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Fue Drachea quien encontró por fin los gastados escalones, tallados hacía innumerables generaciones en la roca vertical y que ascendían serpenteando en la noche. Siglos de erosión los habían desgastado hasta la lisura traidora del cristal y la pendiente era espantosa; pero Cyllan creyó que, con un poco de buena suerte de su parte, podrían escalar la roca sin contratiempos.

—Tendrá que ser más fácil cuanto más subamos —dijo a Drachea, rezando en silencio por no equivocarse—. Donde no puede alcanzar el mar, tiene que haber menos erosión y pasaremos con más seguridad.

El miró, dudoso, los escalones tallados.

—No puedo imaginarme quién pudo hacer esto, ni por qué. Y nadie los habrá empleado desde hace generaciones.

— Pero han sido empleados, y esto es lo que cuenta. Si otros pudieron subir por ellos, ¡también podremos nosotros! Y esto significa... —Miró hacia arriba el enorme peñasco que parecía abalanzarse sobre ellos en la noche—. Significa que tiene que haber algo en la cima. Un refugio, Drachea...

El asintió con la cabeza, temeroso pero tratando de disimularlo. Habían concertado una tregua un poco insegura, sometiendo sus diferencias a la mutua necesidad de sobrevivir. Drachea señaló los gastados escalones.

— Pasa tú primero. Es más probable que yo pueda agarrarte si te caes.

Esta muestra de galantería, aunque agradable, pronto descubrió Cyllan que estaba fuera de lugar. Drachea tenía una cabeza bastante firme para las alturas, pero al subir los traidores escalones se puso de manifiesto que las fuerzas le estaban abandonando rápidamente. La impresión, la fatiga y el hambre se dejaban sentir, y Cyllan, que estaba en mucho mejores condiciones físicas, tenía que detenerse con frecuencia para no dejarle demasiado atrás. Para ella, la escalada era difícil pero no imposible; había corrido riesgos parecidos en el pasado, escalando los vertiginosos cantiles de la costa de la Tierra Alta del Oeste, con la esperanza de ver a los esquivos fanaani, pero con Drachea siguiéndola con tanta dificultad, contuvo su instinto de subir más de prisa para alcanzar la cima de la terrible escalera antes de que flaqueasen su voluntad o su energía.

Esta, pensó, era la parte más intimidante de la escalada. Ahora debían de estar al menos a seiscientos pies sobre el nivel del mar y, sin embargo, no había señales de la cima del enorme acantilado. Cuando se atrevió una vez a mirar hacia arriba, solamente pudo ver la interminable pared de granito elevándose más allá de los límites de su visión, sin ofrecerle un respiro.

Y cuando llegasen por fin, si llegaban, a la cumbre, ¿qué pasaría? Al continuar la ascensión, Cyllan había percibido con claridad cómo la semilla del miedo germinaba en su interior. Era el mismo instinto animal que la había asaltado en la taberna de Shu, pero mucho más fuerte. Algo les esperaba en la cima del acantilado.., y tenía miedo de descubrir lo que era.

Pero no había alternativa. A cientos de pies debajo de ellos se extendía una playa desierta que no ofrecía la menor esperanza de salvación, e incluso una incógnita temible era una perspectiva mejor que aquello. Debían seguir adelante y enfrentarse con lo que fuese.

Un acceso de tos debajo de ella la detuvo entonces y, al mirar cuidadosamente atrás, vio que Drachea estaba doblado por la mitad, agarrado a un precario saliente. Cyllan retrocedió prudentemente un paso o dos y alargó un brazo para asirle la mano y ayudarle a salvar un trecho en que los escalones de granito se habían derrumbado. El se mordió el labio, conteniendo el aliento hasta que estuvo con ella, y poco a poco, fatigosamente, continuaron subiendo.

En definitiva, la escalada se convirtió en una obsesionante pesadilla para Cyllan. Cada escalón que subía era un tormento para los doloridos músculos y cada pulgada de avance, un pequeño triunfo por sí solo. Habría podido estar trepando durante toda su vida, seguida por Drachea, arriba y arriba, sin llegar nunca a ver el final. A veces casi se reía en voz alta ante la extraña naturaleza de todo aquello; la roca siempre igual, el cielo siempre igual, el aullido fúnebre y siempre igual del viento que le helaba las manos y amenazaba con arrancar los ateridos dedos de las manos y los pies de sus inseguros agarraderos. ¿Cuánto tiempo llevaban subiendo? ¿Minutos? ¿Horas? ¿Días? El cielo no les daba ninguna indicación; la noche se cernía todavía sobre ellos sin que ninguna de las dos lunas trazase su arco para marcar el paso del tiempo. Si esto era una locura, no se parecía en nada a cuanto ella había imaginado antes de ahora...

— ¡Aeoris!

El juramento salió de sus labios antes de que pudiese retenerlo, cuando el acantilado terminó bruscamente y pudo dejarse caer en el blando y tierno césped. Pero tuvo tiempo de registrar en su cerebro la impresionante imagen que tenía delante, antes de recordar a Drachea y volverse y alargar los brazos para ayudarle a subir los últimos escalones. Ambos yacieron jadeando en el suelo; el mundo parecía girar vertiginosamente a su alrededor mientras trataban de cobrar aliento, y Cyllan creyó que oía a Drachea murmurar entre sus resecos labios lo que parecía ser una ferviente acción de gracias. Al fin, cuando tuvo fuerza suficiente, asió a Drachea de un brazo y señaló algo, incapaz de hablar.

A menos de cien pasos de distancia, se elevaba el Castillo, como si hubiese salido de la roca viva. Más negro que todo lo que Cyllan podía imaginar, se alzaba imponente en la noche, dominado por cuatro torres titánicas que apuntaban al cielo como dedos acusadores, y parecía absorber la poca luz que llegaba hasta él, tragándola, engulléndola y desmenuzándola. Por encima de las recortadas almenas, un resplandor carmesí teñía el aire, como si una gran hoguera ardiera a fuego lento, pero constantemente, dentro del recinto del Castillo. Y aunque la monstruosa estructura parecía totalmente cambiada, Cyllan la reconoció...

Drachea hundió reflexivamente las manos en el césped.

—¿Qué es... ese lugar? —murmuró.

Cyllan sintió que su pulso latía en su garganta hasta casi sofocarla, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar.

—Dijiste que te gustaría visitar la fortaleza del Círculo— murmuró con voz ronca—. Tu deseo ha sido cumplido, Drachea. ¡Ese es el Castillo de la Península de la Estrella!

Drachea no replicó. Estaba mirando fijamente el Castillo, incapaz de dar crédito a lo que estaba viendo. Al fin consiguió articular unas palabras.

— No me imaginaba... , ninguna de las historias que había oído decía... ¡que podía ser como eso!

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Cyllan, y su miedo se multiplicó.

—No lo es —murmuró—. O al menos.., no era así cuando yo lo vi. Algo malo ha pasado...

— Los rumores... — empezó a decir Drachea.

—Sí... Pero si los Iniciados se han recluido ahí, ¿cómo hemos podido cruzar la barrera?

Drachea se puso en pie tambaleándose. Seguía mirando fijamente el Castillo, como si temiera desmayarse si miraba un momento a otro parte.

—Debemos averiguarlo —dijo.

Ella no quería acercarse... De pronto se había sentido terriblemente espantada. Pero el argumento de Drachea no admitía discusión. Si cruzaban el puente, no hallarían más que las montañas norteñas durante leguas. Dos cuerpos agotados y hambrientos no podían esperar sobrevivir en invierno al cruzar el puerto de montaña. Y aunque miró al lugar donde hubiese debido estar el puente, Cyllan no pudo verlo. Solamente la niebla, suspendida como una cortina, como para marcar una barrera infranqueable entre el mundo real y este mundo de pesadilla y de ilusión.

Se puso de pie, turbada por este pensamiento, y se acercó a Drachea. El la miró y trató de sonreír.

—O seguimos adelante, o nos quedamos aquí —dijo—. ¿Qué hacemos?