—Este tarn —le dije a uno de los esclavos— procede de Ko-ro-ba.
El esclavo se estremeció bajo el yugo al oír el nombre la ciudad. Se apartó de mí, ansioso de ser llevado de nuevo, como si se tratara de un animal, a la seguridad de su celda.
Aunque a la mayor parte de los espectadores debió parecerle que el tarn se hallaba extrañamente tranquilo, yo sabía que el animal temblaba de excitación, al igual que yo. Parecía inseguro. El tarn había levantado la cabeza, parecía alerta en la oscuridad de cuero de su envoltura. Me preguntaba si habría inhalado mi olor. En ese preciso momento el pico amarillo se volvió inquisitivamente en mi dirección.
El hombre de los brazaletes de cuero, que tantas veces me había azotado con su correa en las últimas horas, se acercó con el látigo en alto.
—¡Sal de ahí! —gritó.
Clavé mis ojos en él.
—¡Ya no soy un esclavo uncido al yugo! —exclamé—. ¡Te hallas frente a un guerrero!
Su puño se crispó en torno al látigo.
Me reí en su cara.
—¡Si me golpeas te mataré!
—No te temo —dijo. Tenía el rostro pálido—, retrocedió. Bajó el brazo que sostenía el látigo, un brazo que temblaba.
Volví a reírme.
—De todos modos, pronto estarás muerto —balbuceó—. Cien tarnsmanes intentaron montar este ave y ninguno sobrevivió al intento. La Tatrix decidió que este tarn se reservara únicamente para los espectáculos, a fin de que devorara a eslines como tú.
—¡Quítale la envoltura de la cabeza! —Ordené—. ¡Ponlo en libertad!
El hombre me miró como si yo hubiese perdido el juicio. A decir verdad, a mí mismo me sorprendió la vivacidad con que pronuncié estas palabras. Algunos guerreros, armados con lanzas, se acercaron apresuradamente y me hicieron retroceder, alejándome del tarn. Quedé de pie en la arena, a alguna distancia de la plataforma, mirando como soltaban al animal.
La multitud, en las tribunas, había enmudecido.
Me preguntaba qué estaría ocurriendo detrás de la máscara dorada de Lara, la Tatrix de Tharna, y también si el ave me reconocería.
Un esclavo de talla menuda, sostenido en vilo por otro esclavo, empezó a soltar las cuerdas que sujetaban el pico con movimientos rápidos, y la envoltura en torno a la cabeza del tarn. Luego saltó al suelo.
El ave abrió el pico y las cuerdas sueltas se cayeron al suelo. Con un altivo movimiento de cabeza estalló en el aire el estremecedor grito de guerra del tarn. Las plumas negras de su cerviz se erizaron y el viento parecía agitarlas una a una.
Me impresionó como un espectáculo magnífico.
Sabía que tenía delante de mí a uno de los animales de rapiña más peligrosos de Gor, pero aun así me parecía hermoso.
Sus brillantes ojos redondos, con pupilas semejantes a estrellas negras, se volvieron hacia mí.
—¡Sí, Ubar de los cielos! —exclamé y extendí los brazos. Había lágrimas en mis ojos—. ¿No me conoces? ¡Soy Tarl! ¡Tarl de Ko-ro-ba!
No supe qué efecto pudo tener esta exclamación sobre los espectadores, pues me había olvidado de ellos. Me dirigía al tarn gigantesco, como si fuese un guerrero, un miembro de mi casta:
—Tú, al menos, no temes al nombre de mi ciudad.
Despreciando el peligro corrí hacia el ave. Salté sobre la pesada plataforma de madera sobre la cual se encontraba. Le eché los brazos al cuello y empecé a llorar. El tarn me tocó con su gran pico, como si estuviera interrogándome. Naturalmente un animal como él no podía sentir emociones; sin embargo, cuando sus grandes ojos redondos me examinaron, me pregunté qué pensamientos albergaría su cerebro de ave. ¿Recordaría acaso las aventuras que habíamos vivido juntos, el sonido de las armas en la lucha aérea?
¿Recordaba el Vosk que, semejante a una cinta plateada, se deslizaba debajo de nosotros, la escarpada Cordillera Voltai, recordaría Thentis, las luces de la ciudad de Ar, en la que en cierta oportunidad se había festejado la fiesta de Sa-Tarna, cuando los dos nos habíamos atrevido a apoderarnos de la Piedra del Hogar de la ciudad más grande que se conocía en Gor? No; probablemente el ave no compartía estos recuerdos, que tanto significaban para mí. Suavemente el gigantesco tarn metió su pico debajo de mi brazo. En ese momento tuve la certeza de que los guerreros de Tharna tendrían que matar a dos seres, ya que el tarn me defendería a muerte.
El ave alzó su terrible cabeza de gigante y clavó la mirada en las tribunas. Luego sacudió la pata que lo sujetaba a la gran barra de plata.
Me arrodillé y comprobé que la barra no estaba soldada, ya que en la jaula del tarn se la habían quitado para que pudiera posarse en ella y moverse con libertad. Por suerte, tampoco había candado; lo que sí descubrí fue un perno pesado de aproximadamente cinco centímetros de diámetro.
Tiré del perno, pero éste no se movió; lo habían ajustado con una llave de tuerca. Lo agarré con más fuerza, pero continuó sin ceder. Luché, comencé a lanzar maldiciones. Una voz interior imploraba para que el perno se moviera; pero no pasó nada.
Tomé conciencia de los gritos de las tribunas. No eran simplemente gritos de impaciencia, sino de consternación. Las máscaras plateadas de Tharna no sólo se veían defraudadas por segunda vez al privárselas del espectáculo, sino que estaban confusas, perplejas. No tardaron mucho en advertir que el tarn, cualquiera fuera la extraña causa que lo motivara, no me atacaría y que yo, fuera cual fuere mi suerte, estaba dispuesto a ponerlo en libertad.
La voz de la Tatrix llegó a mis oídos.
—¡Matadle! —gritó.
También oí la voz de Dorna la Orgullosa que azuzaba a los guerreros para que se apresuraran. Pronto las lanzas de Tharna estarían junto a nosotros. Dos o tres guerreros ya habían saltado los muros de las tribunas y se aproximaban. La gran puerta por la que habían traído al tarn se fue abriendo y un grupo de guerreros se precipitó al ruedo.
Mis manos se aferraron con más fuerza al extremo del perno, manchado ahora con mi sangre. Podía sentir los músculos de mis brazos y de mi espalda, presionando el metal que se resistía. Una lanza se clavó en la madera de la plataforma. Yo estaba bañado en sudor. Una segunda lanza vibró en la madera, más cerca que la primera. Tenía la sensación de que el metal me desgarraba la carne, de que quebrantaba los huesos de mis dedos. Una tercera lanza cayó y rozó mi pierna. El tarn deslizó su cabeza por encima de mí y lanzó un grito penetrante y feroz, un grito terrible de rabia, que debió paralizar a todos, espectadores y guerreros. Los lanceros parecían petrificados y retrocedían, como si el gigantesco tarn ya estuviese en libertad.
—¡Imbéciles! —gritó el hombre del látigo—. ¡El tarn está encadenado! ¡Atacad! ¡Matadlos a ambos!
En ese momento cedió el perno, desprendiendo la cadena con la barra plateada del aro de la pata.
Como si comprendiera que estaba en libertad, el tarn sacudió el metal aborrecido de su pata, levantó el pico al cielo y lanzó un grito que seguramente se debió oír en toda Tharna, un grito de aquellos que quizá sólo se oyen en las montañas de Thentis o en la Cordillera Voltai: el grito del tarn salvaje, victorioso, que reclama para sí toda la tierra con todo lo que en ella se encuentre.
Durante un segundo tuve la sensación humillante de que el ave alzaría el vuelo de inmediato; pero a pesar de que el metal ya no la sujetaba, a pesar de estar libre, a pesar de que los guerreros se aproximaban, el ave permaneció inmóvil.
Salté sobre su lomo y me aferré a las plumas del cuello. Habría dado cualquier cosa por una silla de tarn y el ancho cinto color púrpura que sujeta al guerrero a la silla.