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Con otra rápida mirada hacia la torre, bajó corriendo los peldaños y se dirigió a aquella puerta. Esta se abrió fácilmente cuando levantó la aldaba, y esto contrarió a Drachea: si condujese a algún lugar importante, ¿no habría sido cerrada con más cuidado? Presumiendo que aquello no sería más que un almacén o algo parecido, atisbó hacia el interior y vio un largo y estrecho pasillo que descendía en pendiente hacia lo que debían ser las entrañas del Castillo. Durante la primera veintena de pasos, el resplandor carmesí llegó hasta allí, iluminando viejas manchas de humedad... Después el pasillo quedó enteramente a oscuras.

La idea de aventurarse en aquella negrura bastó, al principio, para socavar la resolución de Drachea. Si Cyllan hubiese estado con él... No, se dijo. No la necesitaba. Sus ojos se acostumbrarían pronto a la oscuridad, y si, como sospechaba, este pasadizo le acercaba a alguno de los secretos del Castillo, pronto podría contar a Cyllan una historia que le abriría los ojos a la verdad.

Respirando hondo (¡qué desagradable era el olor a moho que flotaba en el aire!) cruzó la puerta, cuidando de dejarla abierta de par en par a su espalda. El suelo del pasadizo era bastante regular y al avanzar, su visión empezó a acomodarse gradualmente a la oscuridad, hasta que pudo distinguir los vagos contornos de las paredes que tenía delante. Estas parecían prolongarse indefinidamente y siempre hacia abajo... Vaciló y después apretó el paso, luchando contra su inquietud.

El suave ruido de sus pisadas llegó a hacerse casi hipnótico a medida que avanzaba a lo largo del pasillo. De vez en cuando, algún fenómeno acústico casi le convencía de que oía otras pisadas detrás de él, ligeramente desacornpasadas con las suyas. En una ocasión se detuvo en seco; creyó oír que los pasos ilusorios se paraban detrás de él, y el sudor brotó de su frente y de su cuello. Pero cuando se volvió, allí no había nada...

Imaginaciones. La mente hacía toda clase de jugarretas en circunstancias como ésta. Aquí no podía haber fantasmas... Drachea siguió andando, resistiendo la tentación de silbar para darse valor, y de pronto el pasillo terminó al pie de un tramo de escalones. Se detuvo, tanteando cautelosamente el primer peldaño, y de nuevo miró por encima del hombro. Nada...

La escalera era empinada y Drachea tuvo la impresión de que se estaba acercando a su meta. Pero en ese momento sintió una oleada de excitación al ver que, delante de él, la escalera terminaba en otra puerta. Estaba abierta, como si alguien hubiese pasado descuidadamente por ella momentos antes, y más allá, una pálida luz iluminaba débilmente un gran salón abovedado. Drachea cruzó rápidamente la puerta y, al entrar en el sótano, tropezó con algo que había en el suelo y cayó cuan largo era. Maldijo en voz alta y su voz resonó con fuerza, aumentando su impresión, y al sentarse aturdido en el duro suelo de piedra vio lo que le había hecho caer.

Libros. Cientos de ellos, desparramados sobre las losas. Dondequiera que mirase, dondequiera que pusiese las manos, había volúmenes y manuscritos y rollos de pergamino, algunos enteros, otros rasgados y hechos trizas. Y al débil resplandor que iluminaba la estancia, pudo ver estantes adosados a las paredes, muchos de ellos rotos, pero algunos conteniendo todavía libros en equilibrio inestable que parecía que iban a resbalar y caer a la menor provocación. Era como si algún erudito se hubiese vuelto loco en su propia biblioteca...

Desde luego, ¡era la biblioteca del Castillo! Y esta revelación hizo que Drachea olvidase inmediatamente su primitiva intención, pasmado por el hecho sorprendente de que, por pura casualidad, hubiese tropezado literalmente con el más grande depósito de conocimientos arcanos del mundo. Alargó una mano y tomó el libro caído que tenía más cerca, estremeciéndose cuando varias hojas se soltaron y cayeron revoloteando al suelo. Todos los secretos del Círculo, su ciencia, sus prácticas, estaban al alcance de su mirada sin nadie que lo prohibiese... ¡Era más de lo que nunca se habría atrevido a soñar!

Drachea abrió el libro al azar y empezó a estudiarlo. La escritura era muy apretada y difícil de leer bajo aquella luz tan débil, pero descifró lo suficiente para que su pulso se acelerase. Ritos de iniciación;

todas las fórmulas estaban allí; las oraciones, los conjuros... Tomó otro volumen al azar y volvió febrilmente las páginas. Este era más antiguo, todavía más difícil de leer... Lo dejó a un lado y tomó uno de los rollos. Era de pergamino y la tinta estaba tan descolorida que calculó que había sido escrito hacía siglos, antes de que se inventase el procedimiento de emplear pasta de madera para hacer un material más fino que sustituyese la piel animal. Casi devotamente, Drachea lo apartó con el primer volumen y después se levantó, mirando enloquecido. Podía pasar allí toda una vida. Podía estudiar año tras año hasta que sus cabellos se volviesen grises, sin saciar su sed de conocimientos ocultos. Sintió envidia de los Iniciados que habían tenido libre acceso a este increíble lugar, y entonces se rehízo, casi burlándose de su propio absurdo. El tenía ahora libre acceso a la biblioteca, ¡no había un Círculo que pudiese cerrarle el camino! Solamente había un hombre, y por muy alto que pudiese ser un Adepto, había maneras de burlarle. Aunque Tarod usara la biblioteca para sus propios fines, no echaría en falta unos pocos volúmenes a su alrededor entre aquel caos.

Y en el refugio de una de las habitaciones superiores del Castillo, Drachea podría absorber a su antojo este fabuloso conocimiento.

Había olvidado a Cyllan; había olvidado su peligrosa situación. Empezó a buscar entre los libros, recogiendo aquellos que le parecían más prometedores, hasta que tuvo todos los que podía llevar. Se irguió, rojo el semblante por el esfuerzo y la excitación pero se quedó helado al oír un ruido de pisadas fuera del sótano.

Varios de los libros se le cayeron al suelo y el ruido que produjeron hizo que sintiese un sudor frío. Las pisadas venían de la escalera, lentas, acompasadas, resonando débilmente. Tarod, ¡tenía que ser él! Su sensación de triunfo se desvaneció ante la idea de lo que podría hacerle el Adepto si descubría su presencia aquí, y miró frenéticamente a su alrededor, buscando un lugar donde esconderse. Al principio pareció que nada podía esperar, pero después vio una puerta, baja e insignificante, medio oculta en un hueco entre dos hileras de estantes. Olvidándose de los libros, corrió hacia ella... y al alcanzarla, las pisadas se extinguieron en el silencio.

Drachea se detuvo, sintiendo que se le ponía la piel de gallina. Las pisadas humanas no se extinguían simplemente de esta manera. Alguien se había estado acercando, había llegado casi al pie de la escalera... , ¡no podía haberse desvanecido!

Con ojos desorbitados, miró hacia la escalera, apenas visible más allá de la entrada de la biblioteca. Ninguna sombra se movía y el silencio era absoluto. El miedo empezó a convertirse en pánico, y Drachea retrocedió involuntariamente hasta que chocó con la pequeña puerta. Esta se abrió de golpe, haciendo que el joven lanzara un grito y la cruzase tambaleándose.

Ahora se hallaba en un largo y estrecho pasadizo que descendía en fuerte pendiente delante de él. La débil luz que iluminaba todo el sótano era aquí más intensa, como si su origen estuviese en alguna parte de este corredor, y un violento estremecimiento sacudió a Drachea, un temor desmesurado que no podía definir, pero que eclipsaba cualquier otra sensación.

Algo acechaba en el extremo invisible del pasadizo. Lo sentía, era una presencia palpable... y se acercaba lentamente en su dirección. Un sonido suave, como el eco de una risa no del todo humana, pareció resonar en su cabeza y Drachea retrocedió, consciente de que la bilis subía a su garganta y esforzándose en tragarla de nuevo. No podía ver nada, pero sabía que estaba allí... Una presencia, una presencia monstruosamente maligna...