—Naturalmente —respondió el hombre y se rió de forma desagradable—, yo te llevaré personalmente a su presencia.
Oí deslizar una cadena a través de una polea y vi que se levantaba lentamente una reja. El hombre hizo un movimiento con el látigo. Entendí que debía pasar por allí.
—la Tatrix de Tharna te espera —dijo.
11. Lara, Tatrix de Tharna
Entré a través de la abertura y comencé a subir penosamente un estrecho pasaje circular. El peso del yugo de metal me dificultaba la marcha, y yo me balanceaba de un lado a otro. El hombre del látigo me urgía maldiciendo. Me empujaba violentamente con el látigo, ya que el corredor, estrecho, no le permitía usarlo como deseaba.
Me dolían las piernas y los hombros por la increíble carga del yugo.
Llegamos a una amplia sala, poco iluminada, que tenía salida por varias puertas. Desdeñosamente el guardia me empujó otra vez con el látigo y me condujo a través de una de estas puertas, repitiéndose esto varias veces. Me parecía que atravesábamos un laberinto o unas alcantarillas. Los corredores estaban iluminados de vez en cuando por lámparas de aceite de tharlarión, fijadas a la pared por medio de unos soportes de hierro. El palacio parecía extrañamente vacío. No había nada colorido, ningún adorno. Yo seguí a tropezones, atormentado por el dolor provocado por las heridas del látigo, aplastado casi contra el suelo por el peso del yugo. Dudaba si podría salir de este laberinto siniestro sin ayuda ajena.
Por último, llegamos a una gran sala abovedada iluminada por antorchas. A pesar de su tamaño, también era sencilla, como las otras salas y pasillos que había visto hasta ese momento, sombría, deprimente. Un solo ornamento embellecía las melancólicas paredes: la imagen de una gigantesca máscara dorada, que mostraba los rasgos de una mujer hermosa.
Debajo de esa máscara, sobre una plataforma, se elevaba un trono de oro monumental.
Sobre los amplios peldaños que llevaban hacia el trono había sillones en los que, de acuerdo con mis suposiciones, se encontraban sentados miembros del Consejo Superior de Tharna. Sus fulgurantes máscaras de plata mostraban sin excepción el mismo rostro hermoso y me miraban fijamente, inexpresivas.
Dispersos en la sala se encontraban severos guerreros de Tharna, con sus típicos cascos azules, y cada uno llevaba un pequeño antifaz de plata sujeto a las sienes, como señal de que pertenecía a la guardia del palacio. Uno de estos guerreros se hallaba cerca del trono. Me parecía conocido.
Sobre el trono se hallaba una mujer, orgullosa, arrogante, vestida con majestuosas ropas bordadas en oro. Su máscara no era de plata, sino de oro puro. Los ojos, detrás de la máscara, me observaron atentamente. No necesitaron decirme que me encontraba delante de Lara, Tatrix de Tharna.
El guerrero que estaba junto al trono se quitó el casco. Era Thorn, Capitán de Tharna, a quien había conocido en los campos, lejos de la ciudad. Sus ojos estrechos, que parecían los de un urt, me miraban despectivamente.
Se acercó a mí.
—¡De rodillas! —ordenó—. Estás delante de Lara, Tatrix de Tharna.
No quise arrodillarme.
Thorn me dio un empujón y el peso del yugo me hizo caer, indefenso, al suelo.
—¡El látigo! —dijo Thorn y extendió el brazo con gesto imperativo. El fornido verdugo se lo alcanzó. Thorn lo levantó en el aire con intención de desgarrarme la espalda.
—No lo golpees —dijo una voz imperiosa, y el brazo de Thorn que sostenía el látigo cayó de inmediato, como si le hubieran seccionado los músculos. Era la voz de la mujer tras la máscara de oro, la voz de la misma Lara. Me sentí agradecido.
Cada fibra de mi cuerpo se rebelaba cada vez que me esforzaba por volver a erguirme, bañado en sudor. Finalmente logré ponerme de rodillas, pero la mano de Thorn no permitió que me levantara más. Estaba arrodillado, bajo el yugo, ante la Tatrix de Tharna.
Los ojos tras la máscara dorada me examinaron curiosos.
—¿Es cierto, extranjero —preguntó con voz fría—, que pretendías llevarte las riquezas de Tharna?
Me sentí desconcertado; el dolor me atormentaba, el sudor me corría por la cara y me nublaba los ojos.
—El yugo es de plata —dijo ella—. Plata de las minas de Tharna.
Quedé estupefacto, pues si el yugo realmente era de plata, el metal que pesaba sobre mis hombros habría podido rescatar a un Ubar.
—Aquí en Tharna —dijo la Tatrix—, estimamos en tan poco las riquezas que las utilizamos para uncir a los esclavos al yugo.
Mi mirada furiosa le hizo saber que yo no me consideraba esclavo.
De una butaca junto al trono se levantó otra mujer. Llevaba una máscara de plata magníficamente trabajada y ropas espléndidas, hechas con pesada tela de plata. Se irguió soberbia junto a la Tatrix, y su máscara inexpresiva me miró fijamente. A la luz de las antorchas, su rostro metálico daba la impresión de crueldad. Habló a la Tatrix, sin desviar de mí la máscara.
—Destruye a este animal —era una voz clara, fría, resonante, autoritaria.
—Dorna la Orgullosa, Segunda en Tharna, ¿la ley de Tharna no permite que hable un prisionero? —preguntó la Tatrix, cuya voz fría y acostumbrada a dar órdenes pese a todo, me caía mejor que la de la mujer de la máscara de plata.
—¿Acaso la ley reconoce a las bestias? —preguntó la mujer cuyo nombre era Dorna la Orgullosa. Esto sonó como si desafiara a su Tatrix, y me pregunté si Dorna estaría conforme con su papel de Segunda en Tharna. El sarcasmo había sido claramente perceptible en su voz.
La Tatrix no hizo caso de la observación de Dorna.
—¿Tiene todavía lengua? —preguntó la Tatrix, volviéndose al hombre del látigo, colocado detrás de mí.
—Sí, Tatrix —dijo.
Tenía la sensación de que Dorna se alteró al oír esa respuesta. La máscara de plata se volvió hacia el hombre del látigo. Este comenzó a balbucear y me pareció que había comenzado a temblar.
—La Tatrix ordenó expresamente que el esclavo, uncido al yugo, fuera llevado ileso y lo antes posible a la Sala de la Máscara de Oro.
Reí para mis adentros, recordando los dientes del urt y el látigo, que me habían lastimado.
—¿Por qué no te arrodillaste, extranjero? —preguntó la Tatrix.
—Soy un guerrero —respondí.
—¡Eres un esclavo! —siseó Dorna la Orgullosa. Se volvió hacia la Tatrix—. Arráncale la lengua —dijo.
—¿Quieres dar órdenes a quien es la Primera en Tharna? —preguntó la Tatrix.
—No, amada Tatrix —respondió Dorna la Orgullosa.
—Esclavo —dijo la Tatrix.
Ignoré el tratamiento.
—Guerrero —dijo.
Levanté lentamente la cabeza, que se encontraba bajo el yugo, y dirigí la mirada hacia su máscara. En la mano, cubierta por un guante dorado, tenía un pequeño y oscuro saco de cuero medio lleno de monedas. Supuse que debían ser las monedas de Ost y me pregunté dónde estaría el conspirador.
—Confiesa que has robado estas monedas a Ost de Tharna —dijo la Tatrix.
—No he robado nada, dame la libertad —contesté.
Thorn soltó una carcajada desagradable a mis espaldas.
—Te aconsejo que confieses —dijo la Tatrix.
Tuve la sensación que, por alguna razón, estaba interesada en mi confesión, pero como yo era inocente me rehusé a confesar.
—No he robado el dinero.
—Entonces, extranjero, lo siento por ti —dijo la Tatrix.
No pude comprender el significado de su comentario; mi espalda parecía querer estallar bajo el peso del yugo. El cuello me dolía, el sudor me corría por todo el cuerpo y la espalda ardía por los incontables latigazos con que me habían castigado.
—Trae a Ost —ordenó la Tatrix.
Creí percibir que Dorna la Orgullosa perdía la calma en su butaca. Su mano, cubierta por un guante de plata, alisaba nerviosamente los pliegues de su vestido.
Se escuchó un sordo gimoteo, seguido de un forcejeo en el suelo. Con sorpresa advertí que Ost, el conspirador, fue arrojado al suelo delante del trono, por uno de los guardias, uncido a un yugo igual al mío. El yugo de Ost era mucho más liviano pero como Ost era también más pequeño, el peso podría oprimirlo tanto como a mí.