Sintió que un debilísimo aliento rozaba su cara, y perdió todo dominio sobre sí mismo. Lo que pudiese esperarle en la escalera no sería nada en comparación con el horror desconocido que se escondía detrás de esa puerta, y corrió como un animal perseguido, lanzándose a través del sótano y de la puerta en arco. Ya en la escalera, cayó, se puso dificultosamente en pie, siguió subiendo, mientras un pánico ciego superaba a todo lo demás. Nada le cerró el camino, nadie surgió de pronto de las sombras para enfrentarse con él, y al fin salió al patio relativamente iluminado, derrumbándose con una fuerza que le despellejó las rodillas y las manos.
Drachea rodó y se levantó tambaleándose, y se apoyó en una de las columnas para sostenerse mientras luchaba por recobrar el aliento. El patio vacío parecía más desolado y amenazador que nunca; sombras más allá del alcance del rojo resplandor parecían, a su imaginación exaltada, tomar formas vagas y amenazadoras. Se estremeció, cerrando los ojos contra aquellas imágenes importunas, y se esforzó en llenar de aire sus pulmones. Su pulso se hizo más lento y, al cabo de un rato, abrió de nuevo los ojos, recobrando algo de su aplomo.
Había sido un estúpido. No había nadie en la escalera del sótano, y nada en el pasillo al que daba la puerta pequeña. Se había dejado llevar por la imaginación, y una ilusión le había aterrorizado... Miró por encima del hombro hacia la puerta por la que acababa de salir. La idea de volver allí no le apetecía a pesar del señuelo de los libros, y haciendo un irritado ademán en dirección a la puerta, echó a andar hacia la entrada principal del Castillo. Volver junto a Cyllan sin nada que explicar sería confesar su fracaso y, por consiguiente, rebajarse..., algo contra lo que se rebelaba violentamente. No volvería a la biblioteca, todavía (y acalló una vocecilla interior que le decía que tenía miedo de volver solo a ella). El Castillo debía contener otras muchas revelaciones; tenía que haber otros lugares, indudablemente mejores, donde buscar las respuestas que necesitaba.
Con una rápida y furtiva mirada a su alrededor, para asegurarse de que estaba solo, Drachea caminó apresuradamente a lo largo de uno de los, al parecer, interminables corredores del Castillo.
Fue pura y fortuita coincidencia lo que llevó a Drachea a la serie de habitaciones de la planta baja del ala norte y central. Había llegado a ellas por un camino indirecto, dando vueltas y revueltas en el laberinto de pasillos que se extendían por todo el Castillo, y se sentía cansado, frustrado y descorazonado cuando llegó a la puerta claveteada y de pulida superficie. Pero en cuanto hubo corrido el pestillo y mirado en el interior, comprendió que había encontrado algo que era más que otra habitación vacía.
En la estancia destacaba una mesa grande, con un sillón tallado y acolchado detrás de ella. Un montón de papeles había sido limpiamente colocado sobre la mesa, como esperando una atención inminente. Un tintero y varias plumas estaban al lado de ellos. Y la mirada de Drachea descubrió algo más. Un sello medio oculto que estaba situado detrás del tintero...
Cerró la puerta sin ruido y se acercó a la mesa. Al alargar la mano hacia el sello, vaciló, asaltado de pronto por la impresión de que estaba entrando en un terreno absolutamente prohibido. Si este salón era lo que él creía, el mero hecho de tocar aquel sello sería una especie de blasfemia. Sin embargo, tenía que saber...
Con la boca seca, hizo acopio de valor y agarró el sello. El emblema reflejó el resplandor carmesí, y el joven vio que era un doble círculo cortado por un relámpago.
El sello del Sumo Iniciado... Respetuosamente, y con cierto temor, volvió a dejarlo en su sitio y miró a su alrededor, sintiéndose de pronto atemorizado. Este debía de ser, o haber sido, el despacho de
Keridil Toin... Se estremeció. Nunca había visto al Sumo Iniciado, pero su fantasma parecía cernerse sobre la estancia, observando desde el limbo inimaginable en que moraba ahora.
Drachea se volvió despacio, captando todos los detalles de la sombría habitación. Todo estaba perfectamente ordenado, como si Keridil Toln hubiese salido por última vez de su despacho con alguna premonición de lo que iba a suceder. El frío que flotaba en el aire era más que físico... Volvió bruscamente la espalda a la amplia chimenea, que por alguna razón inexplicable lo ponía doblemente nervioso, y se acercó de nuevo a la mesa. Había tres cajones poco profundos debajo de la pulida superficie, en uno de los lados de la mesa, y Drachea los abrió sucesivamente. Si existían relatos de sucesos recientes, estarían guardados ahí...
Los dos primeros cajones sólo contenían papeles referentes a asuntos ordinarios, principalmente listas de diezmos, y de poco interés. El tercero se resistió al principio y Drachea pensó que estaría cerrado con llave, hasta que se abrió bruscamente y con tanta fuerza que se desprendió de su soporte y desparramó su contenido sobre el suelo. Drachea tomó uno de los papeles al azar y su corazón dejó un momento de latir al llamarle la atención una palabra, un nombre:
Tarod.
Se acercó casi corriendo a la ventana y sostuvo el papel junto al cristal para aprovechar la poca luz que allí había. Ahora vio que aquel papel era un documento oficial, firmado y sellado por el Sumo Iniciado y suscrito también por seis ancianos del Consejo de Adeptos, en calidad de testigos.
Era una orden de ejecución.
Drachea se tapó la boca con una mano, sintiendo vértigo, con una mezcla de excitación y horror, mientras en su cabeza sonaban los primeros ecos de la verdad. Sus sospechas habían sido acertadas...
Guardó el documento debajo de su chaqueta y empezó a recoger febrilmente los otros papeles desparramados. Al fin encontró lo que había esperado y por lo que había rezado: un informe, escrito con la misma cuidadosa caligrafía de la orden de ejecución, y reservado exclusivamente para conocimiento de los Consejeros más antiguos.
Adherida a él había una carta abierta, en la que reconoció el sello de la Hermandad de Aeoris, entrelazado con el símbolo del pez de la provincia de la Tierra Alta del Oeste.
La Tierra Alta del Oeste, donde habían empezado los rumores alarmantes... Se sentó en el sillón de madera tallada, sin preocuparse ya de que perteneciera al Sumo Iniciado o al propio Aeoris. Leer era difícil en la penumbra, pero ya no confiaba en que sus piernas le sostuviesen. Silenciosamente, ávidamente, leyó primero la carta. La Señora Kael Amion... era por lo visto superiora de la Residencia de la Tierra Alta del Oeste, y la misiva que había enviado a Keridil Toln era de la máxima urgencia y se refería a un Iniciado y a una de sus novicias. Sí, la cosa empezaba a tener sentido..., pero necesitaba más, mucho más.
La mano de Drachea temblaba al tomar el informe. Lo leyó en su integridad, con sólo el ocasional susurro de una hoja al ser vuelta rompiendo el lúgubre silencio de la habitación. Cuando hubo terminado, se levantó y, con una lentitud que indicaba que no tenía un dominio absoluto sobre sus miembros, ocultó cuidadosamente los papeles debajo de la chaqueta, con el primer documento. Su rostro estaba ceniciento cuando se volvió para mirar de nuevo la chimenea y el suelo embaldosado delante del hogar. Una fascinación morbosa le impulsaba a acercarse más, a estudiar aquella parte del suelo en busca de señales que demostraran que lo que había leído era cierto; pero no podía hacerlo. Y las palabras del Sumo Iniciado parecían demasiado frías y sinceras para que quedase la menor sombra de duda.
Tenía que mostrar a Cyllan lo que había encontrado. Tenía que demostrarle que había estado en lo cierto, en realidad, más de lo que se había atrevido a soñar. Y sobre todo, necesitaba compartir con alguien la carga de su miedo.