Выбрать главу

—De rodillas ante la Tatrix —ordenó Thorn, que aún retenía el látigo.

Con un grito de miedo, Ost intentó erguirse, pero no pudo alzar el yugo.

Thorn levantó la mano con el látigo.

Pensé que la Tatrix intervendría en su favor, como lo había hecho conmigo, pero calló. Parecía estar observándome y me preguntaba qué pensamientos habría detrás de aquella reluciente máscara dorada.

—No lo golpees —dije.

Sin apartar la vista de mí, Lara dijo a Thorn:

—Prepárate para golpearlo.

Sobre el rostro amarillento, con manchas rojas, apareció una sonrisa irónica, y el puño de Thorn se cerró alrededor del extremo del látigo. No apartaba sus ojos de la Tatrix, dispuesto a golpear en cuanto ella le diera permiso.

—Levántate —dijo la Tatrix—, o morirás sobre tu vientre como la víbora que eres.

—No puedo —sollozó Ost—, no puedo.

La Tatrix levantó la mano. En cuanto la bajara el látigo caería sobre Ost.

—¡No! —dije.

Todos los músculos de mi cuerpo se encontraban en tensión para conseguir mantener el equilibrio, y los tendones de las piernas y de la espalda parecían cables torturados. Lentamente extendí mi mano hacia la de Ost, y poniendo en juego mis últimas fuerzas, deslicé mi yugo debajo del suyo y logré que se pusiera de rodillas.

Las mujeres enmascaradas prorrumpieron en un grito de sorpresa. Algunos guerreros, desdeñando los cánones de Tharna, manifestaron su aprobación golpeando los escudos con sus lanzas.

Thorn, irritado, arrojó el látigo al verdugo.

—Eres fuerte —dijo la Tatrix de Tharna.

—La fuerza es el atributo de las bestias —dijo Dorna la Orgullosa.

—Es cierto —dijo la Tatrix.

—Pero es una hermosa bestia ¿no es cierto? —preguntó una de las mujeres.

—Que se le utilice entonces en las Diversiones de Tharna —sugirió otra.

Lara levantó la mano imponiendo silencio.

—¿Cómo puede ser que le ahorres los latigazos a un guerrero y mandes azotar a un ser tan mísero como Ost? —pregunté.

—Tenía la esperanza de que fueras inocente, extranjero —dijo ella—, en cambio sé que Ost es culpable.

—Soy inocente —dije.

—Sin embargo admites que no robaste las monedas.

Me sentí confundido, —Así es —dije—, yo no las robé.

—Entonces eres culpable —dijo Lara tristemente—, o así al menos me lo parece.

—¿De qué? —quise saber.

—De conspiración contra el trono de Tharna —dijo la Tatrix.

No supe qué decir.

—Ost —prosiguió la Tatrix, con tono glacial—, tú eres culpable de traición. Se sabe que conspiraste contra el trono.

Uno de los guardias que había conducido a Ost a la sala tomó la palabra:

—El informe de tus espías es correcto, Tatrix. En su alojamiento encontramos documentos comprometedores, cartas con instrucciones que aludían a la toma del poder, además de unos sacos de oro que debían emplearse en el reclutamiento de cómplices.

—¿Ha confesado estos hechos? —preguntó Lara.

Ost comenzó a hablar implorando piedad, y su flaco cuello se mecía en la abertura del yugo.

El guardia se rió. —A la vista del blanco urt, las palabras fluyeron de sus labios —dijo.

—¿Quién te dio el dinero, víbora? —dijo la Tatrix—. ¿De quién son las cartas con las instrucciones?

—No sé, amada Tatrix. Las cartas y el dinero me los trajo un guerrero con el rostro cubierto por un casco.

—¡Al urt con él! —bufó Dorna la Orgullosa.

Ost comenzó a temblar con todo su cuerpo y a implorar perdón. Thorn le propinó un puntapié para hacerlo callar.

—¿Qué más sabes de la conspiración contra el trono? —preguntó Lara.

—Nada, amada Tatrix —gimió Ost.

—Pues bien —dijo Lara, y volvió su máscara fulgurante hacia el guardia que había arrojado a Ost a sus pies—, ¡llévale a la Cámara de los urt!

—¡No, no! —imploró Ost—, sé más.

Las mujeres de la máscara de plata se inclinaron hacia adelante. Sólo la Tatrix y Dorna permanecieron inmóviles en sus asientos. Aunque la sala era fresca, advertí que a Thorn, oficial de Tharna, el sudor le corría por la frente. Cerraba y abría los puños.

—¿Qué más sabes? —preguntó la Tatrix.

Ost miró a su alrededor, dentro de sus posibilidades. Los ojos se le salían de las órbitas debido al miedo que sentía.

—¿Conoces al guerrero que te llevó las cartas y el dinero? —preguntó.

—No lo conozco.

—¡Déjame que bañe su yugo en sangre! —dijo Thorn y sacó la espada—. Terminemos con la vida de este miserable.

—No —dijo Lara—. ¿Qué más sabes, víbora? —preguntó al mísero conspirador.

—Sé que el cabecilla de la conjura es de alto rango en Tharna. Una persona que lleva máscara de plata: una mujer.

—¡Imposible! —exclamó Lara y se levantó de un salto—. Nadie que lleve máscara de plata podría ser desleal a Tharna.

—Y sin embargo es cierto —lloriqueó Ost.

—¿Quién es la traidora? —preguntó Lara.

—No conozco su nombre.

Thorn se rió.

—Pero —dijo Ost lleno de esperanzas— yo hablé con ella una vez y quizá reconozca su voz si me perdonaran la vida.

Thorn rió otra vez.

—Es un truco para comprar su vida.

—¿Qué piensas tú, Dorna la Orgullosa? —preguntó Lara, volviéndose hacía la Segunda Soberana de Tharna.

Pero Dorna quedó extrañamente muda. No contestó, sino que extendió su mano enguantada y ejecutó un violento movimiento hacia abajo, como si fuera una cuchilla.

—¡Piedad, gran Dorna! —chilló Ost.

Dorna repitió el movimiento, lenta y cruelmente.

Pero Lara había extendido las manos con la palma hacia arriba y las levantó levemente, un gentil ademán que significaba piedad.

—Gracias, amada Tatrix —gimió Ost, mientras las lágrimas corrían por su rostro—. ¡Muchas gracias!

—¡Dime, víbora! —dijo Lara— ¿El guerrero te robó las monedas?

—No, no —dijo Ost sollozando.

—¿Se las diste?

—¡Sí, sí!

—¿Y él las aceptó?

—Así es.

—Tú me urgiste a aceptar las monedas y te apartaste corriendo —dije—, no me quedó otra alternativa que tornarlas.

—Él aceptó las monedas —murmuró Ost y me miró malignamente. Parecía decidido a hacerme compartir el destino que le esperara.

—No me quedó otra alternativa —dije tranquilamente.

Ost me lanzó una mirada venenosa.

—Si yo fuera un conspirador —proseguí—, si me hubiera confabulado con este hombre, ¿por qué me habría acusado del robo de las monedas? ¿Por qué me habría hecho arrestar?

Ost palideció. Su mente estrecha, de roedor, saltaba de una idea a otra, pero su boca se movía en silencio, descontrolada.

Thorn tomó la palabra:

—Ost sabía que estaba bajo sospecha de ser partícipe de una conjura contra el trono.

Ost le miró perplejo.

—Así que debió crear la impresión de que él no había dado dinero a este guerrero o Asesino, según fuera el caso —dijo Thorn, y continuó:

—Afirmó entonces que le había sido robado. De este modo pasaría por inocente y al mismo tiempo podía aniquilar al hombre que sabía de su complicidad.

—¡Así es! —gritó Ost, agradecido, listo para echar mano al cable que le arrojaba el poderoso Thorn.

—¿De qué manera te dio Ost las monedas, guerrero? —preguntó la Tatrix.

—Ost me las dio... como regalo —respondí.

Thorn echó la cabeza hacia atrás, riéndose.

—En toda su vida Ost no ha regalado nada a nadie —dijo con voz ahogada por la risa. Se limpió los labios e intentó recuperar la seriedad.

Incluso las figuras cubiertas por las máscaras de plata, sentadas en los escalones que conducían al trono, se mostraron levemente divertidas.