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Los caballos habían salido ahora de la plaza y la multitud volvió a agruparse. Al pasar por delante de un puesto donde se vendían anticuados aderezos de metal y esmalte, Cyllan se detuvo, al llamar su atención algo medio oculto entre los montones de quincalla. Se acercó más, para verlo mejor, y después miró con expresión culpable al dueño del puesto, esperando que la echase de allí. Pero este vendedor sabía por experiencia que los buenos clientes se presentaban a menudo bajo los disfraces más inverosímiles y la invitó cortésmente a proseguir su examen. Cyllan, animada por este gesto, tomó el objeto que la había intrigado y lo levantó. Era un collar; una cadena de cobre finamente tallada y de la que pendían tres discos de cobre batido. En el del centro, que era el más grande, un hábil artesano había labrado, en una filigrana de plata y esmalte azul, un relámpago dividido en dos partes por un ojo.

Un relámpago..., símbolo de los Adeptos. Cyllan se mordió el labio, al despertar de nuevo el recuerdo, y se preguntó cuánto podría costar aquel collar. No se atrevería a regatear en un puesto de esta naturaleza y, además, no sabía nada del valor de los metales. Pero tenía un poco de dinero... , muy poco: un par de gravines que había podido ahorrar durante meses. Y sería tan agradable poseer una sola cosa bella, un objeto que le recordase...

—Derret Morsyth es uno de los mejores artesanos de la provincia —dijo de pronto el dueño del puesto.

Cyllan se sobresaltó y después miró al hombre a la cara. Este se había plantado delante de ella, y no había hostilidad en sus ojos.

—Es... muy bello —dijo ella.

— Ciertamente. Derret sólo quiere trabajar con metales inferiores, y hay quien lo desprecia porque no hace incrustaciones de oro y piedras preciosas en sus piezas. Pero a mi modo de ver, puede haber tanta belleza en un pedazo de cobre o de estaño como en un montón de esmeraldas. Es la mano y la vista lo que cuenta, no los materiales.

Cyllan asintió enérgicamente con la cabeza, y el hombre señaló el collar.

— Pruébatelo.

—No. Yo... no podría...

El hombre se echó a reír.

— ¡Todavía no sabes el precio, muchacha! Derret Morsyth no abusa, y yo tampoco. Pruébatelo; el cobre casi hace juego con tus lindos ojos.

Ella se ruborizó ante el desacostumbrado cumplido. Vacilando, levantó el collar hasta su garganta. El metal parecía fresco y pesado contra su piel; había algo sustancial en él... Se volvió a medias y a punto estaba de decirle al vendedor que lo abrochase, cuando vio su propia imagen en un bruñido espejo de bronce, y lo que vio hizo que cesase al instante su afán.

Lindos ojos, había dicho el dueño del puesto... Pero, por todos los dioses, ¡ella no era bonita! Su cara era vulgar, demasiado estrecha y delgada; la boca, demasiado grande, y sus ojos ambarinos no eran hermosos, solamente eran peculiares. Sus cabellos, tan claros que casi parecían blancos, pendían en revueltos mechones sobre sus hombros; esa mañana se había esforzado, por comodidad, en sujetarlos en un moño sobre la nuca, pero ahora se habían desprendido la mitad de ellos y parecía un espantapájaros. Llevaba pantalones y jubón y una camisa vieja y sucia, todo ello heredado de uno de los conductores de ganado de su tío. Y sobre su pecho, pendía ahora el collar que tanto había codiciado. Había sido confeccionado para una dama, no para una muchacha pobre y, alrededor de su cuello, se había convertido en una grotesca parodia.

Desvió rápidamente la mirada de aquella horrible revelación y levantó una mano para detener al vendedor que estaba a punto de abrochar el cierre.

—No. Yo... lo siento, pero no puedo. Gracias, pero ya no quiero comprarlo.

El hombre se quedó perplejo.

— No es caro, muchacha. Y seguramente cualquier joven se merece...

Aquel intento de amable persuasión fue como una cuchillada para Cyllan, que sacudió violentamente la cabeza.

— ¡No, por favor! Y además..., no tengo dinero. Ni siquiera medio gravín. Lamento haberte hecho perder el tiempo... Gracias.

Y antes de que él pudiese añadir palabra, se alejó casi corriendo de aquel puesto.

El desconcertado comerciante la siguió con la mirada hasta que una nueva voz le recordó el negocio.

— ¿Rishak?

Sobreponiéndose, Rishak miró a su cliente y reconoció al hijo mayor del Margrave de la provincia de Shu.

— ¡Oh, discúlpame, señor! No te había visto. Estaba pensando en aquella joven que va por allí. Muy rara, si me permites decirlo.

Drachea Rannak arqueó las cejas, con curiosidad. Rishak resopló, irónicamente divertido.

— Primero muestra un gran interés por una de las piezas de Morsyth..., está a punto de comprarla, y entonces, de pronto, cambia de idea y echa a correr sin darme tiempo a decirle una palabra.

El joven sonrió.

—Dicen que el espíritu de contradicción es propio de la mujer.

— Eso dicen... Bueno, tal vez si yo estuviese casado las comprendería más. Y ahora, señor, qué puedo mostrarte hoy?

—Estoy buscando un regalo para mi madre. Dentro de tres días será su cumpleaños, y quisiera algo especial... y un poco personal.

— ¿Para la Señora Margravina? Bueno, ten la bondad de felicitarla respetuosamente de mi parte. Y creo que tengo precisamente aquí algo digno de su buen gusto...

Sólo cuando hubo dejado atrás los tenderetes de baratijas se detuvo Cyllan para recobrar aliento. Estaba furiosa consigo misma, tanto por su vanidad inicial como por su tonto comportamiento al darse cuenta de su error. ¿De qué le habría servido un collar? ¿Para lucirlo en la próxima ocasión social, tal vez en su próxima visita al Castillo de la Península de la Estrella? Casi se rió en voz alta. Más bien habría sido un estorbo cuando tratase de hacer comestibles aquellas verduras de tercera clase. O su tío lo habría encontrado y vendido, embolsándose el dinero... El corazón le palpitaba todavía dolorosamente por la ignominia de la experiencia, y tuvo la ilógica convicción de que cuantos la rodeaban conocían su humillación y se burlaban de ella en secreto. Por fin se detuvo cerca de la puerta de una taberna de la plaza y, cediendo a un súbito impulso, para animarse, se abrió paso entre la multitud y pidió una jarra de cerveza de hierbas y una rebanada de pan con queso. El salón de la taberna estaba atestado; por consiguiente, buscó un sitio tranquilo en un banco exterior y observó cómo pasaban los que iban o venían de comprar en el mercado, mientras comía y bebía lentamente.

Al cabo de un rato, una voz monótona que procedía de un puesto próximo a la taberna le llamó la atención. Su ocupante era un adivino y estaba regalando a su actual cliente con una larga historia de buena fortuna y de fama. Intrigada a pesar de su estado de ánimo, Cyllan se acercó más, hasta que pudo ver algo y observar el procedimiento... y su pulso se aceleró.

El adivino había arrojado seis piedras sobre la mesa y, por lo visto, estaba leyendo el futuro de su consultante en el dibujo que formaban aquéllas. La geomancia era una de las más antiguas técnicas conocidas en la tierra del Este, que era la de Cyllan, y ésta miró rápidamente la cara del vidente, buscando la piel pálida y las facciones distintivas de los nativos de las Llanuras. Pero, fuera lo que fuese aquel hombre, no era un oriental. Y las piedras... , hubiese debido haber muchas, no solamente seis. Y arena sobre la que arrojarlas. Y el dibujo que formaban no era más que un galimatías sin sentido.