Subí a una de las grandes torres para abarcar el panorama de la ciudad. Así alcancé el puente más alto que pude encontrar. A diferencia de la mayoría de los puentes goreanos, tenía una balaustrada. Lentamente dejé vagar la mirada sobre la ciudad que, en lo que respecta a la gente y sus costumbres, era una de las más inusitadas de Gor.
Aunque Tharna era una ciudad de cilindros, no me parecía tan hermosa como muchas otras ciudades que había visto. Puede ser que fuera porque los cilindros en general resultaban menos elevados y mucho más anchos que los de otras ciudades, lo que producía la impresión de ser una serie de discos chatos, acumulados, que los diferenciaba mucho de las altas torres que ascendían como buscando el cielo en otras ciudades goreanas. Además, los cilindros de Tharna parecían excesivamente solemnes, como abrumados bajo su propio peso. Apenas se diferenciaban unos de otros, y presentaban una mezcla de tonos grises y pardos muy distintos a los mil alegres colores de las otras ciudades, en las cuales cada cilindro parecía querer sobrepujar a los demás.
También las llanuras que rodeaban la ciudad, ocasionalmente quebradas por trozos de rocas desprendidas, daban una impresión fría, gris, sombría, quizás triste.
Tharna no era una ciudad que levantara el espíritu de un hombre. Al mismo tiempo, sabía que esta ciudad, desde mi punto de vista, era una de las más civilizadas y avanzadas en todo Gor. A pesar de esta convicción, incomprensiblemente, Tharna me deprimía un poco, y me preguntaba si, a su manera, no sería en algún modo sutil, más bárbara, inhumana, dura, que sus ciudades hermanas, más rudas, menos nobles y más hermosas. Resolví que trataría de adquirir un tarn y proseguir mi viaje a los Montes Sardos tan pronto como me fuera posible, para concretar mi entrevista con los Reyes Sacerdotes.
—Extranjero —dijo una voz a mis espaldas.
Me volví.
Uno de los dos hombres que me habían seguido estaba detrás de mí. No se podía reconocer su rostro bajo la capucha. Con una mano sujetaba su túnica, para que el viento no moviera el paño y descubriera sus rasgos. Con la otra, se aferró a la balaustrada del puente, como si se sintiera incómodo por la altura.
Había comenzado a llover suavemente.
—Tal —dije y levanté mi mano para el obligado saludo goreano.
—Tal —respondió el hombre, sin quitar el brazo de la balaustrada, acercándose a mí desagradablemente.
—Tú eres un extranjero en esta ciudad —dijo.
—Sí —respondí.
—¿Quién eres, extranjero?
—Soy un hombre sin ciudad y mi nombre es Tarl.
Quise evitar una reacción parecida a la que ya había ocasionado anteriormente con la mera mención del nombre de Ko-ro-ba.
—¿Cuáles son tus planes en Tharna? —me preguntó.
—Quisiera adquirir un tarn para un viaje que proyecto —respondí con bastante franqueza. Supuse que sería un espía que debía averiguar el motivo de mi visita. No tenía el propósito de callar ese motivo, a pesar de reservarme la mención del objetivo de mi viaje. Mi interlocutor no tenía por qué saber que yo estaba resuelto a avanzar hasta los Montes Sardos. Mis asuntos con los Reyes Sacerdotes no eran de su incumbencia.
—Un tarn es caro —dijo.
—Ya lo sé.
—¿Tienes dinero?
—No.
—¿Y cómo piensas entonces obtener tu tarn?
—No soy ningún proscripto —respondí—, aunque no tenga insignias sobre mi túnica o escudo.
—Naturalmente que no —dijo con rapidez—. En Tharna no hay lugar para proscriptos. Somos hombres laboriosos y honestos.
Me di cuenta de que no me creía, y de algún modo tampoco yo le creía a él. Comenzó a molestarme, sin causa especial. Con ambas manos agarré su capucha y se la arranqué del rostro. Él cogió la tela bruscamente y la colocó de nuevo en su lugar. Eché un vistazo sobre un rostro descolorido de pálidos ojos azules, cuya piel se parecía a un limón seco. Su compañero, que había estado mirando furtivamente a su alrededor, dio un paso hacia adelante y se detuvo. El primer hombre, ocultando nuevamente el rostro tras la capucha, volvió la cabeza a derecha e izquierda para ver si había alguien cerca, que pudiera haberle observado.
—Me gusta ver con quién hablo —dije.
—Naturalmente —respondió el hombre de forma insinuante, un tanto inseguro, a la par que se ocultaba cada vez más tras la capucha.
—Quiero adquirir un tarn —dije— ¿Puedes ayudarme?
Si su respuesta era negativa, me proponía dar por terminado el diálogo.
—Sí —dijo el hombre.
Me interesé.
—No sólo puedo ayudarte a adquirir un tarn —continuó el hombre—, sino también mil discotarns de oro y todas las provisiones que pudieras necesitar para un largo viaje.
—No soy ningún Asesino —dije.
—Ah —respondió el hombre.
Desde los tiempos del sitio de Ar, cuando Pa-Kur, Asesino Supremo, transgredió los límites marcados a su casta, oponiéndose a las tradiciones goreanas, y condujo una horda contra la ciudad con la intención de convertirse en Ubar, los miembros de la Casta de los Asesinos habían vivido como hombres odiados y perseguidos. Dejaron de ser los apreciados mercenarios a cuyo servicio recurrían las ciudades, y muy frecuentemente también, distintos bandos de éstas. Ahora muchos Asesinos erraban por Gor y no se atrevían a llevar la sombría túnica negra de su casta. Se vestían como miembros pertenecientes a otras, con frecuencia como guerreros.
—No soy ningún Asesino —repetí.
—Naturalmente —dijo el hombre—, la Casta de los Asesinos ya no existe.
Lo puse en duda.
—¿Pero no te sientes intrigado, extranjero? —preguntó el hombre y sus ojos descoloridos me hacían guiños a través de los pliegues de su túnica gris— ¿Por la oferta de un tarn, oro y provisiones?
—¿Qué debo hacer a cambio de esto? —pregunté.
—No necesitas matar a nadie —dijo el hombre.
—¿Qué entonces? —quise saber.
—Tú eres audaz y fuerte.
—¿Qué debo hacer?
—Sin duda has tenido experiencias en asuntos de esta índole —sugirió el hombre.
—¿Qué queréis de mí? —pregunté de forma cortante.
—El secuestro de una mujer —dijo.
La fina llovizna, que casi parecía una niebla gris que cuadraba con la oprimente solemnidad de Tharna, no había cesado y mis ropas estaban empapadas. El viento, que apenas había sentido, ahora me resultaba frío.
—¿Qué mujer? —pregunté.
—Lara —dijo.
—¿Y quién es Lara?
—La Tatrix de Tharna —respondió.
9. La taberna de Kal-da
De pie sobre el puente, en medio de la lluvia, mirando al obsequioso y embozado conspirador, de pronto me sentí triste. Hasta allí, en la noble ciudad de Tharna, había intrigas, luchas políticas por el poder y hombres poseídos por la ambición. Se me había tomado por un asesino o un proscripto, adecuado instrumento para los sucios proyectos de un grupo de descontentos dentro de los muros de Tharna.
—Me niego —dije.
El hombrecillo con cara de limón retrocedió como si le hubiera asestado un golpe.
—Yo represento a un personaje poderoso de esta ciudad —dijo.
—No deseo ocasionar ningún daño a Lara, Tatrix de Tharna.
—¿Qué significa ella para ti? —preguntó el hombre.
—Nada.
—¿Y sin embargo, rehusas?
—Sí, rechazo la propuesta.
—Tienes miedo —dijo.
—No, no tengo miedo.
—Nunca conseguirás un tarn —siseó el hombre.
Giró sobre sus talones y se precipitó hacia la entrada del cilindro, mientras seguía aferrándose a la barandilla del puente. Su compañero le precedía. Se detuvo a la entrada y se volvió hacia mí.