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De pie en medio del ruedo, aguardaba tranquilamente a los guerreros.

El primero en llegar fue el hombre del látigo; su rostro estaba distorsionado por la ira. Violentamente me azotó la cara con la correa.

—¡Eslín! —gritó—. ¡Has arruinado los espectáculos de Tharna!

Dos guerreros me quitaron apresuradamente los cuernos del yugo y me arrastraron hasta el muro dorado. Nuevamente me encontré a los pies de la máscara dorada de la Tatrix.

Me pregunté si me sería deparada una muerte rápida. De repente reinó el silencio en el estadio. Una extraña tensión vibraba en el aire, mientras todos esperaban las palabras de la Tatrix. Encima de mí resplandeció la túnica y la máscara dorada. Sus palabras fueron claras y precisas.

—¡Quitadle el yugo! —dijo.

Creí haber oído mal.

¿Había conquistado mi libertad? ¿Era esto lo que ocurría en los espectáculos de Tharna? ¿O bien, la salvaje y altanera Tatrix habría reconocido la crueldad de los juegos? ¿Un corazón habría latido súbitamente bajo la fría y reluciente túnica de oro, demostrando que esa mujer era capaz de sentir compasión? ¿O habría logrado imponerse el sentido de la justicia, el sentimiento de que yo era inocente y podría abandonar Tharna dignamente?

Mi corazón se sintió invadido por una emoción, el agradecimiento.

—Gracias, Tatrix —dije.

Ella se rió. —Para que sirva de alimento al tarn —dijo.

14. El tarn negro

Me quitaron el yugo.

Los demás prisioneros fueron alejados del ruedo a latigazos, llevados a sus calabozos para ser utilizados en otra oportunidad en los espectáculos, o quizás enviados a las minas.

Andreas de Tor trató de permanecer a mi lado y compartir mi destino, pero lo habían golpeado llevándoselo del ruedo en estado inconsciente.

Los espectadores parecían aguardar con particular expectación la función que tendría lugar a continuación. Las máscaras de plata se movían impacientemente debajo de los toldos de seda que ondeaban al viento. Algunas acomodaban los almohadones de seda, otras se servían distraídamente dulces y otros manjares que les ofrecían individuos vestidos de gris. Rompían el silencio voces que reclamaban la presencia del tarn y se escuchaban burlas dirigidas hacia mí.

Tal vez los espectáculos de Tharna no habían sido estropeados del todo, quizás aún quedaba lo mejor por ver. Indudablemente mi muerte por obra del pico y las garras de un tarn ofrecería un espectáculo gratificante a las insaciables máscaras de Tharna, una adecuada compensación por la desilusión sufrida, por el menosprecio a su voluntad, por el desafío que habían debido tolerar.

Pese a que tenía conciencia de que había llegado el momento de morir, no me disgustó la manera en que ocurriría. El espectáculo podría parecerle terrible a las máscaras de Tharna, pero ellas ignoraban que yo había sido tarnsman y que conocía al tarn, su poder y ensañamiento, que lo amaba a mi manera y que, como guerrero, no consideraba deshonroso morir víctima de un tarn.

Reí torvamente para mis adentros.

A mí me ocurría lo mismo que a la mayor parte de los miembros de mi casta: el monstruoso tarn, el gigantesco halcón carnívoro de Gor, me inspiraba menos temor que otros seres como, por ejemplo, el diminuto ost, aquel pequeño reptil venenoso anaranjado, de pocos centímetros de largo, que puede acechar junto al pie de un hombre y atacar súbitamente sin provocación ni advertencia previa. Los dientes del ost son finos como agujas, y su mordedura no es más que el preludio de un tormento terrible, que indefectiblemente lleva a la muerte. Entre los guerreros, la mordedura de un ost se consideraba una de las puertas más crueles de acceso a la Ciudad del Polvo; se prefería morir destrozado por las garras afiladas de un tarn.

Me habían liberado de mis cadenas.

Estaba libre y podía caminar por la arena; las únicas murallas que me mantenían cautivo eran las que circundaban el ruedo. Disfrutaba de mi nueva libertad, sin estar uncido al yugo, si bien sabía que sólo me la concedían para hacer aún más atractivo el espectáculo. El hecho de que yo pudiera correr, gritar y patalear, que pudiera tratar de ocultarme en la arena, todo esto seguramente deleitaría a las máscaras plateadas de Tharna.

Moví las manos, los hombros, la espalda. Mi túnica hacía rato que estaba desgarrada hasta la cintura, de modo que desprendí del todo los fastidiosos harapos hasta la cintura. Mi cuerpo gozaba de la libertad reconquistada.

Lentamente me encaminé hasta el pie del muro dorado, donde se encontraba el pañuelo de la Tatrix, a cuya señal se habían iniciado los juegos.

Lo recogí.

—Guárdalo como un obsequio —dijo una voz orgullosa desde arriba.

Alcé la cabeza y fijé la vista en la reluciente máscara dorada de la Tatrix.

—Consérvalo como algo que siempre te recordará a la Tatrix de Tharna —dijo una voz detrás de la máscara de oro, en tono divertido.

Con una sonrisa sarcástica miré la máscara dorada, usé el pañuelo para quitarme del rostro el sudor y la arena.

Allá en lo alto, la soberana profirió un grito de furia.

Me colgué el pañuelo al cuello y regresé al centro del ruedo

Apenas hube llegado, una parte de la pared fue enrollada dejando un portón al descubierto, que llegaba casi a la misma altura que la pared, y un ancho de aproximadamente cinco metros. Por el portón avanzaban dos largas filas de esclavos uncidos a un yugo que, azuzados por los latigazos de los guardias traían a rastras una gran plataforma de madera asentada sobre ruedas enormes.

Desde las gradas se oían gritos de sorpresa y alegría procedentes de las excitadas máscaras de plata de Tharna.

La crujiente plataforma fue sacada al ruedo, lentamente, arrastrada por los esclavos que, uncidos como bueyes, caminaban pesadamente en la arena y, poco a poco, vi aparecer al tarn, un animal negro y gigantesco que llevaba la cabeza envuelta y el pico atado. Una de sus patas estaba encadenada a una pesada barra de plata. El pájaro no podría volar, pero sí podría moverse, arrastrando consigo la barra. También él estaba uncido a un yugo en Tharna.

La plataforma se iba aproximando y la multitud advertía, con sorpresa, que yo iba a su encuentro.

El corazón me latía violentamente.

Examiné al tarn.

El diseño de sus plumas no me era desconocido. Observé el plumaje, de un negro resplandeciente, y el monstruoso pico amarillo, ahora cruelmente atado. Contemplé el aleteo de las alas enormes, que batían el aire, arrojando al suelo a los esclavos al pasar por encima de ellos como un huracán, haciendo rechinar las cadenas. El enorme animal alzó la cabeza. Olió el aire libre y empezó a aletear violentamente.

Por supuesto no intentaría volar mientras tuviese la cabeza cubierta; yo dudaba también de que el ave intentara tomar altura mientras tuviera que arrastrar la enorme barra de plata. Si realmente se trataba del pájaro que yo creía reconocer, no se prestaría fácilmente a servir de espectáculo a sus carceleros. Sé que esto podrá parecer extraño, pero creo que muchos animales conocen el orgullo, y sí es así, este monstruo era uno de ellos.

—¡Atrás! —gritó uno de los guardias, provisto de un látigo.

Le arranqué el látigo de la mano y lo hice a un lado con mi brazo. Trastabilló y cayó en la arena. Despreciativamente arrojé el látigo detrás de él.

Me hallaba cerca de la plataforma y quería ver el aro del ave. Comprobé con satisfacción que sus garras estaban reforzadas con acero. Se trataba de un tarn de guerra, un animal adiestrado para demostrar su resistencia, su temeridad; un animal adiestrado para la lucha por los cielos de Gor. Mi olfato inhaló la fragancia salvaje y penetrante del tarn, que a algunos les resulta repugnante, pero que a un tarnsman le huele a perfume.

De pie junto al pájaro casi me sentí feliz, a pesar que sabía que el tarn se encontraba allí para matarme. Era como si por fin hubiera regresado a Ko-ro-ba, como si en esta ciudad gris y hostil hubiera encontrado algo que me era conocido y propio, que también había contemplado las Torres del Amanecer. Cogí el aro del ave con la mano y, como suponía, comprobé que con una lima habían borrado el nombre de su ciudad natal.