Drachea volvió a colocar en su sitio el cajón que había caído, puso el sello de manera que quedase igual que antes junto a las plumas y el tintero sobre la mesa del Sumo Iniciado. Cerró la puerta del despacho sin ruido al salir e hizo la señal de Aeoris sobre su corazón antes de volverse y correr hacia la escalera principal.
CAPÍTULO 5
Los agudos sentidos de Tarod se alertaron a la primera sospecha de algo adverso que se filtró en su mente. Era como si una débil ráfaga de viento hubiese turbado un día absolutamente tranquilo, presagiando un cambio; y le inquietaba a un nivel más profundo de lo que estaba dispuesto a confesar.
Se levantó del desvencijado sillón de cuero donde estaba sentado y se acercó en silencio a la ventana que daba al patio desde la vertiginosa cima de la torre. Nada se movía allí, y el cielo que parecía cernerse peligrosamente cerca de la ventana, seguía estando vacío y muerto. Pero, en algún lugar del Castillo, algo no marchaba como era debido...
Le sorprendió una súbita y viva sensación en la mano izquierda; una sensación antaño familiar pero que casi había olvidado. Miró sus dedos, el aro que había sostenido antaño su piedra-alma, y después cerró reflexivamente la mano. Era insensible al miedo, pero fuera lo que fuese lo que había venido a perturbar la quietud mortal del Castillo, habría infundido pánico a cualquier hombre mortal.
Detrás de él, sobre una mesita, entre un montón de libros y manuscritos que había tomado distraídamente de la biblioteca, había una palmatoria con una vela parcialmente consumida. Tarod pasó su mano izquierda sobre ella, y una llama pálida, de un verde nacarado, cobró vida. Sin apartar los dedos de la llama, hizo que ésta se estirase hacia arriba y hacia fuera, respondiendo a su orden mental hasta que formó un halo perfecto aunque enfermizo. La luz se reflejó en su cara, haciendo resaltar sombras macilentas, y sus ojos se entornaron al contemplar el fuego elemental y buscar, más allá de sí mismo, el origen de la perturbación.
Lo encontró, y de nuevo se sintió confuso. Con un solo y rápido ademán, apagó el fuego verde y, cuando la habitación quedó sumida de nuevo en la oscuridad, Tarod se dirigió a la puerta. Una fuerza peculiar lo impulsaba a salir de la torre, donde transcurría la mayor parte de su existencia, y a buscar fuera de ella la raíz del extraño e inesperado cambio. Cruzó la estancia, indiferente al revoltijo de artefactos que la hacían caótica y que nunca se tomaba el trabajo de ordenar. Su propia comodidad le importaba tan poco como todo lo demás; pero algo desafiaba ahora aquella indiferencia y despertaba su curiosidad.
Más allá de la puerta, una negra escalera de caracol descendía y se sumía en la oscuridad teñida de rojo. La puerta se cerró sin ruido detrás de él; aparentemente por su propia voluntad; entonces, la oscura forma de Tarod se desvaneció y se mezcló con las sombras, dejando solamente un breve recuerdo de su imagen.
Cyllan no había atrancado la puerta. La mano de Tarod no encontró resistencia en el tirador, y la abrió despacio y suavemente. De momento, pensó que la habitación estaba vacía; entonces la vio.. , y un viejo recuerdo muerto renació en su interior, rompiendo momentáneamente su defensa.
Cyllan yacía en el suelo, con la cabeza torcida en un extraño ángulo y un brazo torcido también hacia fuera. Parecía una muñeca rota, y a la imagen que ofrecía se sobrepuso inmediatamente otra en la mente de Tarod, la de otra mujer. La de Themila Gan Lin, que había sido desde su infancia amiga querida y consejera, yaciendo en el suelo de la Cámara del Consejo, desangrándose por la herida producida por la espada de Rhiman Han...
Había sido un puro accidente, un momento de acalorada confusión que había terminado en tragedia. Themila no había tenido un solo enemigo en el mundo; la menuda y vieja historiadora había sido como una segunda madre para muchos de los jóvenes Iniciados y especialmente para Tarod, cuando había llegado, anónimo y herido, al Castillo. Pero había muerto... y con su muerte se había desencadenado una furiosa secuencia de acontecimientos. La posición encogida y quebrantada de Cyllan recordaba la de Themila moribunda, y Tarod se impresionó al darse cuenta de que aquel recuerdo hacía renacer todo el dolor de aquella pérdida, como si, muy lejos, su humanidad perdida estuviese luchando por recobrarse.
Cruzó la habitación, sin fijarse en las piedras que resbalaban y se desperdigaban bajo sus pies, y se arrodilló al lado de la joven. Estaba viva y no había señales visibles de lesión; pero tampoco había nada que explicase la causa de su estado. Tarod pensó inmediatamente en Drachea, pero en seguida rechazó la idea, sintiendo que había allí algo que Drachea no hubiese podido comprender y mucho menos provocar. La atmósfera de la habitación había cambiado sutilmente, estaba cargada... , como si hubiese actuado alguna fuerza independiente de la suya propia y cuyo origen no podía siquiera sospechar.
Pero la fuerza motivadora era lo menos urgente. Tarod levantó a Cyllan, sorprendido de lo poco que pesaba, y la llevó a la cama, depositándola cuidadosamente en ella. Cyllan se movió, murmuró algo ininteligible y quedó de nuevo inmóvil, y él se echó atrás y se quedó mirándola. Algo se había agitado brevemente dentro de él, evocado por la yuxtaposición de Cyllan y Themila en sus pensamientos, y ahora, aunque trataba de rechazarlo como carente de sentido, otra parte más antigua de su propio ser se lo impedía. Hasta ahora, nunca le habían inquietado los fantasmas del pasado; el pasado se perdía y nunca podía recobrarse. La manera en que había frustrado a Keridil y al Círculo había sido el origen de esta convicción, al hacer de él un ser sin alma e inmortal... Sin embargo, algo se agitaba, y no podía sofocarlo.
Cediendo a un impulso, se sentó en el borde de la cama y apartó los revueltos cabellos de la cara de Cyllan. Ella reaccionó con un temblor de los labios y un parpadeo espasmódico. Alargó una mano ciegamente y Tarod la asió, ofreciéndole un punto en el que apoyarse para regresar a la conciencia.
— ¿Drachea...?
Su voz era débil y vacilante.
— No soy Drachea.
Ella abrió los ojos de repente y lanzó una blasfemia, una blasfemia de vaquero que Tarod no había oído pronunciar nunca en el Castillo. Cyllan se apartó de él, como un animal acorralado, y él le soltó la mano, y la expresión de su semblante se endureció en una débil sonrisa carente de todo humor.
—Veo que tus peripecias no te han sentado mal.
—Yo... lo siento. No pretendí...
Cerró de nuevo los ojos, terriblemente confusa. Había estado tratando de leer las piedras; había venido algo, algo desde fuera, y se había asustado tanto... Inquieta, haciendo un gran esfuerzo, volvió a mirar a Tarod con ojos temerosos. También a él le tenía miedo, pero al menos era una presencia física, un anda a la que agarrarse en el borde de la pesadilla.
—Estaba tratando de leer las piedras...
Tenía que encontrar una salida a su vago terror, pero su lengua sólo pudo hacer una sencilla declaración.
Tarod le preguntó, más amablemente:
— ¿Y qué viste?
— Algo entró por la puerta... — murmuró ella.
Él esperó, pero ella no le dio más explicaciones, y las pocas palabras que había pronunciado le inquietaron. Algo entró por la puerta... O Cyllan había sufrido una alucinación o había atraído sin querer una fuerza que no hubiese debido existir en el Castillo, a menos que él mismo la hubiese conjurado deliberadamente. ¿Otra presencia, desconocida? No, era imposible...
La voz de Cyllan interrumpió bruscamente sus pensamientos.
— Pensé — dijo, lenta y deliberadamente — que eras tú el responsable.
Los ojos de Tarod brillaron, irritados.
— ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que divertirme asustando a mujeres indefensas? ¡Gracias por el cumplido!