Выбрать главу

El Adepto sacudió la cabeza.

—Nada, y cada día que pasa aumenta mi temor de que algo terrible ha sucedido. He estado reflexionando sobre esto una y vez y no puedo encontrar una respuesta que tenga sentido. Si Keridil hubiera tenido intención de aislar el Castillo del mundo, nosotros lo habríamos sabido. Aun en el caso de que no pudiese revelar su propósito, nos habría dado algún aviso. Pero esto... —y de nuevo sacudió con impotencia la cabeza.

—Los rumores circulan rápidamente —dijo Silve, en tono sombrío—. Al principio las especulaciones sólo se hacían en las provincias del z-Norte, pero ahora se han extendido a z-todas partes. No pasará mucho tiempo antes de que lleguen a oídos del Margrave.

— Y mientras tanto, permanecemos sentados sin poder hacer nada y esperando saber algo de los que volvieron a la Península. —Hestor, se estremeció—. Te confieso que en parte tengo miedo de oír las noticias que nos traigan.

Cabalgaron en silencio durante unos minutos, antes de que Silve dijese tímidamente:

—Tienes alguna teoría personal, Hestor, sobre lo que pueda haber -ocurrido en el Castillo?

El Adepto no respondió en seguida y ella se preguntó si no habría oído la pregunta. Pero cuando iba a repetirla, él dijo súbitamente:

—No, Señora, no tengo ninguna. O al menos... ninguna que me atreva a considerar.

Ella asintió e hizo la señal de Aeoris sobre el pecho.

— Debemos rezar para que Aeoris nos guíe.

—¿Nos guíe? —repitió Hestor—. No estoy seguro, Señora, no estoy seguro. Tal vez sería mejor que rezásemos a Aeoris para que nos libere.

Cyllan yacía en la ancha cama de su habitación, combatiendo el cansancio que estaba tratando de romper sus defensas. En este lugar sin tiempo, conceptos tales como el hambre y la sed y el cansancio eran, según sabía, ilusorios; pero los sucesos estaban desgastando su energía y habría deseado poder cerrar simplemente los ojos y descansar con un sueño tranquilo y sin pesadillas.

Pero la verdad era que tenía miedo de dormir. Pensamientos inquietantes y no deseados se acumulaban en su mente, y por mucho que lo intentase, no podía desterrarlos de ella. A su regreso de la biblioteca, Drachea había corrido a su propia habitación con su preciosa carga de libros; ella había deseado que se quedase, pero él, o no había comprendido sus insinuaciones o había preferido hacer caso omiso de ellas, y la había dejado sola.

Cyllan no quería estar a solas con sus pensamientos. Necesitaba una distracción para impedir que se apoderaran de ella y la sujetasen con sus garras; se sentía indefensa contra ellos y pensaba, desesperadamente, que incluso la compañía de Tarod habría sido preferible a esta soledad.

Tarod...

Dio media vuelta y se sentó en la cama, irritada y un poco asustada por el hecho de que el hilo de su pensamiento la hubiese conducido inexorablemente al punto de partida. Desde que se había despertado y encontrado a Tarod a su lado, no había tenido oportunidad de analizar sus pensamientos y sentimientos; pero ahora éstos requerían su atención. Había acusado a Tarod de provocar aquel horrible fenómeno psíquico que la había atacado en su habitación; él lo había negado sarcásticamente y, aunque sin buenas razones, Cyllan descubrió que le creía.

¿O era una víctima no del todo involuntaria de una propia y engañosa ilusión? Drachea la había acusado de parcialidad, y ella era lo bastante sincera para confesar que habría sido una trampa en la que hubiera podido caer fácilmente. Durante muchos meses, se había ido convenciendo de que su camino y el de Tarod no volverían a encontrarse nunca; sus dos breves encuentros habían sido coincidencias insignificantes, y esperar algo más, como reconocía que había esperado, era una estupidez infantil. Pero ahora se habían cruzado en circunstancias que sus más locas pesadillas no habrían podido nunca imaginar; y todos los antiguos recuerdos chocaban dolorosamente con la triste realidad del presente. La frialdad de Tarod, su ocasional male volencia, el poder que podía ejercer la horrorizaba... Y entonces había llegado la revelación de Drachea.

Todavía no podía creerlo. Incluso habiendo visto el testimonio del Sumo Iniciado, la idea de que Tarod no era un hombre sino un miembro del Caos era demasiado terrible para hacerle frente. Los antiguos y oscuros poderes del mal no eran más que un recuerdo ancestral para Cyllan; pero el recuerdo estaba profundamente arraigado, y en alguna parte, innumerables generaciones atrás, estaban los fantasmas de los predecesores de su clan que habían muerto luchando contra las fuerzas monstruosas de los Ancianos. Había aprendido y creído, como todos aprendían y creían, que el Caos estaba muerto. Y ahora se enfrentaba con alguien que, en el mundo del propio Sumo Iniciado, era encarnación de aquel mal, surgido del infierno de un pasado remoto.

Y lo peor era que hubo un tiempo en que ella había creído que podía amarle...

El único hecho que había tratado desesperadamente de evitar, eludiéndolo a cada paso, aparecía súbita, fría y espantosamente claro en su mente, y esta idea hacía que se sintiese interiormente helada. Si las acusaciones eran ciertas, había caído bajo el hechizo de un poder diabólico, algo tan monstruoso que casi escapaba a toda comprensión. Si las acusaciones eran ciertas...

Cyllan se dijo que no debía permitir que su mente siguiese por este camino. Flaquear ahora, y dudar, era emprender la senda de la condenación. Tenía que creer, o estaría perdida.

La aflicción y la confusión la roían como un cáncer, y su inquietud era un tormento constante. Se levantó y empezó a pasear por la habitación, sin saber lo que quería, lo que sentía, lo que podía hacer. Confiar en Drachea sólo empeoraría las cosas; su interés por el bien de ella, cada vez estaba más claro, se debía solamente a que estaba ligado al suyo propio, sin más atenuante que un débil pero protector sentido de humanidad. Pensó, amargamente, que de no haber sido por la terrible situación que les había unido a la fuerza, la habría considerado indigna de su atención. La arrogancia de Tarod tenía al menos algún fundamento independiente de la cuna...

Súbitamente furiosa consigo misma, por hacer tales comparaciones, giró en redondo, apretando los puños en desesperada frustración. No podía permanecer en esta habitación, como una flor frágil esperando ser rescatada por su galán; la idea, al aplicarla a sí misma, le dio ganas de reír. Drachea podía estudiar sus libros como solución a su problema; ella necesitaba un procedimiento más directo y más activo. E inmediatamente pensó en el sótano y en la misteriosa puerta de plata.

Aquel lugar le daba escalofríos, y sin embargo también le fascinaba. Hasta aquel momento, la prudencia le había hecho resistir la tentación de volver, pero el señuelo seguía estando allí. Como si algo la llamase; algo que estaba detrás de aquella puerta, esperando...

Se estremeció. Otras veces había sido tentada por sentimientos parecidos, y no quería que se repitiesen las experiencias que traían consigo. Pero tenía que hacer algo y su frustración era lo bastante intensa para dominar su miedo.

Súbitamente resuelta, Cyllan salió de su habitación al sombrío pasillo. La puerta de la habitación de Drachea estaba cerrada y, al pasar por delante de ella, se detuvo a escuchar; pero no oyó nada.

Silenciosa como un gato, se dirigió a la escalera.

Extrañamente, no sintió en absoluto el nerviosismo que había previsto, al descender el largo tramo de escalera de la biblioteca del sótano. Más bien tenía la impresión de volver a un lugar que le era propio; un inexplicable sentimiento de derecho que la desconcertaba. La biblioteca estaba a oscuras, y la pequeña puerta, tal como la habían dejado. La empujó cautelosamente y entró en el inclinado pasadizo. Sus pies descalzos no hacían el menor ruido y lo único que rompía el absoluto silencio era el suave susurro de su propia respiración.