—¿Crees eso de verdad?
—Sí —dijo y agregó—, y no volverá a la ciudad. Él sabe que lo prenderían y, a juzgar por su delito, posiblemente sería enviado a las minas —se estremeció—. Quizás, incluso, lo usarían en las Diversiones de Tharna.
—¿Entonces crees que él tiene miedo de volver a la ciudad? —pregunté.
—Sí, él no vendrá a la ciudad. No es tonto.
—¿Qué? —exclamó una alegre voz juvenil, afable e insolente—. ¿Qué podría saber una muchacha como tú acerca de los tontos, de la Casta de los Cantores, de nosotros los poetas?
Linna se puso de pie de un salto.
A través de la puerta del calabozo un hombre uncido a un yugo fue empujado hacia adelante por dos astas de lanza. Siguió tambaleándose a través de toda la mazmorra, hasta que chocó ruidosamente contra la pared. Luego logró hacer girar el yugo y deslizarse hasta conseguir sentarse.
Era un mozo desaliñado y robusto, de alegres ojos azules y una salvaje cabellera que me recordó la melena de un larl negro. Se sentó en la paja y nos miró con una sonrisa alegre y avergonzada. Estiró el cuello en el yugo y movió los dedos.
—Pues bien, Linna —dijo—, he venido a llevarte conmigo.
—¡Andreas! —exclamó Linna, y corrió a su encuentro.
13. Los juegos de Tharna
El sol me hería los ojos. La blanca arena perfumada, entremezclada con mica y plomo rojo, me quemaba los pies. Parpadeé una y otra vez intentando aminorar la tortura de la luz deslumbrante. Podía sentir cómo el calor del sol traspasaba mi yugo de plata.
Las astas de varias lanzas me pinchaban la espalda, empujándome. Avanzaba a tropezones, y me hundía hasta los tobillos en la arena ardiente. A mi derecha e izquierda otros prisioneros sufrían una suerte parecida; uncidos a sus yugos eran empujados como si fueran animales. Algunos se lamentaban, otros echaban maldiciones. Uno de ellos, el que iba a mi izquierda, se hallaba silencioso, yo sabía que era Andreas, de la ciudad desértica de Tor. Finalmente terminó el tormento de las puntas de lanza.
—¡De rodillas ante la Tatrix de Tharna! —ordenó una voz imperiosa, que nos hablaba a través de una especie de bocina.
Escuché la voz de Andreas junto a mí. —Qué extraño —dijo—, la Tatrix no suele presenciar los espectáculos de Tharna.
Me pregunté si no sería acaso yo la causa por la cual la Tatrix misma estuviera presente.
—¡De rodillas ante la Tatrix de Tharna! —repitió la voz, imperiosamente.
Los demás prisioneros obedecieron. Sólo Andreas y yo permanecimos de pie.
—¿Por qué no te arrodillas? —pregunté.
—¿Crees que sólo los guerreros son valientes?
De repente recibió un brutal golpe con una lanza en la espalda y cayó al suelo gimiendo. También a mí me alcanzó varias veces el asta de la lanza, me golpeó los hombros y la espalda, pero permanecí de pie. De alguna manera firme en el yugo como un buey. De pronto, con un sordo chasquido, el látigo se enroscó alrededor de mis piernas, como una serpiente de fuego. Sentí como si me separaran los pies del resto del cuerpo y caí pesadamente a la arena.
Miré a mi alrededor.
Como imaginaba, nos hallábamos hincados en la arena de un gran ruedo.
Se trataba de un espacio ovalado y tenía un largo aproximado de cien metros. El ruedo estaba tapiado por muros de cuatro metros de altura. Los muros estaban divididos en sectores, pintados de colores vivos: dorado, púrpura, rojo, naranja, amarillo y azul.
La superficie del ruedo, de blanca arena perfumada y reluciente de mica y plomo rojo, contribuía a presentar un cuadro de alegre colorido. En algunas partes privilegiadas de las tribunas, que se levantaban por todos lados, flotaban gigantescos toldos de seda rayada amarilla y roja, que ondeaban al viento.
Parecía que todos los magníficos colores de Gor, ausentes en los edificios de Tharna, se prodigaran en este lugar de diversiones.
En las tribunas, a la sombra de los toldos, vi cientos de máscaras de plata. Las altivas mujeres de Tharna, tranquilamente sentadas en sus bancos sobre abigarrados cojines de seda, aguardaban expectantes el comienzo de los juegos.
También observé el gris de los hombres en las tribunas. Algunos de éstos eran guerreros armados, que posiblemente estuviesen apostados para cuidar el orden, pero muchos debían ser ciudadanos comunes de Tharna. Algunos parecían conversar entre ellos y acaso hicieran apuestas, pero los más estaban sentados rígidamente en sus bancos de piedra, graves y silenciosos en sus túnicas grises, y no era posible adivinar sus pensamientos. En el calabozo, Linna nos había contado a Andreas y a mí que el hombre de Tharna tenía la obligación de asistir a las diversiones de la ciudad por lo menos cuatro veces al año ya que, de lo contrario, él mismo era arrojado al ruedo.
Se oyeron gritos de impaciencia en las tribunas; agudas voces de mujer, que contrastaban extrañamente con la placidez de las máscaras plateadas. Todos los ojos parecían dirigirse hacía el sector de las tribunas delante del cual nos hallábamos arrodillados, resplandeciente de oro.
Alcé la mirada hacia el muro y allí, sobre un trono de oro, vi a la única mujer que tenía el derecho a llevar una máscara de oro, la Primera Mujer de Tharna, Lara, la Tatrix.
Se levantó de su trono dorado y alzó la mano. Llevaba un guante dorado en el que aleteaba un pañuelo también dorado.
Se hizo silencio en todo el ruedo.
A continuación, advertí con gran sorpresa, que los hombres de Tharna uncidos al yugo, arrodillados junto a mí en el ruedo, expulsados por su ciudad, condenados, comenzaron a cantar un extraño himno. Andreas y yo, que no éramos oriundos de la ciudad, fuimos los únicos que no participamos en el coro. Me atrevo a afirmar que Andreas estaba tan sorprendido como yo.
El pañuelo dorado cayó revoloteando sobre la arena del ruedo, y la Tatrix volvió a sentarse y se recostó cómodamente sobre los almohadones de su trono. Una voz resonó por el tubo acústico.
—¡Que comiencen los espectáculos de Tharna!
Este anuncio fue saludado por aclamaciones de entusiasmo y gritos estridentes, pero apenas pude escucharlos, ya que alguien me asió con rudeza y me puso de pie.
—En primer lugar —dijo la voz—, se procederá a la carrera de bueyes.
Nos encontrábamos en el ruedo unos cuarenta míseros cautivos, aproximadamente. En pocos segundos, los guardias nos separaron en grupos de a cuatro, sujetando nuestros yugos con cadenas. A punta de látigo nos llevaron hasta un lugar donde se hallaban algunos bloques grandes de granito, cada uno de los cuales pesaría una tonelada. A los costados de los bloques estaban adheridos unos aros de hierro; cada grupo fue encadenado a uno de esos bloques.
Se nos indicó la dirección que debíamos tomar. La carrera comenzaba y concluía frente al muro dorado, detrás del cual estaba sentada la Tatrix de Tharna resplandeciente de oro. Cada yunta tenía un auriga que llevaba consigo un látigo y se hallaba sentado sobre el bloque de piedra. Laboriosamente arrastramos los pesados bloques hasta llegar delante del muro dorado. El yugo de plata, que ardía al calor del sol, me quemaba el cuello y los hombros.
Al detenernos junto al muro oí la risa de la Tatrix y la ira me nubló la vista.
Nuestro auriga era el hombre de los brazaletes de cuero, que me había llevado de los calabozos del urt hasta la sala del trono de la Tatrix. Se aproximó e inspeccionó nuestras cadenas. Mientras examinaba mi yugo y mi cadena, dijo:
—Dorna la Orgullosa apostó cien discotarns de oro a este bloque. Haz lo posible para que no pierda.
—¿Y si pierde? —pregunté.
—Entonces os querrá ver hervidos en aceite de tharlarión —dijo riendo.