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La puerta de plata la esperaba, pero su resplandor parecía haberse mitigado en cierto modo. Cyllan no sabía por qué había venido a plantarse ante ella una vez más; estaba cerrada, no podía entrar en la cámara que había detrás... Sin embargo le había parecido que era lo adecuado, lo único que podía hacer. Y ahora, su instinto actuaba de nuevo, apremiándola a tocar, a probar, a atreverse..

Recordando la impresión que había recibido Drachea, se sentía reacia a tocar aquella peculiar superficie metálica; pero sabía que no podía quedarse allí mirando. Poco a poco, alargó una mano... No hubo ninguna descarga. La palma de la mano se apoyó en la puerta y sintió que estaba caliente, firme, pero casi viva. Respiró hondo, ejerció una ligera presión, empujó.

Echó la cabeza atrás en un movimiento reflejo, al aparecérsele un instantáneo y cegador destello. Una estrella, una estrella de siete puntas, que desapareció con la misma impresionante rapidez con que había aparecido, y Cyllan contempló con asombro cómo empezaba a abrirse la puerta de plata, lentamente y sin ruido.

Allí había luz, una fantástica niebla resplandeciente, que cambiaba y rielaba y engañaba a la vista. A través de ella, creyó Cyllan que podía ver esbeltas columnas que se alzaban hacía un techo invisible, pero también ellas parecían moverse y cambiar a cada oscilación de la luz. Era como si hubiese abierto la puerta de un mundo fabuloso, de un lugar extraño y milagroso, de una belleza impresionante. Y se mordió con fuerza el labio para sofocar una emoción irracional. Lentamente, sin saber si debía atreverse a avanzar o si su presencia mancillaría aquella silenciosa perfección, dio un paso adelante, después otro, hasta que la niebla la envolvió y su luz jugó sobre su piel, transformándola en moradora de su extraña dimensión.

El Salón de Mármol... ¡No podía ser otra cosa! Cyllan avanzó, pasmada, contemplando asombrada la vasta cámara que parecía no tener límites, los fascinantes dibujos del mosaico del suelo, que dijérase hecho con piedras preciosas. Era una obra maestra, superior a cuanto ella hubiese podido imaginar. Seguramente, se dijo, ¡seguramente no podía haber sido creada por manos humanas!

Estaba tan absorta en la inconcebible belleza del mágico lugar que olvidó todo lo demás, hasta que, a través de las centelleantes cortinas de luz, vio algo que chocaba con la serenidad del Salón. Se alzaba negro, anguloso y feo en medio de la niebla y, al acercarse más, vio que era un gran bloque de madera, aproximadamente de la longitud y anchura de un cuerpo humano, que le llegaba a la cintura y parecía un tosco altar. Mellado, rayado, evidentemente muy antiguo, estaba cruelmente fuera de lugar entre tanta belleza, y algo en él hizo que Cyllan se echase atrás. Parecía oler a podredumbre y a muerte y a desesperación, y ella dio un gran rodeo al pasar no queriendo acercarse demasiado para que su aura no la tocase también.

Y fue al cambiar de dirección para evitar el negro bloque que se encontró cara a cara con las estatuas.

— ¡Aeoris!

El juramento brotó de su boca antes de que pudiese evitarlo, y Cyllan hizo la Señal sobre su corazón para disculparse de aquella irreverencia. Abrió mucho los ojos, casi incapaz de captar la visión que tenía delante.

Había siete estatuas, figuras imponentes que surgían de la niebla como de una pesadilla. Tenían forma de hombres, pero de hombres gigantescos, y la engañosa luz que jugaba y cambiaba sobre ellas producía una tremenda ilusión de movimiento. En el momento menos pensado, podían apearse de sus pedestales de piedra y avanzar, como gigantes, hacia ella.

Pero era una ilusión... No eran más que estatuas. Y sin embargo, aunque no podía verlas claramente, Cyllan sintió un fuerte escalofrío al reconocerlas. Siete estatuas..., siete dioses... Este era, pues, el lugar más sagrado del Castillo, el templo que el Círculo había dedicado a Aeoris...

Aun temiendo cometer un sacrilegio si se atrevía a mirar más de cerca tan santas obras de arte, Cyllan fue incapaz de resistir la tentación de acercarse a las estatuas. En todo el país había visto muchas celebraciones religiosas, se había inclinado ante muchas imágenes de los Dioses Blancos; pero nunca, hasta ahora, había tenido el privilegio de contemplar la cara de Aeoris en un lugar tan sublime. Se aproximó a las enormes figuras, mirando a través de la niebla como una niña pasmada, para ver las facciones talladas de los siete dioses.

Su desilusión fue grande al ver que las estatuas no tenían cara. Las facciones de cada una de ellas habían sido concienzuda y sistemáticamente destruidas hasta que no había quedado el menor detalle de las mismas, y la vista de semejante profanación impresionó profundamente a Cyllan. Pero las estatuas eran increíblemente antiguas; la piedra negra estaba gastada y estropeada por los estragos de innumerables siglos, y comprendió de pronto que este sacrilegio podía haberse perpetrado antes de que los primeros Iniciados hiciesen del Castillo su fortaleza. Asombrada por su descubrimiento, miró de nuevo las imponentes figuras...

Y se echó atrás, lanzando un grito de espanto.

Poco a poco, superponiéndose a la arruinada piedra, se estaban formando caras, que se completaban mientras ella observaba.

Aquellas caras la miraron impasibles, serenas e inmortales. Pero era una serenidad que estaba impregnada de malevolencia; las facciones, aunque hermosas como sólo podían serlo las de los dioses, eran duras y crueles, y los ojos, fríos como el hielo, soberbios y llenos de maldad. ¡No eran las caras de Aeoris y sus santos hermanos! Eran la antítesis de la Luz, portadoras de oscuridad y de males... ¡y ella las conocía!

El corazón de Cyllan palpitó furiosamente en su pecho al contemplar la estatua más próxima y, recordó el momento en Shu-Nhadek, justo antes de que el Warp cayera con estruendo sobre la ciudad y arrastrase a Drachea y a ella, en que había contemplado con fascinado horror la lúgubre y feroz figura que la llamaba como una Némesis desde la calle, recortándose contra un cielo de locura. Aquella cara... ¡nunca podría olvidar aquella cara!

Aturdida por la impresión, pero incapaz de volver la cabeza, miró la segunda figura, que se alzaba al lado de la primera. Y lo que vio hizo que se llevase un puño a la boca para no gritar. Si la primera cara le había sido familiar, la segunda lo era infinitamente más.. , y, en un terrible instante, confirmó todo lo que había revelado el testimonio del Sumo Iniciado y borró toda posible duda.

Cyllan se volvió, casi perdiendo el equilibrio en su prisa, y corrió hacia la puerta de plata, ahora apenas visible a través de la niebla centelleante. Llegó a ella, la cruzó y subió corriendo desalentada el empinado pasillo que conducía a la biblioteca. La puerta se cerró de golpe a su espalda; Cyllan no vaciló, pero tropezó con los libros desparramados al dirigirse a la escalera.

Una forma negra se movió en la penumbra, materializándose al salir de las sombras. Unas manos vigorosas la asieron de las muñecas, haciéndola girar en redondo, y Cyllan se encontró cara a cara con Tarod.

-¡No!

Más que una palabra fue un grito desesperado y, con la fuerza del pánico, Cyllan se soltó y corrió hacia la puerta. Casi había llegado a ella cuando ésta se cerró de golpe y la joven chocó con tremendo ímpetu contra la rígida madera. Tarod la sujetó cuando retrocedía, aturdida, y Cyllan comprendió que no podía escapar. Dándole vueltas la cabeza después del fuerte golpe, no pudo ofrecer ya resistencia a Tarod cuando éste la obligó a enfrentarse con él. Sujeta ahora de espaldas contra la puerta, lo único que pudo hacer fue volver la cabeza a un lado, rígidos todos los músculos de su cuerpo.

— No me toques — silbó entre los dientes apretados.

El no respondió, pero tampoco aflojó su presa. Cyllan cerró los ojos, sin saber lo que él le haría y consciente de que era impotente para luchar contra él. Sintió una oleada de miedo y de odio, pero estaba indefensa.