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—No podemos salir del Castillo —dijo a media voz.

—¿Qué...

Temerosa de que esta vez no pudiese dominar él su genio, Cyllan prosiguió rápidamente:

—Por favor, Drachea, no me pidas que te lo explique, porque no puedo hacerlo. Sólo sé lo que me dijo Tarod, es imposible que salgamos de aquí. Dijo... que estamos atrapados.

El silencio pendió en la habitación como un cuchillo afilado, hasta que Drachea estalló:

— ¡Maldito sea! — Se puso en pie de un salto y paseó de un lado a otro como un gato enjaulado—. ¡Esto es insensato! El Castillo de la Estrella, la fortaleza del Círculo, vacío; un Adepto que dice que estamos prisioneros aquí... ¡Es insensato!

Drachea y empezó a vestirse rápidamente.

Cyllan estaba a punto de llorar; un estado que había sido muy raro en el transcurso de su dura vida. Podía comprender el furor de Drachea, pero el instinto que la había guiado hasta ahora con tanta claridad le decía que no había fuerza capaz de alterar su destino. Y aunque no comprendía en absoluto la verdad que se ocultaba detrás de la fría revelación de Tarod, no había dudado un solo instante de que ésta era cierta.

Drachea se detuvo y apretó las manos contra la puerta. Respiraba con fuerza, tratando de dominar su cólera.

— ¿Dónde está él? —dijo, apretando los dientes —. Adepto o no, tiene que aclararme esto, ¡ahora mismo! No puede tratar de esta manera al heredero de un Margrave. Deben de estar buscándome, ¡y mis padres estarán locos de angustia! ¡El no puede hacer esto!

Golpeó desesperadamente la maciza puerta con los puños y, habiendo desfogado un poco su ira, se volvió y miró duramente a Cyllan.

— Puedes venir conmigo o quedarte, ¡pero voy a buscar a tu amigo Iniciado y a recordarle su responsabilidad!

Cyllan sintió un profundo desaliento. Drachea reaccionaba como un niño frustrado, y ella se estremeció al pensar en el conflicto que podía provocar en su actual estado de ánimo. Pero, al recordar la frialdad distante de Tarod, se dijo que, a pesar de su petulancia, el hijo del Margrave era su único aliado seguro.

Encontrar a Tarod resultó menos fácil de lo que había imaginado Drachea. Recorrió los vacíos y resonantes corredores del Castillo, abriendo puertas y gritando en su frustración; pero no oyó pasos que le respondiesen, ni vio movimiento alguno. Cyllan le alcanzó y le siguió, tratando de hacer caso omiso del enorme peso que sentía en el estómago. Su inquietud aumentaba por momentos, debatiéndose entre el deseo de que Tarod se presentara antes de que Drachea acabase de perder el poco dominio que tenía sobre sí mismo, y el temor por lo que podía ocurrir cuando los dos hombres se encontrasen cara a cara.

Y al fin se encontraron, delante de la puerta de doble hoja que daba a la ancha escalera que conducía al patio. Cyllan miró fijamente el muerto escenario que tenían delante, los imponentes muros negros teñidos por aquel tétrico e irreal resplandor carmesí que penetraba en todas partes... , y entonces un ligero movimiento en el borde de su campo visual la puso sobre aviso.

La figura de Tarod salió de una puerta situada al pie de la Torre Norte del Castillo. Cyllan, instintivamente, miró hacia la cima de la gigantesca torre que se elevaba en el cielo nocturno, e inmediatamente tuvo que combatir un súbito ataque de vértigo. Allí, en lo más alto de la torre, brillaba una luz débil en una pequeña ventana...

—¡Tarod! —La voz de Drachea hizo que Cyllan saliese de su ensimismamiento y volviese la cabeza para verle bajar la escalera, contoneándose, y cerrar el paso a Tarod—. ¡Te estaba buscando!

Tarod se detuvo y miró indiferente al joven.

— ¿De veras? —dijo.

Esta vez, la cólera de Drachea fue más fuerte que su pavor. Se detuvo a tres peldaños del pie de la escalera, de manera que los ojos de los dos estuvieron al mismo nivel, y dijo, furioso:

—Sí, ¡de veras! ¡Y creo que es hora de que me des una explicación! Acaban de decirme que estoy aquí prisionero, ¡y necesito saber qué quisiste decir con tal impertinencia!

Tarod miró brevemente a Cyllan, que se sonrojó. Después cruzó los brazos y miró a Drachea como si fuese un ser de una especie desconocida.

—He dicho a Cyllan la pura verdad —dijo con fría indiferencia— Habéis venido aquí sin ser invitados y sin que yo haya intervenido; si ahora tenéis que quedaros nada puedo hacer para impedirlo. Créeme que lo lamento.

Drachea estaba muy lejos de darse por satisfecho.

—¡Esto es absurdo! Debo recordarte que no soy un campesino cuya ausencia pase inadvertida. Mi clan me estará buscando, se pondrá a la milicia sobre aviso. Te advierto que, si no me encuentran, ¡las consecuencias serán graves!

Tarod se pellizcó la nariz y suspiró irritado.

— Está bien. Si quieres marcharte, si crees que puedes hacerlo, vete. No soy tu carcelero y las puertas no están cerradas.

Drachea iba a replicar airadamente, pero se detuvo, perplejo, Miró a Cyllan y frunció el entrecejo.

—¿Qué dices tú? —preguntó, señalando hacia la puerta.

—No, Drachea. Es inútil.

Sacudió la cabeza, sabiendo instintivamente lo que iba a ocurrir; sabiendo, también, que nada conseguiría si trataba de convencer a Drachea. Tenía que descubrirlo él.

El le dirigió una mirada furiosa y empezó a cruzar el patio. Cyllan esperó que Tarod se volviese a ella, dijese algo que destruyese la muralla de hielo que parecía haberse levantado entre los dos; pero él no se movió. Drachea llegó a la puerta y la empujó; ésta giró fácilmente sobre los grandes y engrasados goznes. Salió...

Y se detuvo. Incluso desde la distancia a que se hallaba

pudo Cyllan percibir el miedo terrible que sintió Drachea al mirar más allá del Castillo y ver.., nada.

Ella pudo verlo también cuando la gran puerta se abrió sin ruido. No era nieve, ni siquiera oscuridad, sino un vacío, un vacío tan absoluto que sintió vértigo con sólo mirarlo. Drachea lanzó un grito inarticulado y se echó atrás. Al soltar la puerta, ésta volvió a cerrarse automáticamente con un sordo ruido que sobresaltó a Cyllan.

El heredero del Margrave volvió despacio al sitio donde ellos esperaban. Su cara estaba muy pálida y las manos le temblaban como si tuviese fiebre. Al fin se detuvo, a cierta distancia de Tarod.

— ¿Qué es eso? — preguntó, ronco y con los labios grises.

Tarod sonrió maliciosamente.

— ¿No tenias ganas de salir a averiguarlo?

—¡Maldito seas! ¡Allá fuera no hay nada! ¡Es como... es como la oscuridad de todos los Siete Infiernos! Ni siquiera se ve el promontorio. Cyllan —dijo, volviéndose a ella—. Cuando llegamos aquí, ¡había un mundo más allá del Castillo! La playa, la roca..., no eran una ilusión, ¿verdad?

— No...

Sin embargo, había habido aquella niebla, la terrible impresión de que el mundo real estaba en alguna parte, lejos de su alcance...

Drachea se volvió de nuevo a Tarod y dijo, en tono casi suplicante: — ¿Qué significa esto?

Tarod, impertérrito, le miró friamente.

—Ya te he dicho que no podéis salir del Castillo. ¿Me crees ahora?

— Sí...

— ¿Y crees que no puedo cambiar las cosas?

— Yo... — Drachea vaciló y después dijo—: ¡Pero tú eres un alto

Adepto del Círculo!

Tarod entornó los párpados. —Lo era.

— ¿Lo eras? Entonces, ¿has perdido tu poder?

Estas palabras eran un desafio provocado por el miedo. Tarod no respondió, pero movió ligeramente la mano izquierda. Cyllan sólo pudo ver durante un instante algo en su dedo índice, antes de que su silueta se volviese confusa con un aura oscura que parecía brotar de su interior, absorbiendo incluso aquella fantástica luz roja. El aire se volvió terriblemente frío al levantar Tarod la mano, mostrando la palma a Drachea.