De modo que reanudé mi camino.
Había olvidado mi hambre. Ya no pensaba en los peligros del camino.
Al amanecer llegaría a Ko-ro-ba.
4. El eslín
En la oscuridad me acerqué a tropezones a los muros de Ko-ro-ba, golpeando el empedrado con el asta de mi lanza, con el propósito de no apartarme del camino y de ahuyentar posibles serpientes. Era un viaje de pesadilla, una empresa carente de sentido esta búsqueda de mi ciudad en medio de la noche. A menudo me rasguñaba, chocaba con obstáculos y caía, pero me impulsaban las dudas y las aprensiones mortificantes, que no me concederían ningún reposo hasta que volviera a encontrarme sobre los elevados puentes de Ko-ro-ba.
¿Acaso yo no era Tarl de Ko-ro-ba? ¿Acaso no existía esta ciudad? Cada piedra pasang proclamaba que al final del camino se encontraba Ko-ro-ba. Pero ¿por qué el camino se hallaba tan descuidado? ¿Por qué no transitaba nadie por él? ¿Por qué Zosk, perteneciente a la Casta de Portadores de Leña, se había comportado de manera tan extraña? ¿Por qué mi escudo, mi casco y el resto de mi armadura no ostentaban el orgulloso emblema de Ko-ro-ba?
De pronto, lancé un grito dolorido. Dos colmillos se habían clavado en mi muslo. Un ost, pensé en un primer momento. Pero los dientes no aflojaban, y escuché el ruido crepitante, chupador del pericarpio vesicular de una planta carnívora, que a la manera de unos pulmones pequeños y feos se contraían y volvían a expandirse. Me incliné y arranqué la planta del suelo, al borde del camino. Sus cápsulas jadeantes se contraían en mi mano como una serpiente. Saqué de mi carne las dos puntas semejantes a colmillos. La planta carnívora ataca como una cobra y clava dos espinas huecas en sus víctimas. Las reacciones químicas sobre las cápsulas vesiculares producen un efecto mecánico de bomba, y la sangre es chupada por la planta, sirviéndole de alimento. Cuando la aparté de mi pierna, aliviado porque no habían sido los dientes del vart maligno, aparecieron las tres lunas de Gor detrás de las nubes oscuras. Sostuve en lo alto la planta moribunda y la despedacé. Mi sangre, con un resplandor oscuro en la noche plateada, se mezclaba ya con los jugos de la planta y oscurecía el tallo hasta las raíces. En unos dos o tres segundos la planta había chupado casi un cuarto litro de líquido. Estremecido, la arrojé lejos de mí. Por lo general tales plantas están alejadas del borde del camino y de las zonas pobladas. Son peligrosas, en particular para niños y animales pequeños, pero también pueden dañar seriamente a un hombre, si llega a extraviarse y se ve rodeado por un grupo de ellas.
Me dispuse a continuar mi marcha, agradeciendo que las tres lunas goreanas me iluminaran un poco el peligroso camino. En un momento de lucidez me pregunté si no hubiera sido preferible buscar un refugio, y sabía que no podía hacer nada mejor que eso, pero no fui capaz de decidirme. Dentro de mí ardía una pregunta que no me atrevía a contestar. Sólo con la vista y los oídos podría desechar o confirmar mis temores. Buscaba una verdad que no conocía, pero que era necesario encontrar, y esa verdad me esperaba al final del camino.
Percibí un olor extraño, desagradable, como proveniente de una comadreja común, solo que más fuerte. De inmediato estuve bien alerta.
Me puse rígido; una reacción instintiva.
No hice ningún ruido, no me moví, busqué la protección del silencio y la inmovilidad. Volví la cabeza imperceptiblemente y escudriñé las rocas y arbustos del lado izquierdo y derecho del camino. Creí percibir un leve resoplido, un gruñido, un aullido perruno. Luego volvió a reinar la calma.
También el ser desconocido se había paralizado; probablemente percibía mi presencia. Al parecer se trataba de un eslín; ojalá fuera un animal joven. Supuse que no me había querido dar caza, pues de lo contrario seguramente no lo hubiera podido oler; en tal caso se me hubiera aproximado en dirección contraria al viento. Permanecí inmóvil durante unos seis o siete minutos. Entonces divisé al eslín, que cruzaba el camino retorciéndose delante de mí sobre sus seis sólidas patas, como un lagarto recubierto de piel. El hocico puntiagudo y peludo se movía de izquierda a derecha, y olfateaba en el viento.
Respiré aliviado.
En efecto, se trataba de un eslín joven, de apenas unos dos metros y medio de longitud. Al animal le faltaban aún la experiencia y la paciencia del animal adulto. Su ataque, si llegara a percatarse de mi presencia, sería bastante ruidoso, un ataque sibilante, un avance torpe, acompañado de chillidos. El animal se perdió en la oscuridad, quizás no muy seguro de hallarse solo; un animal joven, al que aún no le preocupaban demasiado las tenues señales que en este brutal mundo animal de Gor podrían significar la diferencia entre la muerte y la supervivencia.
Reanudé, pues, mi marcha.
Nuevamente las tres lunas de Gor se habían ocultado detrás de unas nubes oscuras y el viento comenzó a levantarse. Vi las sombras de grandes árboles de Ka-la-na, que se inclinaban ante la oscuridad de la noche; las incontables hojas colgaban de largas ramas y se movían crepitantes. Olfateé lluvia en el aire. En la lejanía se divisó un relámpago, y pocos segundos más tarde, llegó a mis oídos el ruido de un trueno remoto.
Mientras continuaba mi marcha apresurada, aumentaba mi preocupación. Me parecía que ya debía estar divisando desde hacía tiempo las luces de la ciudad cilíndrica de Ko-ro-ba. Y sin embargo no se veía nada. La ciudad debía encontrarse a oscuras.
¿Por qué no colgaban lámparas en los puentes elevados? ¿Por qué las habitaciones de la ciudad no estaban iluminadas con diversos colores, que según el código de luces de Gor nos hablaban de conversaciones, bacanales o aventuras amorosas? ¿Por qué no alumbraban en los muros las luces poderosas, que ofrecían la protección de las murallas a los tarnsmanes de la ciudad que se alejaban de ella?
Me detuve junto a una piedra pasang y traté de responderme a estas preguntas; traté de revelar el misterio. Me sentía confuso, inseguro. Me incliné y contemplé la cifra sobre la piedra. Era la cifra prevista; ya debía estar en condiciones de ver las luces de Ko-ro-ba. Y sin embargo delante de mí no había más que oscuridad. También entonces reparé en el hecho de que no había visto siquiera las fogatas de los campesinos, en los montes que circundaban la ciudad, así como tampoco las antorchas de los valientes cazadores que de noche acechan al eslín. Y sobre todo, no había escuchado la voz de alerta de las patrullas nocturnas de la ciudad, que me habrían dado el alto al menos una docena de veces.
Una monstruosa serie de rayos explotó en la noche, me ensordeció con el estruendo del trueno, destrozó la oscuridad en fragmentos violentos, la despedazó como a una vasija de arcilla, golpeada por un martillo de fuego, y con los rayos se levantó la tormenta; violentos torrentes de agua helada, azotados por el viento.
A los pocos segundos estaba completamente empapado. Comencé a sentir frío. El viento tironeaba de mi túnica. A ciegas proseguí mi camino a través del tremendo temporal. Froté mis ojos para secarlos y pasé los dedos por el pelo para apartarlo de mi rostro. La furia de los relámpagos se descargaba una y otra vez sobre las colinas, me cegaba durante un instante, seguida por un trueno ensordecedor, y volvía a desaparecer de inmediato en la oscuridad.
Apenas unos cincuenta metros delante de mí un rayo cayó sobre el camino. Por un instante me pareció que me obstruía el paso como una lanza gigantesca, encorvada, luminosa, intimidadora, amenazante, y luego desapareció. El rayo había caído en mi camino. No pude dejar de pensar que acaso era una señal de los Reyes Sacerdotes para que diera marcha atrás.
Sin embargo, reanudé mi camino y me coloqué en el lugar en el que había caído el rayo. A pesar del viento helado y de la lluvia que me azotaba, sentía el calor de las piedras a través de mis sandalias. Levanté la mirada, alcé mi lanza y mi escudo y grité a la tormenta. Mi voz se desvaneció en medio de la turbulencia de la naturaleza, un grito desafiante frente a los poderes que aparentemente se habían conjurado contra mí.