De algún modo este hombre me parecía diferente de los demás Iniciados que había conocido en Gor. No lograba precisar la diferencia; sin embargo parecía haber algo en él que lo diferenciara de los demás miembros de su casta. Podía haber sido un simple Iniciado, pero no lo era. No había en él nada de extraordinario, prescindiendo quizás de la expresión de su rostro, que era más orgullosa que de costumbre, y de sus ojos, que pudieran haber contemplado algo que pocos hombres habrían visto.
Se me ocurrió de pronto que yo, Tarl de Ko-ro-ba, un simple mortal, aquí en este sendero, de noche, quizás estaba contemplando el rostro de un rey sacerdote.
Mientras nos encontrábamos allí mirándonos recíprocamente, cedió la tormenta, cesaron los relámpagos y el trueno dejó de ensordecerme. El viento se calmó y el cielo se había despejado. En los fríos charcos de agua sobre el camino se reflejaban las tres lunas de Gor.
Me volví y miré el valle en el cual se había levantado Ko-ro-ba.
—Tú eres Tarl de Ko-ro-ba —dijo el hombre.
Me sobresalté. —Sí —dije—. Soy Tarl de Ko-ro-ba —y me volví para mirarlo.
—Te he estado esperando —dijo el hombre.
—¿Eres un rey sacerdote? —le pregunté.
—No —respondió.
Examiné a esta persona que parecía ser un hombre corriente y al mismo tiempo algo más.
—¿Hablas en nombre de los Reyes Sacerdotes? —pregunté.
—Sí —dijo. Yo le creí.
Naturalmente, no era nada extraño el hecho de que los Iniciados pretendieran hablar en nombre de los Reyes Sacerdotes; de hecho, según su propia opinión, la misión de su casta consistía en interpretar a los hombres la voluntad de los Reyes Sacerdotes.
Pero a este hombre yo le creía.
No se parecía a los demás Iniciados, a pesar de llevar su vestimenta.
—¿Perteneces verdaderamente a la Casta de los Iniciados? —pregunté.
—Soy un hombre que trasmite a los mortales la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dijo el hombre sin responder a mi pregunta.
Callé por un instante.
—De ahora en adelante —dijo el hombre—, serás Tarl sin ciudad.
—Yo soy Tarl de Ko-ro-ba —dije orgullosamente.
—Ko-ro-ba ha sido destruida —respondió el hombre—. Es como si esa ciudad no hubiera existido nunca. Sus piedras y sus habitantes han sido dispersados hacia los rincones más apartados del mundo, y nunca más dos piedras o dos personas de esa ciudad podrán volver a encontrarse.
—¿Por qué ha sido destruida Ko-ro-ba? —pregunté.
—Ha sido la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dijo el hombre.
—Pero ¿por qué razón ha sido la voluntad de los Reyes Sacerdotes?
—Por ser su voluntad —dijo el hombre—. Y no hay nada que pueda cuestionar la voluntad de los Reyes Sacerdotes.
—Yo no acepto su voluntad —dije.
—¡Sométete! —exclamó el hombre.
—¡No!
—Como quieras —contestó—. De ahora en adelante estarás condenado a recorrer el mundo solo y sin amigos, sin ciudad, sin muros que puedas llamar tuyos, sin Piedra del Hogar que puedas honrar. Desde este momento eres un hombre sin ciudad, una advertencia para todos aquellos que quieran desdeñar la voluntad de los Reyes Sacerdotes, pero aparte de esto no eres nada.
—¿Y qué ha sido de Talena? —exclamé— ¿Qué ha sido de mi padre, de mis amigos, de los habitantes de mi ciudad?
—Se hallan dispersos en los rincones más alejados del mundo —dijo la figura embozada— y ni siquiera dos piedras pueden volver a juntarse.
—¿Acaso no he servido a los Reyes Sacerdotes en el sitio de Ar? —pregunté.
—Los Reyes Sacerdotes te han puesto al servicio de sus fines según sus propias conveniencias.
Alcé mi lanza y pensé que hubiera podido matar a la figura que se me enfrentaba de manera tan serena y aterradora.
—Mátame si ese es tu deseo —dijo el hombre.
Bajé mi lanza. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me sentía confuso. ¿Acaso una ciudad había desaparecido por mi culpa? ¿Había sido yo quien trajo la desgracia a sus habitantes, a mi padre, a mis amigos y a Talena? ¿Acaso había sido demasiado necio y no había comprendido que yo no era nada frente al poder de los Reyes Sacerdotes? ¿Y habría de recorrer ahora, cargado de culpa y agonía, los caminos y campos abandonados de Gor, un triste ejemplo del destino que los Reyes Sacerdotes deparan a todos los hombres necios y orgullosos?
De repente dejé de autocompadecerme, y me sentí impactado, porque al mirar ahora los ojos del hombre vi en ellos calor humano, vi lágrimas, lástima, el sentimiento prohibido se reflejaba en su mirada, un impulso que no podía contener. De alguna manera el poder que yo había sentido en su presencia parecía haber desaparecido. Ahora sólo me hallaba frente a un hombre, mi prójimo, aunque llevara las sublimes vestiduras de la orgullosa Casta de los Iniciados.
Parecía estar luchando consigo mismo, como si quisiera decirme sus propias palabras y no el mensaje de los Reyes Sacerdotes. Parecía sacudido por el dolor, apretaba las manos contra la cabeza, tratando de hablarme, tratando de decirme algo. Una mano se extendió hacia mí y las palabras, sus propias palabras, que no tenían nada de la autoridad resonante de sus enunciados anteriores, llegaron hasta mí de forma ronca y casi imperceptible.
—Tarl de Ko-ro-ba —dijo—, quítate la vida con la espada.
Parecía tambalearse y yo lo sostuve.
Me miró a los ojos:
—Quítate la vida con la espada —rogó.
—¿No se frustraría de este modo la voluntad de los Reyes Sacerdotes? —pregunté.
—Sí —dijo.
—¿Por qué me dices que haga eso? —pregunté.
—Yo te seguí en el sitio de Ar —dijo—. Sobre el Cilindro de la Justicia luché a tu lado contra Pa-Kur y sus Asesinos.
—¿Tú, un Iniciado? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Yo era uno de los guardias de Ar y luché por salvar mi ciudad.
—Ar, la gloriosa —dije en voz baja.
Se estaba muriendo.
—Ar, la gloriosa —dijo en voz baja, pero llena de orgullo y volvió a mirarme—. Muere ahora, Tarl de Ko-ro-ba, héroe de Ar.
Sus ojos comenzaron a arder en su cabeza.
—No te deshonres —dijo.
De repente aulló como un perro torturado, y apenas puedo describir lo que ocurrió a continuación. Parecía como si todo el interior de su cabeza empezara a explotar y arder, a hervir como lava líquida y terrible dentro del cráter de su cráneo.
Fue una muerte horrible, y solamente por haber querido hablar conmigo, por haber querido decirme lo que conmovía su corazón.
Lentamente comenzó a aclarar, y los primeros resplandores del amanecer aparecieron por encima de las colinas que en tiempos pasados habían protegido a Ko-ro-ba. Liberé al cuerpo del muerto de las odiadas vestiduras de los Iniciados y lo alejé del camino.
Cuando comencé a cubrirlo con rocas, observé los restos del cráneo, que apenas consistían en algo más que un puñado de desechos óseos. El cerebro había sido literalmente extraído por las llamas. La luz matinal brilló brevemente sobre algo dorado entre los blancos trozos óseos. Lo levanté. Era una pequeña red de fino alambre dorado. No sabía qué hacer con ella y la arrojé a un costado.
Amontoné unas piedras sobre su cuerpo, suficientes en cantidad como para que la tumba fuera visible y para mantener alejadas a las fieras.
Coloqué una gran piedra plana cerca de la cabecera de la tumba y grabé en ella las siguientes palabras con la punta de mi lanza: “Soy un hombre de Ar, la gloriosa”. No conocía nada más acerca de ese hombre.
De pie junto a la tumba desenvainé mi espada. El muerto me había dicho que me matara con ella para evitar mi deshonra, para frustrar una vez al menos la voluntad de los poderosos Reyes Sacerdotes de Gor.