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Aun cuando hubiera faltado a mi palabra, lo que no haría siendo guerrero de Gor, mis posibilidades de escapar hubieran sido escasas. Probablemente un instante después de mi primer paso hacia la libertad tres lanzas hubieran traspasado mi cuerpo. Yo respetaba a los tranquilos y eficientes guardias de Tharna, y ya había conocido a sus diestros guerreros en el campo, lejos de la ciudad. Me preguntaba si Thorn estaría en Tharna y si Vera llevaría vestidos de seda en su villa.

Sabía que sería puesto en libertad —si en Tharna existía la justicia—, pero me sentía intranquilo. ¿Cómo podía saber si mi caso sería oído y juzgado con equidad? Era una clara prueba de culpabilidad a primera vista el hecho de que yo había estado en posesión del saco de Ost, y esto podría influir en la decisión de la Tatrix. ¿Cómo podía mi palabra, la palabra de un extranjero, pesar más que la palabra de Ost, un ciudadano de Tharna, que quizá fuera incluso una importante personalidad en la vida pública?

Puede parecer imposible pero, a pesar de estas sombrías consideraciones, me alegraba el hecho de ir al palacio de la Tatrix y encontrarme al fin cara a cara con ella, con esta increíble mujer que sabía gobernar, y gobernar bien, una ciudad goreana. Si no me hubieran arrestado, quizás me hubiera presentado espontáneamente ante la Tatrix de Tharna y pasado la noche en su palacio, como me había dicho un ciudadano.

Después de haber caminado alrededor de veinte minutos por las sombrías y tortuosas calles de Tharna, en las que los ciudadanos vestidos de gris se apartaban de nuestro camino dando un amplio rodeo y mirando fija e inexpresivamente al prisionero vestido de rojo, llegamos a una avenida que ascendía formando amplias curvas. Estaba pavimentada de basalto negro, sobre el que brillaba aún la lluvia de la noche anterior. A ambos lados se alzaban muros de ladrillo que se elevaban gradualmente. A medida que avanzábamos, los muros eran cada vez más altos y la avenida más estrecha.

Después, a la fría luz de la mañana, vi alzarse ante nosotros el palacio, a unos cien metros de distancia. Era una fortaleza redonda, de ladrillo negro, pesada, sin adornos, impresionante. A la entrada, los muros se aproximaban aún más. La calle había llegado a ser tan estrecha que dos hombres no podían marchar juntos. A ambos lados los muros se elevaban a una altura de nueve metros.

La entrada misma era una sencilla puerta de hierro de un ancho aproximado de cincuenta centímetros y quizá de metro y medio de alto. Un solo hombre podía entrar o salir a la vez del palacio de Tharna. Nada recordaba aquí los cilindros centrales de amplias puertas de muchas ciudades goreanas, a través de las cuales se podía conducir cómodamente una yunta de tharlariones enjaezados de oro. Me pregunté si en esta fortaleza lóbrega y brutal, en este palacio de la Tatrix de Tharna, podría hacerse justicia.

El guardia abrió la puerta y se colocó detrás de mí. Yo era el primero en el estrecho pasaje que enfrentaba la puerta.

—Nosotros no os acompañamos, iréis sólo tú y Ost —dijo el guardia.

Me giré para mirarle e inmediatamente tres lanzas se dirigieron a mi pecho.

Sonó el chirrido de un cerrojo y la puerta de hierro se abrió no dejándonos ver más que oscuridad.

—¡Entra! —ordenó el guardia.

Eché una última mirada a las lanzas, miré al guardia con torva sonrisa, me volví e inclinando la cabeza entré por la puerta.

De repente lancé un grito de espanto, di manotazos al aire, sentí cómo el suelo cedía bajo mis pies y caí al vacío. Detrás de mí oí a Ost gritar horrorizado, al ser igualmente empujado a través de la puerta. En un clima de absoluta oscuridad caí cinco metros debajo del umbral sobre un suelo cubierto de paja mojada. Casi al mismo tiempo, Ost se precipitó sobre mí. Respiré con dificultad, manchas púrpuras y doradas danzaban ante mis ojos. Apenas advertí que un animal grande me agarraba con su hocico y me arrastraba a través de una abertura redonda similar a un túnel. Intenté defenderme sin éxito; estaba sin aliento y el túnel era muy angosto. Olía la húmeda piel del animal, que debía ser una especie de roedor, percibía el olor de su cubil, de la paja sucia. A lo lejos, escuchaba los gritos histéricos de Ost.

Durante algún tiempo, el animal, moviéndose hacia atrás, recorrió el túnel, arrastrando su presa entre las mandíbulas. Debido a los movimientos agitados del animal fui arrojado contra la pared de piedra, lo que me ocasionó contusiones y me desgarró la túnica.

Finalmente llegamos a un espacio redondo, abovedado, iluminado por dos antorchas sujetas a agarraderas de hierro, fijadas a las paredes de piedra. Oí una voz dura, sonora, acostumbrada a impartir órdenes. El animal chilló disgustado. Restalló el chasquido de un látigo y la misma orden, expresada con mayor energía. De mala gana la fiera me dejó en libertad y retrocedió, se agazapó y me observó con sus ojos estrechos, oblicuos y llameantes, que fulguraban como oro fundido a la luz de las antorchas. Se trataba de un urt gigantesco, una bestia gorda y blanca. Me mostraba sus tres hileras de dientes brillantes, agudos como agujas, y emitía chillidos de furia. Dos colmillos arqueados sobresalían de sus mandíbulas. Dos cuernos semejantes a los colmillos se alzaban sobre el hueso frontal, se levantaban sobre sus ojos llameantes, que ya parecían devorarme, como si sólo esperaran el permiso del guardián para arrojarse sobre mí. Su grueso cuerpo temblaba esperanzado.

Restalló el látigo nuevamente y sonó otra orden. La fiera, frustrada, movió de un lado a otro su rabo largo y pelado y se arrastró hacia otro túnel. Una reja de hierro rechinó al cerrarse tras ella.

Varias manos robustas me sujetaron y vi vagamente un objeto curvado, brillante y pesado. Intenté enderezarme, pero me aplastaron de cara al suelo. Me arrojaron un objeto pesado, grueso como una viga, por encima y por debajo del cuello. Me sujetaron fuertemente los brazos y me ataron el extraño dispositivo alrededor del cuello y de las muñecas. Con una sensación de abatimiento oí cerrarse un pesado candado.

—El yugo está listo —dijo una voz.

—Levántate, esclavo —ordenó otra.

Intenté levantarme, pero el peso era excesivo. Oí el chasquido de un látigo y apreté los dientes cuando la correa mordió mi carne. Una y otra vez cayó como un rayo. Finalmente logré alzar las rodillas y muy dolorido pude alzar el pesado yugo. Me enderecé, inseguro, oscilando de un lado a otro.

—¡Bien hecho, esclavo! —dijo una voz.

A pesar de las ardientes heridas producidas por el látigo, sentí en mis espaldas el aire frío de la mazmorra en que me hallaba. La correa había desgarrado mi túnica y yo debía estar sangrando. Me di la vuelta para ver quién me hablaba; era el mismo hombre que sostenía el látigo. Advertí que el cuero estaba rojo de sangre.

—No soy ningún esclavo —dije.

El hombre estaba desnudo hasta la cintura, un mozo robusto con brazaletes de cuero guarnecidos de metal. Llevaba el pelo sujeto con una faja de tela gris.

—En Tharna —dijo—, un hombre como tú no puede ser otra cosa.

Observé la prisión en que me encontraba, que a unos cinco metros del suelo formaba una especie de cúpula. Había varias salidas, la mayoría de ellas bastante pequeñas y obstruidas. De algunas salían sordos lamentos. En otras aberturas había animales que escarbaban o chillaban. Posiblemente otros urts gigantescos. Junto a una pared se encontraba un recipiente con tizones encendidos, entre los cuales sobresalían los extremos de varios hierros. Una especie de soporte se levantaba a un costado del recipiente. Era lo bastante grande como para que cupiera un hombre. Aquí y allá había cadenas sujetas a las paredes y otras oscilaban desde el techo. Como en un taller, pendían diversos instrumentos de las paredes que no describiré. Baste decir que estaban destinados a torturar a seres humanos.

Era un lugar terrible.

—Aquí —dijo el hombre con orgullo— se defiende la paz de Tharna.

—Exijo ser llevado ante la Tatrix —dije.