También Ost se rió con risa sofocada.
Pero la máscara de la Tatrix resplandeció sobre él y la risa sorda se ahogó en su cuello. La Tatrix se levantó de su trono y señaló al conspirador. Se volvió hacia el guardia que lo había traído a la sala y le dijo con voz helada:
—¡Llévale a las minas!
—¡No, amada Tatrix, no! —imploró Ost. El horror pareció agazaparse tras sus ojos como un gato encerrado y comenzó a temblar bajo el yugo como si fuera un animal enfermo. El guardia le levantó despectivamente y sacó arrastrando de la sala al hombre que gemía y tropezaba. Sospeché que una condena a las minas era similar a la pena de muerte.
—Eres cruel —dije a la Tatrix.
—Una Tatrix debe ser cruel —dijo Dorna.
—Eso —dije— me gustaría oírlo de boca de la Tatrix.
Dorna se puso rígida.
Después de un momento de silencio, la Tatrix, que había vuelto a sentarse en el trono, tomó la palabra. Su voz era tranquila.
—A veces no es fácil ser la Primera Mujer de Tharna.
No había esperado semejante respuesta.
Me pregunté qué clase de mujer se escondía tras la máscara de oro. Por un instante sentí compasión por la dorada criatura, ante cuyo trono me postraba.
—En cuanto a ti —dijo Lara y su máscara centelleó—, admites no haber robado a Ost las monedas y con esta admisión afirmas al mismo tiempo que él te las dio.
—Me las puso en la mano —dije—, y se fue corriendo.
Miré a la Tatrix.
—Yo vine a Tharna para comprar un tarn. No tenía dinero. Con el dinero de Ost habría conseguido el animal y seguido mi viaje. ¿Acaso debí rechazarlas?
—Con estas monedas —dijo Lara sosteniendo la bolsa en sus manos— debía pagarse mi muerte.
—¿Con tan pocas monedas? —pregunté escépticamente.
—Evidentemente el resto debía pagarse después de que se ejecutara lo prometido —dijo.
—Las monedas fueron un regalo —respondí—, o al menos yo lo creí.
—No te creo.
Callé.
—¿Cuál fue la suma total que te ofreció Ost? —preguntó.
—Yo me negué a participar en sus proyectos —dije.
—¿Cuál fue la suma total que te ofreció Ost? —repitió.
—Habló de un tarn, mil discotarns de oro y vituallas para un largo viaje.
—Los discotarns de oro, a diferencia de los de plata, son escasos en Tharna dijo la Tatrix—. Aparentemente hay alguien dispuesto a pagar bastante por mi muerte.
—No por tu muerte —dije.
—¿Qué entonces?
—Tu rapto.
La Tatrix se puso rígida y, llena de furia, comenzó a temblar con todo su cuerpo. Se levantó de un salto y parecía fuera de sí.
—Ensangrienta el yugo —urgió Dorna.
Thorn se adelantó con la espada alzada.
—No —exclamó la Tatrix. Ante la sorpresa de todos, ella misma descendió los peldaños.
Temblando de ira se colocó delante de mí. —¡Dame el látigo! —chilló. El verdugo se arrodilló precipitadamente delante de ella y le alcanzó lo pedido. Ella hizo restallar el látigo en el aire.
—¿De modo que tú querías verme yacer sobre la alfombra roja, atada con cordones amarillos? —me dijo. Sus manos se crisparon temblorosas alrededor del mango del látigo.
No comprendí lo que quería decirme.
—¿Querías verme con el collar y las ropas de una esclava? —siseó.
Las mujeres de las máscaras de plata retrocedieron con un estremecimiento. Comenzaron a lanzar gritos de ira y de horror.
—¡Soy una mujer de Tharna! —chilló—, ¡La primera entre todas!
Fuera de sí, comenzó a golpearme.
—¡El beso del látigo para ti! —gritaba. Una y otra vez me golpeaba con todas sus fuerzas, pero logré permanecer de rodillas.
La sala a mi alrededor comenzó a ponerse borrosa. Mi cuerpo, torturado por el peso del yugo, abrasado por el fuego del látigo, se estremecía con un dolor incontrolable. Cuando se agotaron las fuerzas de la Tatrix, pude lograr lo que aún hoy me resulta increíble. Junté las últimas fuerzas que me quedaban y me puse de pie. La sangre corría a chorros sobre mi cuerpo; curvado por el peso del yugo de plata la miré desde arriba.
Ella se dio la vuelta y huyó hacia su trono. Sólo me miró cuando hubo alcanzado su asiento.
Me señaló con gesto imperioso. Su guante dorado estaba empapado con su propio sudor y oscurecido por mi sangre.
—¡Que sea usado para las Diversiones de Tharna! —dijo.
12. Andreas, de la casta de los poetas
Se me colocó una capucha y se me arrastró a través de las calles bajo el peso de mi yugo. Finalmente llegué a un edificio, donde debí bajar una larga rampa, seguida de largos pasillos húmedos. Cuando me quitaron la caperuza me encontré con el yugo encadenado al muro de una mazmorra.
El cuarto estaba alumbrado por una débil lámpara de aceite de tharlarión, sujeta en el muro cerca del techo. No sabía en absoluto a qué profundidad bajo tierra se hallaba la cueva. El suelo y las paredes eran de piedra oscura, enormes trozos de piedra, quizás de una tonelada cada uno. El cuarto era húmedo y sobre el suelo había algo de paja.
Apenas podía alcanzar un pequeño recipiente con agua. Un tazón con alimentos se encontraba cerca de mis pies.
Agotado, dolorido, me acosté sobre las piedras y dormí. No sé cuánto duró el sueño. Cuando me desperté me dolían todos los músculos del cuerpo, un dolor sordo y desgarrador. Intenté moverme y de inmediato mis heridas me torturaron.
A pesar del yugo luché por alcanzar una posición sentada, me crucé de piernas y sacudí la cabeza. En el tazón había media hogaza de pan. Con el yugo a cuestas no tenía posibilidad alguna de llegar hasta el pan. Podía arrastrarme sobre el vientre hasta el tazón y, si mi hambre empeoraba, no tendría más remedio que hacerlo, pero sólo el hecho de pensarlo me enfurecía. El yugo no solamente tenía como finalidad evitar la fuga de un prisionero, sino que debía degradarlo, rebajarlo como si fuera un animal.
—Déjame ayudarte —dijo una voz de mujer.
Me di la vuelta y la inercia del yugo casi me hizo perder el equilibrio. Dos pequeñas manos agarraron la plateada carga, lucharon un instante con ella y la colocaron en el lugar debido, de manera que yo recuperé mi equilibrio.
Miré a la muchacha. Podía no ser bonita, pero yo la encontré atractiva. Irradiaba un calor humano que no había esperado encontrar en Tharna. Sus ojos oscuros me miraban preocupados. Su cabello, de un color castaño rojizo, estaba atado por detrás de la cabeza.
Cuando advirtió mi mirada, bajó tímidamente los ojos. Llevaba un sencillo vestido color castaño, semejante a un poncho, que apenas llegaba hasta sus rodillas, ceñido a su cintura por una cadena.
—Sí —dijo avergonzada—. Llevo las ropas de una esclava.
—Eres hermosa —dije.
Me miró sobresaltada, pero agradecida.
Extendió la mano y tocó el yugo de plata que arrastraba:
—Son crueles —dijo.
Luego, silenciosamente, tomó el pan del tazón y lo levantó hasta mi boca. Mordí parte de él con voracidad y lo tragué.
Advertí un aro de metal gris alrededor de su cuello. Supuse que ello significaba que era una esclava estatal de Tharna.
Tomó la taza de agua. En primer lugar limpió la superficie para apartar la capa verde que la cubría y, en el hueco de sus manos, levantó el líquido fresco hasta mis labios resecos.
—Gracias —dije.
Ella sonrió. —No se agradece a una esclava.
—Yo pensé que en Tharna las mujeres eran libres y señalé su collar gris.
—No me quedaré aquí —dijo—. Me sacarán de la ciudad y me llevarán a las Grandes Granjas donde acarrearé agua para los esclavos del campo.
—¿Qué delito cometiste? —pregunté.
—Traicioné a Tharna —dijo.
—¿Estuviste involucrada en una conspiración contra el trono? —pregunté.
—No —dijo la muchacha—. Quise a un hombre.
Me quedé sin habla.
—En un tiempo llevaba máscara de plata, guerrero —dijo—. Ahora no soy más que una mujer degradada, pues me tomé la libertad de amar.