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—Adelante...

La palabra había brotado de sus labios casi sin que ella pudiera darse cuenta.

Poco a poco, echaron a andar hacia el Castillo, que parecía salir a su encuentro. Aquí incluso el viento había cesado y el silencio era fantástico. Al acercarse a la maciza entrada, Cyllan se dio cuenta de que no había señales de vida en el Castillo. Las grandes puertas estaban cerradas, y la mate radiación carmesí que brotaba de dentro permanecía siempre igual. El lugar parecía abandonado...

¿Y cómo, se preguntó de nuevo, habían podido cruzarla— Drachea... — Le agarró de un brazo y tiró de él, bruscamente atacada por una terrible duda—. Drachea, algo espantosamente malo ha ocurrido aquí...

Era un débil repetición de su miedo anterior, pero no había podido encontrar una manera más clara de expresar sus temores. En cambio, Drachea no quería dejarse intimidar. Se desprendió irritado de ella y empezó a caminar más de prisa, casi corriendo al bajar la última pendiente del prado que conducía a la entrada del Castillo. Cyllan le siguió y le alcanzó cuando él empujaba inútilmente las enormes puertas.

— ¡Están cerradas! — Drachea se volvió en redondo, apoyando la espalda contra la puerta y empujando desalentado; pero fue inútil—. ¡Maldita sea! ¡No he pasado tantas fatigas para verme ahora frustrado!

— ¡Drachea, no! — protestó Cyllan.

Pero era demasiado tarde. El se había vuelto de nuevo de cara a la entrada y golpeaba furiosamente con los puños la madera de la puerta, gritando con furor casi histérico:

— ¡Abrid! ¡Abrid, malditos! ¡Dejadnos entrar!

De momento, nada ocurrió. Después, para asombro de Drachea y de Cyllan, la maciza puerta rechinó. Se oyó un chasquido sordo, un ruido que resonó en el vacío... y lentamente, muy lentamente, las enormes hojas de madera se abrieron hacia dentro, en silencio y con gran suavidad, derramando una lúgubre radiación roja de sangre que manchó el césped.

— ¡Dioses!

Drachea se echó atrás, contemplando con una mezcla de pasmo y pesar la vista que había revelado la puerta al abrirse. Ante ellos, enmarcado por un arco negro y opaco, estaba el patio del Castillo, y ambos contemplaron la escena con inquieto asombro.

El gran patio estaba vacío y silencioso como una tumba. En el centro, reflejando aquella desolación, se alzaba una fuente arruinada y seca, con sus estatuas talladas mirándoles de soslayo, con una sonrisa helada. Aquella luz carmesí de pesadilla que había brillado sobre las negras murallas era aquí mucho más intensa, pero parecía no brotar de parte alguna; simplemente, existía sin un origen visible, y cuando Cyllan miró inquieta a Drachea, vio que aquella luz teñía de sangre su piel.

Muy bajito, Drachea silbó entre los dientes apretados, y Cyllan se estremeció.

—Parece.. muerto. Vacío como si no hubiese aquí alma viviente..

— Sí... — Drachea avanzó prudentemente, pasando bajo el silencioso arco negro hasta entrar en el patio, con Cyllan pisándole los talones. Respiró hondo—. ¿No puede haber ninguna duda? ¿Es éste el Castillo... ?

— ¡ Oh, sí! No cabe la menor duda.

El asintió con la cabeza.

—Entonces, los Iniciados tienen que estar aquí. Y sea cual fuere su propósito al aislarse del resto del mundo, ¡seguramente no pueden negarse a darnos asilo!

Empezó a cruzar ansiosamente el patio desierto, pero no antes de que Cyllan percibiera en sus ojos un destello de expectación casi febril. Drachea había olvidado el Warp, el mar, la triste playa al pie del promontorio del Castillo... Lo único que le importaba ahora era que el destino le había traído a la fortaleza del Círculo. El porqué y el cómo importaban poco: la antigua y obsesiva ambición de formar parte de aquella venerada y selecta minoría había eclipsado todas las demás consideraciones. Se había adelantado ya a Cyllan, dirigiéndose al tramo de escalones anchos y bajos que conducía a una doble puerta abierta. Ella aceleró el paso, temerosa de quedarse sola en barrera que mantenía aislado el Castillo? ¿Cómo habían podido pasar a través del Laberinto?

— Drachea, ¡espera, por favor! — le suplicó—. No podemos entrar ahí; puede haber razones.

Él la interrumpió, rechazando sus dudas con impaciencia:

—¿Qué prefieres? ¿Que nos quedemos en el patio hasta que alguien nos descubra? No seas tonta, ¡no hay nada que temer!

Si que lo hay, protestó una voz interior. Cyllan no podía librarse de aquel presentimiento; antes al contrario, se intensificaba por instantes, y tuvo que dominar el impulso de dar media vuelta y echar a correr hacia la puerta y la aparente seguridad de la cima del acantilado. Miró rápidamente por encima del hombro y, con una sensación de impotencia, se dio cuenta de que cualquier intento de fuga no serviría de nada.

Fuera lo que fuese, la fuerza callada y secreta que había abierto la puerta para franquearles la entrada la había cerrado de nuevo. Estaban atrapados, como moscas en una telaraña...

Cyllan se sintió mareada. No quería aventurarse a entrar en el Castillo, pero Drachea se negaba a escucharla. Estaba resuelto a seguir investigando, tanto si ella quería como si no; podía seguirle o permanecer donde estaba, sin más compañía que las muertas y sonrientes gárgolas de la fuente...

Volviéndose de nuevo, vio que Drachea había cruzado ya el umbral de la puerta y estaba plantado en un pasillo. La luz carmesí penetraba incluso hasta allí, como un lejano fuego infernal, y su resplandor hacía que pareciese inhumano. Drachea miró hacia atrás y gritó:

— Vienes, ¿O tendré que buscar solo a los Iniciados?

Cyllan no respondió, pero se apresuró a reunirse con él, palpitándole el corazón y pensando que elegía el menor de los males tangibles. Lentamente, se adentraron en el Castillo, y sus pisadas resonaron misteriosamente en el profundo silencio. Nada se movía, nadie salía a darles la bienvenida o a reprenderles... y entonces Drachea se detuvo ante otra pesada puerta que estaba parcialmente abierta.

— Un salón, o algo parecido...

Tocó la puerta y ésta se abrió fácilmente a un vasto salón de elevado techo. Había largas y pulidas mesas en toda la gran estancia y, en el fondo, veíase un enorme hogar vacío, con sus útiles de cobre bruñido resplandeciendo con un rojo de sangre bajo la extraña luz. Sobre la maciza campana había una galería con balaustres, casi invisible en la sombra y con pesadas cortinas colgando a ambos lados. El lugar estaba tan vacío y muerto como el patio.

—Aquí debe de ser donde comen los Adeptos —dijo Drachea en voz baja, y Cyllan adivinó lo que estaba pensando.

—Pero no hay nadie.

Un sonido, tan débil que podía ser fruto de la imaginación, flotó en los límites de lo perceptible y se extinguió. Era una risa lejana de mujer... Drachea palideció.

—¿Lo has oído... ?

—Sí, lo he oído. ¡Pero aquí no hay nadie!

— Tiene que haber alguien... ¿El Castillo de la Península de la Estrella, abandonado y vacío? ¡No es posible!

Cyllan sacudió la cabeza, tratando de acallar la vocecilla obsesionante que le preguntaba ahora: ¿Crees en fantasmas...? Las pisadas de Drachea parecieron descaradamente fuertes cuando se acercó a la mesa más próxima y apoyó las manos en ella.

— Esto es bastante real — dijo a media voz—. A menos que esté soñando o muerto, yo...

Calló al oír el inconfundible ruido de unas pisadas en la galería.

Por un momento observaron paralizados la oscura galería que se encontraba sobre la vacía chimenea. Las cortinas no se movieron y al extinguirse el débil ruido, no hubo ya más señales de vida. Pero el rostro de Drachea asumió de pronto una expresión de triunfo.

—¿Lo ves? —murmuró. No estamos solos, ¡y no estoy soñando! Los Iniciados están aquí, ¡y se han dado cuenta de nuestra presencia! —Se irguió, llevándose la palma de una mano al hombro opuesto en ceremoniosa actitud, y gritó—: ¡Te saludo! ¡Soy Drachea Rannak, heredero del Margrave de la provincia de Shu! ¡Ten la bondad de manifestarte!