— No hay nadie «encargado», como tú dices — respondió a Drachea—. Y éste no es momento de dar explicaciones. Ambos habéis sufrido un penoso accidente, y vuestras necesidades no han sido atendidas, según te has dignado indicar. Antes de considerar otras cosas, deberíais tomar un baño y descansar.
—Bueno... —Drachea se ablandó—. ¡Te quedaré muy agradecido por esto! Si hay algún criado libre...
Tarod sacudió la cabeza.
—Ahora no hay ningún criado. Temo que tendréis que conformaros con lo que puedo ofreceros. — Y viendo que el joven seguía sin comprender, añadió—: No hay nadie más en el Castillo.
Drachea se quedó pasmado.
—Pero...
—Pronto tendrás la respuesta que buscas —dijo Tarod en un tono que no admitía réplica. Esperó a que Drachea se apaciguase y después señaló hacia el fondo del salón—. Los servicios del Castillo están por aquí. Seguidme.
Cyllan trató de captar su mirada mientras él les conducía a través de la estancia, pero no lo consiguió. Caminó al lado de Drachea, con la cabeza dándole vueltas. Dado que sólo había tenido con él dos breves encuentros, no podía decir que conociese bien al Adepto de negros cabellos, pero una intuición infalible le decía que había cambiado en muchos más aspectos de lo que indicaba su mera apariencia física, por no hablar de los cambios que visiblemente se habían producido en el Castillo.
¿Dónde estaban los Iniciados del Círculo? ¿Qué le había sucedido a esta comunidad? Las preguntas se acumulaban en su cerebro y ni siquiera los más exaltados esfuerzos de su imaginación le daban respuestas que tuviesen sentido. Miró a Drachea, vio su tensa y turbada expresión y, disimuladamente, le estrechó una mano. Era algo que nunca se habría atrevido a hacer en circunstancias normales, pero éstas estaban muy lejos de la normalidad. Drachea, más que mostrarse ofendido, pareció alegrarse de aquel pequeño contacto y apretó los dedos de ella en un intento de tranquilizarla.
Tarod les condujo a lo largo de pasillos en silencio, donde resonaban huecas sus pisadas. El ala norte del Castillo estaba principalmente dedicada a habitaciones tanto privadas como comunitarias, pero no había la menor señal de vida en ellas ni en los corredores. Ninguna voz sonaba en el aire tranquilo, nadie salía de una puerta para ir a algún quehacer. Todo el Castillo estaba envuelto en misterio, espantosamente muerto.
Al fin llegaron a una empinada escalera que descendía a los sótanos del Castillo. Un pálido resplandor surgía del fondo, y de pronto salieron a una amplia galería que daba sobre un conjunto de estanques artificiales. Habían sido construidos cubículos en bien de la intimidad, y toda la cámara estaba débilmente iluminada por los suaves reflejos del agua.
Tarod se volvió a ellos y sonrió ligeramente.
—Confieso que esto no es tan refinado como los baños de la provincia de Shu, pero encontraréis que el agua es tibia y refrescante. Cuando hayáis terminado, ¡estaré en el comedor!
Drachea miró rápidamente a Cyllan, saludó brevemente a Tarod con la cabeza y se dirigió deprisa a uno de los cubículos más lejanos, como ansioso por distanciarse lo más posible de su anfitrión.
Cyllan contempló la superficie cristalina del agua, ahora demasiado consciente de lo agotada que estaba después de lo ocurrido. La idea de estar limpia, de poder dormir sobre algo que no fuese guijarros ni granito, hizo que quisiera pellizcarse para estar segura de que no era un sueño. Iba a quitarse la mojada y sucia ropa, pero no lo hizo al darse cuenta de que Tarod no se había movido, sino que estaba todavía a su lado.
Se volvió poco a poco de cara a él. Ahora Drachea no podía oírles y había cien preguntas que ella deseaba hacer. Pero le faltó valor, pues aunque el alto Adepto la estaba observando, tuvo la desconcertante impresión de que los pensamientos de él estaban a una distancia inconmensurable. Se estremeció y este movimiento llamó la atención de Tarod, que pareció volver a la realidad.
— Discúlpame, Cyllan — dijo—. Te estoy entreteniendo.
— Recuerdas mi nombre...
Estaba sorprendida e irracionalmente satisfecha; era la primera vez que él se había dirigido personalmente a ella.
Tarod sonrió.
—La memoria no me falla todavía. Y tú... tú me reconociste. Eso me halagó.
Ella se sonrojó, percibiendo la ironía y no queriendo adivinar su motivo.
— Perdóname.
— ¿Por qué?
— Por entremetemos en algo que no es de nuestra incumbencia. Me doy cuenta de que no somos bienvenidos aquí, de que nuestra llegada ha sido... inoportuna. No queremos molestarte más tiempo de lo necesario.
— Tu amigo Drachea no sería tan cortés.
Ella le miró rápidamente, casi con enojo.
—No es mi amigo.
— El hijo de un Margrave no se relaciona por gusto con una conductora de ganado, ¿verdad?. —Vio que la cara de ella se nublaba y comprendió, con cierta sorpresa, que se había sentido herida por sus palabras. Él había querido dirigir su pulla contra Drachea, y para quitar hierro a su observación, añadió—: Entonces debe de ser aún más tonto de lo que parece.
Esto mitigó la ofensa, pero Cyllan se mantuvo todavía a la defensiva.
—Nos iremos en cuanto podamos —dijo—. Cuando hayamos descansado.
— ¡Ah! En cuanto a eso... — Tarod suspiró —. No puedo explicártelo del todo, Cyllan; no aquí y ahora. —Torció brevemente la boca, como si sus propias palabras le hubiesen recordado alguna bro ma particular y no demasiado agradable—. Pero hay un hecho que mi conciencia me obliga a revelarte. —¿Mi conciencia? Casi había olvidado lo que era la conciencia... — Ahora que habéis venido aquí — siguió diciendo—, no podéis marcharos.
Ella le miró fijamente, sin comprender.
—¿No podemos? Pero...
—Quiero decir que no es posible. En realidad, estáis atrapados aquí, y ni siquiera yo tengo poder para cambiar las cosas. Lo siento.
Las últimas palabras habían sido escalofriantes, y Cyllan sintió el frío en su interior, como si el presentimiento animal que había tenido renaciera una vez más. Algo malo, tan terriblemente malo que escapaba a su comprensión...
Haciendo acopio de valor, habló con lenta deliberación.
— Tarod, si lo que dices es verdad, tiene que haber ocurrido aquí algo terrible. — La intuición hizo que sintiese un hormigueo en la nuca, y supo que, como le había ocurrido en raras ocasiones, su instinto la estaba guiando con seguridad—. Y algo te ha ocurrido a ti — declaró.
Tarod comprendió que quería decir mucho más de lo que estaba diciendo. Por un instante, hubo tal veneno en su mirada que ella retrocedió. Después se dominó y sacudió la cabeza.
—No te conviene ser tan perspicaz, muchacha. Pero si eres prudente, no harás más presunciones. Sean cuales fueren las respuestas que creas haber encontrado, ¡son mucho menos que la verdad!
Se volvió bruscamente y, con ese movimiento, una barrera invisible pero tangible pareció levantarse entre ellos.
— Encontrarás ropa en un estante al final de la galería —dijo fríamente—. Ponte lo que te parezca.
Ella trató de llamar a Tarod, que se alejaba, pero las palabras mi-rieron en su boca. Las pisadas de él resonaron en el techo del sótano, y lo último que vio fue una sombra negra que más tarde se confundió con la oscuridad de la escalera.
No comprendía nada. Por unos breves instantes, la más cara impasible se había relajado un poco: después él se había retirado deliberada y casi despectivamente, apartándose de Cyllan como si fuese indigna de que reparase en ella.
Tal vez lo era... Poco a poco, Cyllan se despojó de la camisa y del pantalón que la sal había endurecido y se sentó en el borde de la galería dejando que sus piernas oscilasen en el agua. Esta era sorpren dentemente caliente, produciendo un fuerte escozor en sus contusos y lastimados pies, y se dejó caer suavemente en el tranquilo estanque hasta quedar sumergida hasta los hombros. Su propia cara, contraída y pálida, la miró desde la superficie que parecía un espejo, y ni una sola onda se formó para romper la calma.