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En Gor no existe el matrimonio tal como nosotros lo conocemos, pero existe la institución del así llamado Compañerismo Libre, que es lo que más se le aproxima. Resulta sorprendente que una mujer, que es comprada a sus padres por unos tarns o por oro, sea considerada una Compañera Libre, aunque no hubiera sido consultada en la transacción. Aun más: una mujer libre puede también, por propia iniciativa, dar su consentimiento para convertirse en compañera de un hombre. Y no es poco frecuente que ciertos amos concedan la libertad a una de sus esclavas para convertirla en Compañera Libre, con todos los derechos y privilegios que ello implica. En Gor se puede tener, en un momento dado, tantas esclavas como se desee, pero sólo una Compañera Libre. Tales vínculos no se contraen, pues, con ligereza y por lo general sólo son destruidos por la muerte. El goreano, como sus hermanos en nuestro mundo, y quizá con mayor frecuencia que nosotros, llega a conocer el verdadero sentido del amor.

La muchacha se encontraba ya bastante cerca de mí, pero todavía no me había visto. Llevaba la cabeza gacha. Vestía ropas que la ocultaban, confeccionadas sólo con una arpillera tosca. Sus ropas estaban rotas y sucias. Todo en ella indicaba miseria y abatimiento.

—Tal —dije en voz baja, para no asustarla demasiado, alzando mi brazo con un leve saludo.

A pesar de que todavía no me había visto, apenas pareció sorprendida. Era sin duda el instante que había estado esperando desde hacía muchos días. Alzó la cabeza y me miró, con sus hermosos ojos grises apenados. No parecía interesarse por mí, ni por su destino.

Durante un instante nos contemplamos sin hablarnos.

—Tal, guerrero —dijo suavemente, con voz inexpresiva.

A continuación hizo algo increíble, tratándose de una mujer goreana.

En silencio apartó lentamente el velo de su rostro y lo dejó caer sobre sus hombros. Se encontraba de pie delante de mí, con el rostro descubierto, y me miró abiertamente, sin desafío y sin temor. Tenía hermosos cabellos castaños y sus maravillosos ojos grises se veían aún más claros; su rostro era hermoso, más hermoso de lo que había supuesto.

—¿Te gusto? —preguntó.

—Sí —dije—. Me gustas mucho.

Sabía que esa era posiblemente la primera vez que un hombre veía su rostro, prescindiendo de los miembros de su familia.

—¿Soy hermosa? —preguntó.

—Sí —dije—. Eres hermosa.

Con ambas manos deslizó un poco hacia abajo su vestimenta, mostrando su cuello blanco. No había señales de ningún estrecho collar goreano. Era una mujer libre.

—¿Quieres que me arrodille para que me puedas colocar tu collar? —preguntó.

—No —le dije.

—¿Quieres verme desnuda?

—No —respondí.

—No he sido nunca esclava —dijo—. No sé qué debo hacer, aparte de obedecerte.

—Has sido libre —dije—, y seguirás siéndolo.

Por primera vez pareció sobresaltada.

—¿No eres tú uno de ellos? —preguntó.

—¿Uno de quiénes? —interrogué alerta, pues si a esta joven la buscaban traficantes de esclavas, esto podría acarrearme dificultades, quizás derramamiento de sangre.

—Uno de los cuatro hombres que me han seguido, hombres de Tharna.

—¿Tharna? —pregunté, verdaderamente sorprendido—. Creía que los hombres de Tharna eran quizás los únicos en Gor que honraban a las mujeres.

Se rió amargamente.

—Ahora no están en Tharna —dijo.

—No te podrían llevar a Tharna como esclava —argumenté—. ¿Acaso la Tatrix no te pondría en libertad?

—No me llevarían a Tharna —respondió—. Abusarían de mí y me venderían, quizá a algún traficante en el camino, o bien en el mercado de esclavas en Ar.

—¿Cómo te llamas? —inquirí.

—Vera —respondió.

—¿De qué ciudad?

Antes de que pudiera responder, si es que pensaba hacerlo, sus pupilas se dilataron aterrorizadas y yo me volví. A través de la pradera, cuatro guerreros se me aproximaban, provistos de cascos y armados de lanzas y escudos. Las insignias sobre sus escudos y los cascos azules me indicaron que procedían de Tharna.

—¡Corre! —gritó la joven y quiso huir.

La retuve con el brazo.

Se puso rígida, llena de odio hacia mí. —¡Entiendo! —gritó—. ¡Quieres retenerme y hacer valer tu derecho de conquista para obtener una parte de mi precio de venta!

Me escupió en la cara.

Me gustó su temperamento.

—No te muevas —dije—. No llegarías muy lejos.

—Estoy huyendo desde hace seis días —dijo la joven llorando—. Me alimento de bayas e insectos, duermo en zanjas y me escondo en cualquier parte.

No habría podido seguir corriendo aunque lo hubiera deseado. Sus piernas comenzaron a flaquear. La sostuve con mi brazo.

Los guerreros se me acercaron en formación marcial. Uno de ellos, que no era el oficial, se dirigió directamente hacia mí, otro lo seguía por la izquierda a algunos pasos de distancia. El primero debía atacarme, en caso de necesidad, mientras que el segundo se aproximaría desde un costado con su lanza. El oficial era el tercero en la formación y el cuarto guerrero permaneció a alguna distancia, detrás de los otros. Este último no debía perder de vista la totalidad del campo visual, ya que era posible que yo no estuviera solo, y debía cubrir con su lanza la retirada de sus compañeros, en caso necesario. Admiré la sencilla maniobra, llevada a cabo sin órdenes especiales, casi como un acto reflejo, e intuí por qué Tharna había sobrevivido en medio de las ciudades goreanas hostiles, a pesar de estar gobernada por una mujer.

—Queremos a la mujer —dijo el oficial.

Suavemente me separé de la muchacha y la empujé detrás de mí. Los guerreros comprendieron el significado de este movimiento. Pude ver cómo el oficial frunció el ceño a través de la ranura en forma de Y de su casco.

—Soy Thorn —dijo—. Un Capitán de Tharna.

—¿Para qué queréis tener a la mujer? —pregunté burlonamente—. ¿Acaso los hombres de Tharna no reverencian a sus mujeres?

—Aquí no estamos en Tharna —dijo el oficial fastidiado.

—¿Porqué habría de dártela? —continué.

—Porque soy un Capitán de Tharna —dijo.

—Pero aquí no nos encontramos en Tharna —le recordé.

Detrás de mí la joven susurró:

—¡Guerrero, no permitas que te maten por mi culpa! De todos modos da lo mismo —en voz alta dijo—: No le mates, Thorn de Tharna. Yo te seguiré.

Lancé una carcajada.

—¡Ella me pertenece! —dije—. ¡Y vosotros no la tendréis!

La joven dejó escapar un grito de sorpresa y me miró inquisitivamente.

—A menos que paguéis su precio —agregué.

Vera cerró los ojos, aplastada.

—¿Qué precio? —preguntó Thorn.

—Su precio es acero —respondí.

La muchacha me miró agradecida.

—Matadlo —ordenó Thorn a sus hombres.

7. Thorn, capitán de Tharna

Tres espadas se desenvainaron simultáneamente: la mía, la del oficial y la del guerrero que debía ser el primero en atacarme. El hombre colocado a la derecha no desenvainó la suya, sino que se proponía esperar hasta que el primer guerrero me hubiera atacado. Arremetería entonces desde un costado, con la lanza. El guerrero de la retaguardia alzó su lanza, lista para ser arrojada en caso que se presentara una ocasión favorable.

Entonces fui yo el primero en atacar.

Repentinamente me dirigí hacia el guerrero de mi derecha provisto de lanza y lo ataqué con la rapidez de un larl de las montañas; eludí el golpe torpe y sobresaltado de su lanza y mi espada se introdujo entre sus costillas. Retiré el arma y giré justo a tiempo de parar el ataque de su compañero. Nuestros aceros apenas se habían cruzado seis veces cuando éste yacía a mis pies también, y se retorcía en la hierba.

El oficial se acerco apresuradamente, pero luego se detuvo. Se sentía tan sorprendido como sus hombres. A pesar de que ellos eran cuatro y yo estaba solo, era quien les había impuesto la lucha. El oficial se había retrasado en una fracción de segundo. Ahora mi espada se encontraba entre nuestros cuerpos. El cuarto guerrero se había aproximado hasta una distancia de diez metros con la lanza en alto. A esa distancia difícilmente podría errar el blanco. Y aunque sólo diera en mi escudo, ya no podría utilizarlo, lo que significaría una ventaja para ellos. De todos modos, la situación era ahora más pareja.