero cuando viene el Bérgamo no queda ni un asiento libre.
– ¿El Bérgamo?
– Los Lions de Bérgamo, los eternos campeones.
Rick lo encontró divertido.
– Lions y Panthers. ¿Todos llevan nombres de la NFL?
– No, también están los Warriors de Bolonia, los Gladiatori de Roma, los Rhinos de Milán, los Marines Lazio, así como los Dolphins de Ancona y los Giants de Bolzano.
Rick rió entre dientes al oír los nombres.
– ¿Qué tiene de gracioso? -preguntó Sam.