—Adiós, Tarl de Ko-ro-ba.
—Te deseo suerte, Vera de las Torres del Amanecer —respondí.
Se volvió apresuradamente y siguió a su amo. Yo permanecí solo en el campo.
8. La ciudad de Tharna
Las calles de Tharna estaban transitadas por una multitud, pero reinaba un silencio extraño. Las puertas de la ciudad estaban abiertas, y a pesar de que había sido examinado minuciosamente por sus guardias —altos portadores de lanzas con cascos azules—, nadie se había opuesto a mi entrada en la ciudad. Parecía ser cierto lo que se decía, o sea, que las calles de Tharna se hallaban abiertas a todos los hombres que llegaran con fines pacíficos, no importa de qué ciudad procedieran.
Examiné con curiosidad a las multitudes humanas, aparentemente concentradas en sus negocios. Los habitantes de Tharna eran extrañamente taciturnos y apagados, se diferenciaban considerablemente de las muchedumbres normales, animadas, de otras ciudades goreanas. Los hombres, en su mayoría, llevaban una túnica gris quizás como un indicio de superioridad frente al goce del placer, a su decisión de ser serios y responsables, a mostrarse como dignos representantes de una ciudad sobria y laboriosa.
En su conjunto me pareció una multitud pálida y deprimida, pero presentía que podían llevar a cabo lo que se proponían, que podrían tener éxito en tareas que el hombre goreano medio simplemente rechazaría considerando que eran desagradables o que no valía la pena hacerlas, en su típica impaciencia y despreocupación. Tenemos que admitir que el goreano medio del sexo masculino tiende a valorar algo más las alegrías de la vida que sus responsabilidades.
En los hombros de sus túnicas grises sólo una pequeña franja de color indicaba a qué casta pertenecía su dueño. Por lo general, los colores de las castas no pueden pasarse por alto en las calles goreanas; animan las calles y puentes de la ciudad, un espectáculo maravilloso en el claro y resplandeciente aire goreano.
Me pregunté si los hombres de esta ciudad no se sentirían acaso orgullosos de sus castas, como sucedía con los demás goreanos, aun los que pertenecen a las así llamadas castas inferiores. Hasta los miembros de una casta tan baja como la de los Criadores de Tarns se sentían increíblemente orgullosos de su misión, pues ¿quién, aparte de ellos, podría criar y entrenar a las monstruosas aves de rapiña de Gor? Suponía que también Zosk, el Portador de Leña, era consciente de que, con su hacha ancha y poderosa, podía derribar un árbol de un solo golpe, algo que posiblemente hasta ni un Ubar podría llevar a cabo. Hasta la Casta de los Campesinos llegaba a considerarse el “buey que lleva el peso de la Piedra del Hogar” y raramente se lograba que abandonaran sus estrechas franjas de tierra, que ellos, así como sus antepasados, habían poseído y cultivado.
Eché de menos la presencia de las muchachas esclavas en las calles, muchachas que se encuentran con frecuencia en otras ciudades, generalmente jóvenes hermosas con sus cortas túnicas características, con rayas oblicuas, vestidos cortos sin mangas que terminan algunos centímetros por encima de las rodillas, y que de ese modo contrastan violentamente con las pesadas y entorpecedoras Vestiduras de Encubrimiento, que visten las mujeres libres. Efectivamente, se sabía que algunas mujeres libres envidiaban a sus hermanas esclavas, ligeras de ropas, que si bien debían soportar la carga de un collar, eran relativamente libres en su vida, que podían sentir, sobre los puentes elevados, el viento sobre su cuerpo, así como los brazos de un amo que sabía valorar su belleza y las reclamaba para sí. Recordé que en Tharna, bajo el reinado de la Tatrix, existirían pocas esclavas mujeres, si es que existían. En cambio, si se encontraban esclavos varones era algo que no podría determinar, ya que los collares estarían ocultos bajo las túnicas grises. En Gor no existe una vestimenta típica para los esclavos varones ya que, se decía, no sería conveniente que descubrieran cuán numerosos eran.
Lo que más me intrigaba en las calles silenciosas de Tharna eran las mujeres libres. No iban acompañadas, su paso era algo imperioso, y los hombres de Tharna se hacían a un lado para dejarlas pasar, para evitar todo roce. Todas estas mujeres llevaban espléndidas Vestiduras de Encubrimiento, de colores alegres y aspecto refinado, una vestimenta que contrastaba con las túnicas grises de los hombres; pero en lugar del velo, que suele acompañar tal vestimenta, utilizaban una máscara de plata que ocultaba sus rostros. Estas máscaras eran todas idénticas, todas mostraban el mismo rostro hermoso pero frío. Algunas de estas máscaras se habían vuelto para contemplarme; mi roja túnica guerrera parecía llamarles la atención. Me sentía incómodo al ser objeto de sus miradas, y verme enfrentado a estas máscaras de plata relucientes y frías.
Recorriendo la ciudad llegué a la plaza de Tharna. A pesar de que evidentemente era día de mercado, a juzgar por los numerosos puestos de verdura, carne, barriles con pescado salado, ropas, telas y artículos de regalo, detrás de los cuales se hallaban los mercaderes, no se observaba el ajetreo que suele encontrarse en los mercados goreanos.
Eché de menos los gritos interminables y chillones, diferentes unos de otros, de los vendedores, las bromas bienintencionadas de amigos, que intercambiaban chismes e invitaciones a cenar, los gritos de los robustos mozos de cordel, que se abrían paso entre el tumulto; las voces de los niños, que se habían escapado de sus tutores, y que jugaban al escondite entre los puestos, la risa de las muchachas embozadas, que bromeaban con los hombres jóvenes, muchachas que en realidad debían hacer las compras para sus familias, y sin embargo siempre encontraban unos instantes para dedicarse a los hombres jóvenes, aunque sólo consistiera en un breve centelleo de sus ojos negros y un arreglo disimulado del velo que cubría sus rostros.
A pesar de que una joven libre, de acuerdo con el uso goreano, tan sólo puede ver a su futuro compañero después de que sus padres han hecho la elección, a menudo se trata de un joven con quien la muchacha ya se ha encontrado antes en el mercado. El compañero que pide su mano pocas veces le es desconocido, sobre todo si ella pertenece a una casta baja.
Pero este mercado era diferente a otros mercados de Gor. Aquí reinaba una atmósfera extrañamente aplastante, y las personas se limitaban a hacer sus compras o a intercambiar sus mercaderías. Hasta el trato por los precios, que nunca son fijos en un mercado de Gor, se llevaba a cabo de una manera monótona y torva, y carecía por completo del ímpetu y la alegre rivalidad de otros mercados que yo conocía, con sus espléndidas exclamaciones e insultos superlativos, intercambiados con estilo y placer entre el comprador y el vendedor.
Aquí el comprador simplemente entraba y se acercaba a la tienda, señalaba un artículo y mantenía algunos de sus dedos en alto. El vendedor levantaba algunos dedos más, que a veces doblaba en el nudillo para dar a entender una fracción de la unidad de valor, con frecuencia discotarns de cobre.
En lo posible, el comprador mejoraba la oferta o se aprestaba a seguir su camino. El vendedor entonces lo dejaba ir o rebajaba su precio, mientras alzaba menos dedos que antes. Si alguna de las partes daba por finalizado el trato, cerraba el puño. Terminado el trato, el comprador tomaba la suma exigida en monedas perforadas que colgaban de un cordel sobre su hombro izquierdo, se las daba al vendedor, recogía la mercancía y se marchaba. Si se llegaba al diálogo, se conversaba sólo en voz baja.
Cuando abandoné el mercado advertí la presencia de dos hombres que parecían seguirme disimuladamente. Sus rostros estaban ocultos entre los pliegues de sus túnicas grises que, a modo de capucha, habían echado sobre sus cabezas. Supuse que eran espías. Una inteligente medida de precaución de la ciudad. Siempre era bueno no perder de vista a los extranjeros, para que no abusasen de la hospitalidad. No me tomé el menor trabajo en sacarme a los hombres de encima, ya que quizás hubiera sido interpretado como una violación a la etiqueta por parte mía, y hasta como una confesión de malas intenciones. Además, ellos no sabían que yo los había observado, de modo que les llevaba cierta ventaja. Por otra parte, existía la posibilidad de que sólo fuesen curiosos. Después de todo ¿cuántos guerreros vestidos de rojo se dejaban ver en las calles de Tharna?