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Mientras seguía reflexionando observé a cierta distancia, en una verde pradera, la figura oscura de una mujer que se movía en dirección hacia mí, pero sin verme. Aunque era joven caminaba lentamente, apesadumbrada, ausente, sin rumbo fijo.

Es poco común encontrarse con una mujer sin acompañamiento en las afueras de una ciudad, aun cerca de los muros. Me sentí sobresaltado al verla sola en ese paraje salvaje y desierto, alejada de los caminos y las ciudades.

Decidí esperar que se aproximara; me sentía confundido.

En Gor una mujer normalmente sólo viaja con una escolta de guardianes adecuadamente armados. En ese mundo bárbaro, las mujeres desgraciadamente a menudo son consideradas meros objetos de conquista y no personas, seres humanos con derechos, dignos de consideración. Se las veía más bien como esclavas destinadas al placer, prisioneras adornadas, bellos objetos para los jardines de sus conquistadores. Existe un dicho en Gor según el cual las leyes de una ciudad no rigen más allá de sus murallas.

La mujer todavía no me había visto. Me apoyé sobre mi lanza y esperé.

La ruda intuición de la captura es un componente esencial en la vida goreana. Se considera un mérito el rapto de mujeres de una ciudad extranjera, preferentemente enemiga. Quizá esta institución, que a primera vista parece tan deplorable, es provechosa desde el punto de vista de la raza, ya que impide la endogamia paulatina en ciudades que, de otra manera, se hallarían en gran medida aisladas, autosuficientes. Pocos parecen oponerse a esta institución, ni siquiera las mujeres que podrían parecer víctimas de ella. Al contrario, a pesar de que pueda resultar increíble, hay algunas cuya vanidad se siente terriblemente herida, cuando no se considera que vale la pena correr por ella los riesgos, que generalmente consisten en mutilación o empalamiento. Una cruel cortesana de la gran ciudad de Ar, que hoy no es más que una vieja bruja sin dientes, se jactaba de que más de cuatrocientos hombres habían muerto a causa de su belleza.

¿Por qué se encontraba sola la joven?

¿Habrían matado a sus protectores? ¿Sería acaso una esclava fugitiva, que huía de un dueño odiado? ¿Acaso podría ser, como yo, una exiliada de Ko-ro-ba? Los habitantes de esta ciudad habían sido dispersados, me dije, y ni dos piedras ni dos personas de Ko-ro-ba podían volver a juntarse nuevamente. Me rechinaron los dientes. Este pensamiento me perseguía.

Si efectivamente esa mujer era oriunda de Ko-ro-ba, no podía quedarme a su lado o ayudarla por su propia seguridad. Significaría la muerte llameante, probablemente para los dos. Una vez había visto morir a un hombre en la muerte llameante, al Iniciado Supremo de Ar, consumido por una repentina llamarada de fuego azul, que indicaba la ira de los Reyes Sacerdotes. A pesar de las escasas posibilidades que tenía de salvarse de los animales salvajes o de los traficantes de esclavos, su situación era mejor que si trataba conmigo y conjuraba así la ira de los Reyes Sacerdotes.

En el caso de que se tratara de una mujer libre y no desgraciada, su presencia en este lugar denotaba imprudencia y necedad.

Ella tenía que saberlo, pero no parecía importarle.

La naturaleza de la institución goreana de la captura quizá se vuelva más comprensible si decimos que a menudo se cuenta entre las primeras tareas de los jóvenes tarnsmanes la captura de una esclava para su propia morada. Cuando lleva a su casa a la cautiva, que yace desnuda delante de él en la silla de montar, la pone en manos de sus hermanas que bañan a la muchacha, la perfuman y la visten con las ropas propias de una esclava.

Esa misma noche se realiza una gran fiesta, en la que se presenta a la cautiva, que para esa ocasión viste la seda roja y transparente de las danzas goreanas. Campanas pequeñas resuenan en sus tobillos y las manos esposadas. Orgullosamente el joven la presenta a sus padres, amigos y compañeros de lucha.

Mientras resuenan festivamente las flautas y los tambores, la muchacha se arrodilla. El joven se acerca y le coloca un collar de esclava, en el que están grabados su nombre y su ciudad.

La muchacha no olvidará jamás el sonido del “clic” de su collar de esclava.

A continuación felicitan al joven. Este regresa, a su sitio; se instala entre sus familiares, se sienta, de acuerdo con el uso goreano con las piernas cruzadas, detrás de una mesa de madera larga y baja, repleta de comida.

Entonces todas las miradas se dirigen hacia la muchacha.

Se le quitan las esposas que traban sus movimientos. Ella se levanta. Sus pies se mueven descalzos sobre la alfombra gruesa y ornamentada que cubre el suelo de la habitación. Las campanitas suenan levemente. Está enojada, desafiante. Aunque sólo está vestida con un traje de seda transparente, se mantiene erguida y alza orgullosa la cabeza. Está decidida a no dejarse dominar, a no someterse. Con los puños apretados, se encuentra de pie en el medio de la habitación, sola, con todas las miradas fijas en ella, hermosa bajo la luz de las lámparas colgantes.

Se dirige hacia el joven cuyo collar lleva.

—¡Nunca me domarás! —grita.

Su exclamación provoca risas, comentarios escépticos y algunas burlas benévolas.

—Te domaré a la manera que más me plazca a mí —responde el joven y hace señas a los músicos.

Nuevamente se escucha la música. Quizá la muchacha vacile. De la pared pende un látigo para los esclavos. Finalmente comienza a bailar para su dueño al ritmo de la música bárbara y embriagadora de las flautas y tambores; al hacerlo, las campanas en sus tobillos subrayan cada movimiento, los movimientos de una muchacha que ha sido robada de su hogar, y que ahora debe vivir para agradar al audaz extraño cuyo collar siente en el cuello.

Al final del baile recibe una copa de vino, pero no puede beberla. Se acerca al joven, se postra delante de él, las rodillas en la posición prescrita para la esclava de placer y con la cabeza gacha le ofrece el vino.

El joven bebe. Nuevamente los espectadores lo felicitan, y la fiesta comienza, pues nadie puede empezar a comer antes que él en esta ocasión. Desde este instante las hermanas no servirán nunca más a su hermano, ya que ésta es ahora la tarea de la muchacha. Ella es su esclava.

Mientras le sirve una y otra vez durante la larga fiesta le mira furtivamente y observa que es aún más atractivo que lo que ella había creído. En cuanto a su fuerza y su valor, el joven ya ha dado pruebas positivas. Come y bebe abundantemente durante esta fiesta triunfal, y la joven le examina una y otra vez con una extraña mezcla de temor y alegría.

—Sólo un hombre como éste —se dice— podría domarme.

Quizá habría que añadir que el amo goreano, si bien es severo, raramente es cruel. La muchacha sabe que su vida será fácil si complace a su amo. No se la trata con sadismo o maldad, ya que el clima psicológico en el que brotan tales enfermedades es prácticamente desconocido en Gor. Ello no significa que no será castigada si en alguna ocasión desobedece a su amo o provoca su disgusto. Por otra parte, hay casos en que la relación entre amo y esclava se vuelve más estrecha, de una manera muy particular.

Me pregunté si la muchacha que se aproximaba sería bonita, y sonreí para mis adentros.

Paradójicamente, el goreano, que en algunos aspectos parece tener tan poco en cuenta a la mujer, en otros la aprecia de modo extravagante. Es sumamente sensible a la belleza que alegra su corazón, y sus canciones y su arte se relacionan a menudo con esto. Las mujeres goreanas, ya sean esclavas o mujeres libres, saben que su mera presencia regocija a los hombres, y no puedo creer que esta circunstancia no les agrade.

Llegué a la conclusión de que la muchacha debía ser hermosa. Quizá esto se relacionara con su porte, sutil y agraciado, algo que no podían ocultar ni su abatimiento, su paso lento, su evidente agotamiento, ni siquiera las toscas y pesadas ropas que vestía. Semejante muchacha, estaba seguro, indudablemente tenía un amo o bien, y así lo deseaba pensando en su propio interés, un compañero y protector.