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Cyllan nunca sabría lo que vio Drachea y prefirió no imaginárselo. Pero él observaba fijamente, con ojos desorbitados y con la boca abierta en un rictus de puro terror. Trató de hablar, pero sólo pudo emitir un gemido atormentado; después cayó de rodillas sobre los escalones, se dobló y arqueó con un miedo ciego e impotente.

— Levántate — dijo Tarod con voz dura, y el aura oscura se desvaneció.

Cyllan miró fijamente al alto Adepto, horrorizada, horrorizada por su inhumana acción... y por la magnitud del poder que había conjurado con tanta facilidad. Ahora, solamente quedaba en los ojos verdes de Tarod un reflejo de algo maligno..., pero ella no lo olvidaría fácilmente.

Drachea se puso en pie tambaleándose y volvió la cabeza.

— ¡Maldito seas...!

Tarod le interrumpió, hablando suavemente.

— Como has visto, tengo poder, Drachea, pero incluso mis facultades son insuficientes para romper la barrera y dejaros en libertad. ¿Empiezas ahora a comprender?

Drachea sólo pudo asentir con la cabeza, y Tarod le correspondió con una inclinación de la suya.

—Muy bien. Entonces tendrás tu explicación. —Se volvió para mirar a Cyllan —. Necesitará ayuda para llegar al comedor. Y tal vez puedas hacerle comprender que no deseo perjudicarle. Pero tenía que hacerle una demostración.

¿Estaba tratando de justificarse?, se preguntó Cyllan. Si lamentaba su comportamiento con Drachea, su voz no daba señales de ello. Cyllan se pasó la lengua por los secos labios, asintió con la cabeza y trató de asir el brazo de Drachea. Éste la apartó irritado, le volvió la espalda y caminó con rígida dignidad hacia la puerta de doble hoja.

Las remotas y vagas sombras del gran comedor del Castillo empezaban a ser desagradablemente familiares para Cyllan. Al entrar, tuvo que reprimir un estremecimiento instintivo al ver las largas mesas vacías, la hueca chimenea, las pesadas cortinas que pendían sin que una ráfaga de aire las moviese. El Castillo parecía burlarse de la vida que había antes en él.

Tarod se acercó a la chimenea, mientras Drachea se detenía en una de las mesas, mirando fijamente la madera y pareciendo que descubría, en su fibra, algo que absorbía su interés. Su cara conservaba el color gris enfermizo producido por la desagradable demostración de Tarod en el patio, y en sus ojos centelleaba la ira. Cyllan se dio cuenta de que la impresión de aquella experiencia había calado muy hondo y se preguntó cuánto más podría aguantar Drachea. Ya había sufrido mucho y cualquier tensión ulterior podría hacerle cruzar la línea que separa la cordura de la locura.

La voz de Tarod interrumpió sus pensamientos.

—Siéntate Drachea. Tu orgullo es encomiable, pero ahora parece inútil. —Sus miradas se encontraron, chocaron, y entonces añadió Tarod—: Tal vez mi demostración fue precipitada... En tal caso, te pido disculpas.

Drachea le miró con mudo furor antes de sentarse bruscamente en un banco. Cyllan estuvo a punto de preguntar lisa y llanamente a Tarod por qué había resuelto demostrar su poder con tan cruel desprecio de las consecuencias; pero no tuvo valor para hacerlo. El respeto y la admiración que él le había inspirado al principio habían sido gravemente quebrantados por el incidente del patio; ahora se veía obligada a revisar las impresiones de los dos primeros encuentros, que parecían muy remotos. Se sentó en silencio al lado de Drachea. Bajo la mirada firme e impasible de Tarod, tuvo la inquietante sensación de que él y ellos eran adversarios que se enfrentaban en un campo de batalla.

Tarod les miraba, todavía reacio a hablar. Necesitaba saber los detalles del inexplicable torcimiento del Destino que les había hecho cruzar la barrera entre el Tiempo y el no-Tiempo, con la esperanza de que esto pudiese proporcionarle la clave que tan desesperadamente necesitaba para resolver su propio problema. Pero, para ello, tenía que explicarles la verdad de este problema. O al menos, la parte de la verdad necesaria para sus fines...

Todo dependía de una cuestión de confianza. Tarod había aprendido, por amarga experiencia, que confiar incluso en aquellos que declaraban profesarle una fiel amistad era un juego peligroso y destructor. Y si Cyllan y Drachea llegaban a descubrir todos los hechos ocultos de su historia, poco podría esperar, aparte de su enemistad. La semilla había sido ya sembrada: su airada reacción al desafío de Drachea en el patio no había sido más que un catalizador que había activado las ya inestables emociones del joven, pero había despertado un miedo que se estaba convirtiendo rápidamente en odio profundo. La opinión de Drachea importaba poco a Tarod, pero sería prudente no enemistarse más con él.

Cyllan era harina de otro costal. Sus pensamientos eran un libro cerrado para él; sin embargo, sus sentimientos para con ella eran más benévolos. Cyllan tenía una rara fuerza interior que él podía reconocer y apreciar... , pero incluso ella, si conocía toda la verdad, difícilmente se convertiría en una fiel aliada. Y chocando con la indiferencia con que consideraba la opinión o el destino final de ella, estaba una resistencia a dar cualquier paso que pudiese perjudicarla. La antigua deuda, que Tarod no había pagado, parecía despertar un sentido de honor y de conciencia que casi había olvidado, y esta sensación era incómodamente extraña.

Creyó que el camino más seguro era transigir, contarles la parte de verdad que necesitaban saber para poderles ser útil, pero omitiendo la historia completa. Sería bastante fácil, pues no era probable que incluso el arrogante y joven heredero del Margrave se atreviese a interrogarle sobre los asuntos del Círculo.

Habló tan bruscamente que Drachea se sobresaltó.

—Os prometí una explicación y yo no falto a mi palabra. Pero primero debo saber cómo llegasteis al Castillo.

—¿Ah ,si? —repitió Drachea—. Creo que no estás en condiciones de exigirnos nada. Cuando pienso en el trato desconsiderado que hemos recibido desde que... — y se interrumpió cuando Cyllan, que había visto un fuerte destello de irritación en los ojos de Tarod, pisó con fuerza su empeine.

—Drachea, creo que debemos contar primero nuestra historia a Tarod —dijo, esperando que no fuese tan tonto como para dar rienda suelta a su mal genio—. En fin de cuentas, somos aquí unos intrusos.

Tarod la miró, visiblemente divertido.

—Aprecio tu consideración, Cyllan, pero no es una cuestión de cortesía — dijo—. Algún accidente os trajo al Castillo, y queréis marcharos. Como os he dicho, creo que esto es imposible, pero tal vez vuestro relato pueda demostrar que estoy equivocado. — Miró de nuevo a Drachea —. ¿Satisface esto al heredero del Margrave?

Drachea se encogió de hombros con irritación.

—Muy bien; esto parece bastante razonable. Y si Cyllan está tan ansiosa de complacerte, puede hablar en nombre de los dos.

Cyllan miró a Tarod, el cual asintió con la cabeza para alentarla. Así, empezó a contar lo del Warp y lo que siguió después con todos los detalles que pudo recordar. Pero al tratar de describir la aparición que habían visto delante de la taberna de La Barca Blanca, vaciló, y Tarod frunció el entrecejo.

— ¿Una figura humana? ¿La reconociste?

— Yo... — le miró, con ojos confusos—. Creí que sí pero... ahora no lo sé, y no puedo recordarlo. Es como si, por alguna razón, se hubiese borrado de mi memoria.

Miró a Drachea, para que la ayudase, pero él sacudió la cabeza.

Tarod, frustrado, le hizo ademán de que continuara y escuchó atentamente su explicación de cómo habían sobrevivido al Warp y se habían encontrado en medio del mar norteño, donde el día se había convertido en noche.

— Pensé que ambos nos ahogaríamos antes de poder llegar a tierra —dijo Cyllan— y por eso llamé a los fanaani para que nos ayudasen. —Tragó saliva—. Si no me hubiesen respondido, habríamos muerto allí.

Miró de nuevo a Tarod y éste comprendió que estaba recordando un día de verano en la Tierra Alta del Oeste, cuando ella le había conducido a un peligroso acantilado para mostrarle donde podía encontrar la Raíz de la Rompiente. Entonces habían visto a los fanaani, oído su agridulce canto... El borró el recuerdo de su mente; ya no le interesaba.