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Le respondió el silencio. No más pisadas; ningún movimiento. Cyllan sintió un hormigueo en su piel y se acercó a Drachea. El joven tenía el entrecejo fruncido, y carraspeó, perplejo.

—He dicho que tengas la bondad de salir. Estamos mojados y agotados, y pedimos la hospitalidad debida al cansado viajero. ¡Maldita sea! ¿Es éste el Castillo de la Península de la Estrella o...?

— ¡Drachea! — le interrumpió Cyllan, agarrándose a él.

El lo vio un momento después de que los más rápidos sentidos de ella hubiesen discernido el primer movimiento. Una sombra, que se desprendió de la más densa oscuridad de la galería, avanzó rápidamente hasta la cima de la escalera que descendía en espiral al comedor, y empezó a bajar.

Drachea retrocedió, perdida su arrogancia delante de aquella manifestación. Aquella persona (pues era ahora perceptiblemente humana) acabó de bajar y se detuvo al pie de la escalera. Cyllan advirtió, con espanto, su frío e impasible escrutinio, pero el recién llegado estaba todavía demasiado envuelto en sombras para que fuesen vis i-bles sus facciones. Pero fuera quien o lo que fuese, su aspecto produjo en ella la inquieta impresión de algo conocido.

Una mano blanca y delgada se agitó con impaciencia en la oscuridad que envolvía a la aparición, y algo negro se movió y ondeó. Cyllan se dio cuenta de que el personaje llevaba una capa oscura y de alto cuello que barría el suelo a sus pies. Entonces, una voz con un acento que la hizo estremecer, dijo bruscamente:

— ¿Cómo, en nombre de los Siete Infiernos, habéis podido cruzar la barrera?

Drachea se echó atrás, impresionado por el tono amenazador del personaje. Pero Cyllan permaneció como petrificada por un recuerdo que volvía a su mente, un recuerdo que había estado luchando por borrar de su memoria. Abrió mucho los ojos mientras aquel hombre alto y oscuro se acercaba y, por primera vez, el resplandor carmesí le alcanzó, iluminando sus facciones.

Había cambiado... Por los dioses, cómo había cambiado! La carne de su cara era cadavérica, la estructura ósea, dura y esquelética. Pero los revueltos cabellos negros que caían en cascada sobre sus hombros eran los mismos, y los ojos verdes de negras pestañas tenían aún la misma intensidad misteriosa, aunque ahora brillaban con una inteligencia cruel que ella no podía comprender. Parecía un demonio encarnado más que un hombre viviente... , pero ella le había conocido.

Y el momentáneo destello de reconocimiento que brilló en la expresión de él confirmó su certidumbre.

— Tarod... — dijo Cyllan con voz insegura.

CAPÍTULO 3

Tarod contempló fijamente a las dos andrajosas criaturas plantadas delante de él, los primeros seres humanos que veía en... Cortó el hilo de su pensamiento, ligeramente divertido por el hecho de que una parte de su mente insistiese todavía en pensar en términos de tiempo.

Y esa muchacha... La recordó al ver sus cabellos claros y sus extraños ojos ambarinos, y un nombre acudió a su memoria. La había olvidado, pero, de una manera inverosímil, ella estaba ahora en el Castillo, donde nadie, salvo él mismo, había caminado desde el día en que Keridil Toln había intentado afanosamente destruirle

Esto le había pillado desprevenido, pero ahora estaba recobrando su aplomo, aunque le costaba un considerable esfuerzo en vista de lo que había sucedido. Ningún ser humano podía ser capaz de cruzar la barrera que mantenía al Castillo inmovilizado en un limbo fuera del Tiempo. Su propio poder, grande como era, no podía penetrar la amorfa envoltura sin dimensiones pero espantosamente real, de tiempo y espacio, que le había atrapado aquí en su último y desesperado esfuerzo por salvar su vida y su alma; y fuera cual fuese su talento psíquico, Cyllan no era una verdadera hechicera. Sin embargo, estaba aquí tan real como él...

Dio un paso adelante; su movimiento implicaba una amenaza que hizo que Drachea retrocediese, y su mirada fría se posó sucesivamente en los dos.

—¿Cómo rompisteis la barrera? —preguntó de nuevo—. ¿Cómo llegasteis al Castillo?

Drachea, socavada su confianza, tragó saliva y trató de hacer una ceremoniosa reverencia.

—Señor, soy Drachea Rannak, heredero del Margrave de la provincia de Shu —dijo, empleando su rango como un arma defensiva—. Hemos sido víctimas de un extraño accidente que...

—¡No me interesan tu nombre, tu título ni tus circunstancias! — gruñó Tarod—. Responde a mi pregunta. ¿Cómo llegasteis aquí?

Pasmado por el hecho de que alguien, fuera cual fuese su rango, se atreviese a tratar con tan manifiesto desdén al hijo de un Margrave,

Drachea abrió la boca para replicar con furia. Pero antes de que pudiese hablar, Cyllan dijo rápidamente

—Vinimos del mar.

Tarod se volvió y la miró fijamente, y ella le aguantó la mirada sin pestañear. Le tenía miedo, le asombraban los impresionantes cambios que parecía haber sufrido, y sabía que irritarle podía ser peligroso; pero no daría un paso atrás. Y bruscamente, parte de aquel brillo peculiar se extinguió en los ojos de Tarod.

— ¿Del mar? — repitió con una curiosidad ahora mucho más amable.

Cyllan asintió con la cabeza.

— Fue el Warp... Estábamos en Shu-Nhadek...

Vaciló, dándose cuenta de que la historia debería parecer imposible incluso a un Iniciado, y antes de que pudiese continuar, Tarod la sorprendió alargando una mano y tocando un mechón de sus cabellos. Lo estrujó entre sus dedos; estaba rígido y pegajoso a causa de la sal y las hebras no querían separarse.

—Apenas te has secado.

Una pizca de caridad se estaba abriendo paso entre la mezcla de sorpresa, recelo y atisbos de una inquieta comprensión. Un Warp... Su propia y terrible experiencia que, cuando era niño, le había traído al amparo del Castillo, volvió bruscamente a su memoria. También él había sobrevivido a un Warp, para encontrarse con que le había transportado a lo largo de medio mundo. Era posible, seguramente era posible, que si los Warps podían trascender el espacio, pudieran también trascender el tiempo.

De pronto preguntó:

—¿En qué estación estamos?

— ¿Qué...? —Cyllan se quedó perpleja—. Pues..., casi en primavera. Empezará dentro de quince días.

No era todavía pleno invierno cuando se habían producido los cambios... ¿Habían pasado años, o simplemente semanas, más allá de la barrera del tiempo? Tarod no pudo especular sobre ello, pues Drachea habló bruscamente:

— ¡Debo protestar, señor! Llegamos aquí sin culpa por nuestra parte; estamos agotados. ¡Ha sido una suerte que estemos vivos! Solicitamos la simple cortesía debida a quien está en dificultades, ¡y tú pareces considerar más importante saber en qué estación estamos!

Seguramente el tiempo que reina más allá de estas paredes es más que suficiente para...

Se interrumpió cuando Tarod le miró con desdeñosa hostilidad. Fuera lo que fuese, Iniciado o no, aquel hombre estaba loco; no podía haber otra explicación, y la idea de lo que podía hacer un Adepto loco era para espantar a cualquiera. Drachea tragó saliva y prosiguió, tratando de parecer tranquilo, pero desagradablemente consciente del temblor de su voz:

—No he querido ofenderte, pero si el Sumo Iniciado quisiera concederme una entrevista...

La sonrisa de Tarod fue ligeramente irónica.

—Temo que esto es imposible. El Sumo Iniciado no está aquí.

— Entonces, hablaré con el que esté encargado... — insistió Dra-

chea.

Tarod había cobrado inmediatamente antipatía al orgulloso joven, y la perspectiva de tratar de explicarle la verdad no le gustaba en absoluto. Incluso Cyllan, con su percepción más amplia, encontraría que los hechos eran difíciles de aceptar.