Cyllan bullía de cólera por dentro. El supuesto adivino no era más que un charlatán que negociaba con la superstición y con una facultad psíquica que sólo practicaban unos pocos en secreto. En las Grandes Llanuras del Este, cualquiera que tuviese dotes de vidente era ahora poco más que un paria; ella misma había aprendido en su edad temprana a ocultar esta facultad a todos, salvo a la vieja que le había enseñado reservadamente a leer en las piedras, y ni siquiera su tío sabía algo de la preciosa colección de guijarros, desgastados y alisados por el mar, que guardaba en la bolsa colgada del cinto. Aprendiza de boyero, que era el más bajo de los oficios, nunca pregonaría su talento si sabía lo que era bueno para ella... Pero el talento de Cyllan era real, a diferencia de las burdas mentiras de ese truhán, que se aprovechaba de la mezcla de miedo y crédula fascinación de sus clientes.
Ella debería estar en una Residencia de la Hermandad. De pronto oyó estas palabras en su cabeza, tan claramente como si el alto y moreno Adepto estuviera plantado delante de ella y le repitiese aquellas palabras en voz alta. El había reconocido su habilidad y le había hecho este cumplido. Debería haber sido admitida en aquella augusta comunidad de mujeres servidoras de los dioses, su talento, fomentado y alimentado allí... Pero la Hermandad no podía perder el tiempo con gente como una campesina conductora de ganado. Ella no tenía dinero ni quien la protegiese..., y así, en vez de vestir el hábito blanco, se hallaba sentada en un banco de taberna, escuchando a un charlatán que prostituía las dotes de los videntes, y no tenía autoridad para intervenir.
El adivino puso fin a su monólogo y su cliente se levantó para marcharse, con el rostro colorado y dándole efusivamente las gracias. Cyllan vio que una moneda de cinco gravines cambiaba de manos y se sintió asqueada; pero si el falso adivino percibió algo de su cólera, no dio muestras de haberse enterado. Estaba contando las ganancias de la tarde, cuando un joven esbelto y de cabellos castaños se detuvo delante del puesto. La mirada del recién llegado pasó del adivino a Cyllan y se detuvo un momento, como si la reconociese; después, mirando disimuladamente por encima del hombro, se sentó en la silla vacía delante de aquél.
El charlatán hizo grandes aspavientos de bienvenida a su visitante; hasta el punto de que Cyllan se dio cuenta de que debía de ser hijo predilecto de un clan local muy distinguido... y rico. Pero, fuera cual fuese su posición, estaba claro que no era menos crédulo o supersticioso que cualquier campesino. Sus modales, su manera de inclinarse atentamente hacia delante, sus preguntas en voz baja, todo esto demostraba un afán ingenuo que el adivino no perdió tiempo en explotar. Cyllan observó las seis piedras y los signos y pases sin sentido que hizo sobre ellas el falso adivino, antes de empezar su monólogo.
— Veo que tendrás mucha suerte, joven señor. Ciertamente, mucha suerte, pues te casarás dentro de este año. Una boda por amor, si me permites decirlo; con una dama de sin par belleza entre sus iguales; tendréis muchos hijos hermosos. Y veo también... — Aquí hizo una pausa teatral, como esperando que la inspiración divina tocase su lengua, mientras el joven miraba fijamente las piedras—. ¡Sí! Un alto cargo, joven señor; mucho poder y renombre. Te veo plantado en un gran salón, un salón resplandeciente, administrando justicia. Tendrás una vida larga, señor; una vida buena y feliz.
El joven tenía los ojos encendidos. Jadeante, entusiasmado por el dictamen del charlatán, murmuró una pregunta que Cyllan no pudo captar, y ésta, de pronto, al observarle, ajustó inconscientemente su visión de manera que los dos personajes sentados a aquella mesa cubierta con un tapete quedaron desenfocados. Había descubierto que, en raras ocasiones, podía hacer pequeñas predicciones o averiguar el carácter o los antecedentes de un desconocido, sin necesidad de valerse de las piedras. Era un don esporádico, imprevisible la mayoría de las veces; pero ahora sintió que su instinto psíquico era seguro... Cerrando los ojos, se concentró lo más que pudo, y empezó a formarse una vaga impresión mental que fue cada vez más clara, hasta que al fin, satisfecha, volvió a abrir los ojos. El adivino había terminado y el joven se levantó para marcharse. Unas monedas cambiaron de manos; el joven dio las gracias y recibió a cambio respetuosas reverencias; después, el vidente se escabulló detrás de la cortina y se perdió de vista.
El joven iba a pasar por delante del banco de Cyllan, y ella decidió de pronto que no podía guardar silencio. Poco bien podía hacerle, pero su sentido de la justicia se rebeló contra la idea de que aquella trapacería no fuese descubierta. Al llegar el joven a su nivel, se levantó.
— Discúlpame, señor...
El se sobresaltó, se volvió y frunció el entrecejo, claramente molesto de que una desconocida de la clase baja le interpelase tan directamente. No queriendo que pudiese pensar que quería importunarle, Cyllan habló rápidamente y en voz baja.
—El adivino es un charlatán, señor. Pensé que debías saberlo.
El estaba ahora sorprendido. Una cara fresca y suave, pensó; él no había pasado nunca apuros, nunca le había faltado nada.. , y probablemente esto explicaba su ingenuidad ante los halagos del vidente. Ahora, recobrando el dominio de sí mismo, se acercó más al lugar donde ella estaba.
— ¿Un charlatán? —Su sonrisa era débilmente protectora—. ¿Por qué estás tan segura?
Evidentemente, sospechaba que tenía algún motivo personal para tratar de desacreditar a aquel hombre. Cyllan aguantó impávida su mirada.
—Yo nací y me crié en las Grandes Llanuras del Este —dijo—. Leer las piedras es allí un antiguo arte... y por eso puedo descubrir a un impostor cuando le veo.
El joven cruzó las manos y miró reflexivamente un anillo muy valioso que llevaba en un dedo.
—Es forastero en Shu-Nhadek, como al parecer lo eres tú, y sin embargo ha adivinado muchas cosas sobre mi posición. ¿No habla esto mucho en su favor?
Cyllan decidió apostar a que su destello de clarividencia había sido acertado, y sonrió.
—Un vidente no necesita ser muy hábil, señor, para reconocer en ti al hijo y heredero del Margrave de la provincia de Shu.
Había estado en lo cierto... El joven arqueó las cejas y la miró con nuevo interés.
—¿Eres tú vidente?
—Lectora de piedras, y de poco talento —dijo Cyllan, haciendo caso omiso del insulto, sin duda involuntario, que implicaba la sorpresa de él—. No practico mi habilidad, ni trato de sacar provecho de ella; no pretendo quitarle los clientes a ese hombre, pero me indigna ver cómo los embaucadores explotan a sus víctimas inocentes.
La idea de que él era una de esas víctimas inocentes no pareció gustar al hijo del Margrave y, por un instante, se preguntó Cyllan si había sido demasiado audaz y le había ofendido. Pero, después de una breve vacilación, él asintió con la cabeza.
—Entonces, estoy en deuda contigo. ¡Haré que ese charlatán sea expulsado hoy mismo de la provincia! —De pronto entrecerró los párpados y estudió más de cerca la cara de ella—. Y si eres lo que dices, me interesaría ver si puedes hacerlo mejor que él.
Quería que leyese las piedras para él, y Cyllan se alarmó. Su tío, que, como la mayoría de sus semejantes, era sumamente supersticioso y consideraba las facultades psíquicas como de competencia exclusiva de unos pocos privilegiados (y oficialmente aprobados), la mataría si descubriese que había estado empleando su don. Y leer para el hijo del Margrave.. , no podía hacerlo, no se atrevía a hacerlo.
— Lo siento — dijo en tono confuso—, pero no puedo.
—¿No puedes? —El joven se irritó de pronto—. ¿Qué quieres decir con eso de que no puedes? Dices que eres una vidente. ¡Yo te pido que lo demuestres!
—Quiero decir, señor, que no me atrevo. —No tenía más solución que ser sincera—. Trabajo con mi tío, y desaprueba esas cosas. Si llegase a enterarse...