—No abandonarás vivo los muros de Tharna —dijo.
—Y aunque así fuera —respondí—, no acepto tu propuesta.
El hombrecillo vestido de gris, que parecía tan insignificante como la niebla misma, hizo ademán de irse, pero de repente vaciló. Por un instante pareció irresoluto, pero al final se volvió hacia su compañero, discutieron ambos brevemente y parecieron llegar a un acuerdo. Mientras su compañero se quedaba rezagado, él volvió precavidamente al puente.
—Hablé de forma precipitada —dijo—. No correrás ningún peligro en Tharna, somos un pueblo honrado y trabajador.
—Me complace saberlo.
Advertí con sorpresa que me puso en la mano un pesado saquito de cuero con monedas. Me sonrió; una sonrisa irónica que percibí a través de los pliegues de su túnica.
—Bienvenido a Tharna —dijo, y se alejó corriendo a través del puente hacia el cilindro.
—¡Vuelve! —grité, alzando el bolso con las monedas—. ¡Vuelve!
Pero ya había desaparecido.
Por lo menos esa noche, esa noche lluviosa, no tendría que dormir otra vez al raso, pues, gracias al desconcertante regalo del conspirador encapuchado, tenía los medios para proporcionarme alojamiento. Abandoné el puente y bajé por la escalera de caracol del cilindro, encontrándome otra vez en las calles de la ciudad.
Los hospedajes no abundan en Gor, lo que no es sorprendente si se tiene en cuenta la enemistad existente entre las ciudades, pero por regla general se puede encontrar alguno en cada ciudad. Después de todo, hay que proporcionar alojamiento a los mercaderes y delegaciones de otras ciudades, visitantes autorizados por un motivo u otro y, digámoslo abiertamente, el hotelero no siempre es escrupuloso en cuanto a las credenciales de sus huéspedes y no hace muchas preguntas a cambio de un puñado de discotarns. En Tharna, sin embargo, famosa por su hospitalidad, creía no tener dificultades para encontrar alojamientos; por eso me sorprendió no poder hallar ninguno.
Consideraba que en caso de necesidad podía ir a una simple taberna de Paga donde, si las tabernas en Tharna se parecían a las de Ko-ro-ba, podía pasar la noche de forma disimulada bajo una mesa, lo que sólo me costaría una jarra de Paga, esa fuerte bebida fermentada, que se obtenía del dorado grano Sa-Tarna, o Hija de la Vida. Esta expresión se encuentra relacionada con Sa-Tassna, la palabra que sirve para designar carne o alimento en general, que se traduce por Madre de la Vida. Paga es una corrupción de Pagar-Sa-Tarna, que significa Placer de la Hija de la Vida. En las tabernas de Paga se solían encontrar también otras diversiones, además del alcohol, pero en la gris ciudad de Tharna seguramente el sonido de címbalos, tambores y flautas de los músicos, así como el tintineo de las campanillas de los tobillos de las bailarinas debían ser sones desacostumbrados.
Detuve a uno de los anónimos seres vestidos de gris que caminaba apresuradamente en el crepúsculo húmedo y frío.
—Hombre de Tharna —pregunté—, ¿dónde puedo encontrar un albergue?
—No hay albergues en Tharna —respondió el hombre y me miró atentamente—. Eres un extranjero —añadió.
—Un viajero cansado que busca alojamiento.
—Huye, extranjero —dijo el otro.
—Yo he sido bienvenido en Tharna.
—Huye mientras puedas hacerlo —murmuró y miró a su alrededor como si temiera a un oyente inoportuno.
—¿No existe ninguna taberna de Paga en la vecindad donde pueda descansar? —pregunté.
—No hay tabernas de Paga en Tharna —respondió el hombre levemente divertido, según me pareció.
—¿Dónde puedo pasar la noche?
—Fuera de los muros de la ciudad, al aire libre —dijo—, o en el palacio de la Tatrix.
—Me parece que el palacio de la Tatrix me resultaría más cómodo.
El hombre se rió amargamente.
—¿Hace cuántas horas —preguntó— que estás dentro de los muros de Tharna, guerrero?
—Llegué alrededor de la sexta hora.
—Entonces ya es demasiado tarde —dijo el hombre con cierta tristeza—, pues hace más de diez horas que estás en la ciudad.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté.
—Bienvenido a Tharna —dijo el hombre y desapareció en la oscuridad.
El diálogo me había intranquilizado y, sin proponérmelo realmente, eché a andar por el camino que lleva hacia los muros de la ciudad. Allí permanecí ante la gran puerta de Tharna. Las dos gigantescas trancas que la cierran estaban echadas. Eran dos vigas que sólo una yunta de robustos tharlariones o cien esclavos hubieran podido mover. Las puertas, engastadas en aros de acero y cubiertas por placas de metal que relucían opacas en la niebla, estaban cerradas.
—Bienvenido a Tharna —dijo un guardia que se apoyaba sobre una lanza detrás de la puerta.
—Muchas gracias, guerrero —dije.
Regresé a la ciudad.
Le oí reír a mis espaldas, con la misma risa amarga que ya había oído ese día en otro momento.
En mi peregrinación a través de las calles de la ciudad di por último con una puerta baja en el muro de un cilindro. A cada lado de la puerta, en pequeños nichos que la protegía de la llovizna, oscilaba una llama amarilla de lamparitas de aceite de tharlarión. A la luz titilante de las lámparas leí las palabras VENTA DE KAL-DA.
Kal-da es una bebida caliente, que se hace con vino Ka-la-na diluido, mezclado con jugos de cítricos y especias picantes. No me gustaba mucho esa bebida picante y sumamente caliente, pero era muy estimada por algunos de los miembros de las castas bajas, especialmente por los hombres que tenían que llevar a cabo duros trabajos corporales. No sospechaba que su popularidad se debía más a su capacidad de calentar a un hombre a módico precio que a su sabor, ya que para hacerla sólo se empleaba un vino Ka-la-na de baja calidad. Llegué a la conclusión que esa noche como en ninguna otra, en esa fría, deprimente, húmeda oscuridad, un jarro de Kal-da sería muy bienvenido. Además donde hay Kal-da, seguramente se puede conseguir pan y carne. Pensé en el dorado pan goreano, que se cuece en hogazas planas y redondas y se sirve fresco y caliente, y se me hacía agua la boca al imaginar una tajada de carne de tabuk asada o quizás, si tenía suerte, una tajada de tark, de aquella formidable especie de jabalí de seis colmillos, de los templados bosques goreanos. Sonreí para mis adentros; palpé la bolsa de monedas que llevaba en la túnica, me incliné y abrí la puerta de un empellón.
Tres escalones conducían a una sala con numerosas mesas bajas tan comunes en Gor, apenas iluminada, cálida, alrededor de las cuales se encontraban sentados grupos de cinco a seis hombres vestidos de gris.
Enmudecieron en cuanto yo entré. Los parroquianos me examinaron. No parecía haber guerreros entre ellos; ninguno de los hombres parecía estar armado. Debí causarles una extraña impresión, la presencia de un guerrero armado, vestido de rojo, que de pronto surge en la noche, un visitante de otra ciudad que sorprendentemente irrumpe en su círculo.
—¿Qué asuntos te traen por aquí? —preguntó el dueño del establecimiento, un hombrecillo calvo que vestía una túnica gris de mangas cortas y un brillante delantal negro. No se acercó sino que permaneció tras su mostrador de madera mientras lenta y deliberadamente secaba algunas gotas de Kal-da, derramadas sobre la superficie.
—Estoy de paso por Tharna —dije—, y querría comprar un tarn para continuar mi viaje. Esta noche necesito comida y alojamiento.
—Este no es lugar para un hombre de las castas elevadas.
Miré a mi alrededor, examiné a los presentes, miré sus rostros abatidos y extenuados. A media luz era difícil reconocer a qué casta pertenecían, pues vestían sin excepción las grises túnicas de Tharna y sólo una franja de color en el hombro indicaba su puesto en la escala social. Lo que me llamó la atención y que nada tenía que ver con la casta era la falta de bríos. No sabía si eran débiles o simplemente se tenían a sí mismos en poca estima. Parecían no tener energía, ni orgullo; hombres chatos, secos, aplastados, hombres sin respeto a sus personas.