— Cyllan... — La voz de Tarod era suave pero amenazadora—. Vas a decirme la verdad. ¿Dónde has estado?
Ella se mordió el labio hasta hacer brotar una gota de sangre y sacudió violentamente la cabeza. Esperaba que él la golpease, pero no lo hizo. Aunque aumentó la presión de sus dedos, se limitó a decir, casi amablemente:
— Dímelo, Cyllan.
Sorprendida por el tono de la voz, ella le miró, y vio la dureza del hierro en sus ojos verdes. No necesitaba dañarla físicamente. Si quería podía destruir la cordura de su mente con sólo chascar los dedos, y ambos lo sabían. Quiso forzar su lengua, sabiendo que estaba vencida pero luchando por no mostrar debilidad.
—Yo... —pudo decir al fin—. Al final del pasillo..., la puerta de plata...
—¿La del Salón de Mármol?
— Sí...
— ¿Y después?
Los ojos verdes seguían fijos en los de ella, y Cyllan no se atrevió a mentir.
—Pensé que la puerta estaba cerrada, pero... se abrió.
Tarod se pasó lentamente la lengua por el labio inferior.
—Sí — dijo a media voz, casi hablando consigo mismo—, me lo había imaginado...
Para sorpresa de Cyllan, le soltó los brazos y se volvió, cruzando despacio el sótano en dirección al hueco de la pared del fondo. Sin dejar de observarle, la joven alargó una mano hacia el pestillo de la puerta detrás de ella. Si podía abrirla sin ruido, tal vez...
— La puerta no se abrirá — dijo Tarod, sin mirarla—. Permanecerá cerrada hasta que yo la abra.
Cyllan tenía las mejillas coloradas de vergüenza por su propia ingenuidad cuando él se volvió de nuevo de cara a ella. Por un largo instante, la miró con frío interés; después dijo:
—¿Por qué temes contestar a mis preguntas?
— No tengo miedo.
Pero no podía mirarle; el recuerdo de la cara tallada de la estatua era demasiado fuerte.
—Sí que lo tienes. ¿Por qué? ¿Temes una represalia? — Sonrió aunque su sonrisa no era amable—. Podría hacerte daño si quisiera, o tal vez si me hicieses enfadar. Pero preferiría que no fuese así.
La absoluta certidumbre de que él podía hacer exactamente lo que quisiera con ella destruyó el dominio de Cyllan sobre sí misma. Sabía lo que era él; sabía que no tenía nada que perder, y algo despertó en su interior que le imbuyó una indiferencia fatalista. Si estaba condenada, dejaría que la condena fuese total; al menos podría conservar el poco orgullo que le quedaba.
Con voz súbitamente más firme, replicó en tono desafiador:
—¿De veras? ¡Lo dudo! —Dio un paso hacia él—. ¿Por qué no me destruyes, Tarod? No soy nada para ti, ¡no valgo nada! —Se llevó una mano al cuello de la camisa que llevaba y, de un solo y violento movimiento, la desgarró, dejando al descubierto su cuello y los blancos y pequeños senos—. ¿No es así cómo hay que preparar un sacrificio? A ti no te importa nada la vida humana... ¡Mátame!
Tarod no se movió. La fría expresión de su semblante dio paso a otra sonrisa, pero esta vez había un poco de calor en ella.
—Eres muy valerosa, Cyllan —dijo pausadamente—. Pero tu valor es superfluo. No pretendo hacerte daño; sería inútil y no lo deseo. Tal vez la vida humana me importa más de lo que crees. — Se acercó a ella y permaneció rígido al apoyar ligeramente una mano en el pecho de ella a través del desgarrón de la camisa—. Sólo te pido una cosa: que me digas lo que encontraste en el Salón de Mármol.
Su contacto era frío, pero físico, humano... Cyllan se sintió de pronto confusa, al chocar impresiones antagónicas en su cabeza. Temía su cólera, si él descubría lo que había visto; pero el miedo de lo que podía hacerle si guardaba silencio fue más fuerte que su temor, y murmuró:
— Las estatuas...
—Ah... las estatuas. —Tarod asintió con la cabeza—. Sí. ¿Y qué más?
—Había un bloque de madera... , un gran bloque negro. Yo... Era una cosa repelente.
Su miedo estaba ahora menguado; él parecía indiferente al hecho de que hubiese visto aquellos monstruos esculpidos, y aunque su nula reacción la desconcertaba, se sentía aliviada. Tuvo la osadía de mirarle y vio que tenía entornados los ojos y dura la expresión, como si la mención del bloque hubiese reanimado algún oscuro pensamiento.
— Repelente — repitió reflexivamente él—. Me sorprende un poco la palabra que has elegido, pero... es bastante adecuada. ¿Había algo más?
— No — dijo ella —. Nada.
Hubo una pausa.
— ¿Estás segura?
Ella recordó la piedra y la teoría de Drachea de que estaba oculta en algún lugar del Salón de Mármol. No había visto señales de ella...
Asintió con la cabeza.
— Sí, estoy segura.
Tarod le levantó la cara, la estudió atentamente y después pareció más relajado.
—Muy bien; veo que me has dicho la verdad.
Por alguna razón que Cyllan no podía adivinar, él pareció alegrarse de aquello, aunque le habría sido bastante fácil arrancarle la respuesta si le hubiese mentido.
Permaneció inmóvil un momento más y después apartó la mano del pecho de ella, la llevó a la tela rasgada de la camisa y, delicadamente, la cubrió de nuevo con ella.
—Tápate —dijo—. Y no quiero que hables más de sacrificios. Vuelve junto a Drachea y dile lo que has descubierto.
Ella frunció el entrecejo.
— ¿Qué se lo diga a él? Pero...
Tarod se echó a reír; una risa ronca que contrastó vivamente con sus anteriores modales.
— Bueno, puedes decírselo o no, según prefieras. ¡A mí me da lo mismo! Drachea puede divertirse con sus juegos infantiles, pero no es ninguna amenaza. Si lo fuera, ya no estaría vivo.
Sus palabras eran bastante casuales, pero su significado estaba demasiado claro. Cyllan no respondió; simplemente, asintió con la cabeza y se volvió. Esta vez la puerta se abrió al tocarla; detrás de ella, el largo tramo de escalera conducía al patio.
—Volveremos a vernos —dijo pausadamente Tarod al poner ella el pie en el primer escalón.
Cyllan no supo si estas palabras implicaban o no una amenaza, pero no quiso especular sobre ello.
Cuando Cyllan se hubo marchado, Tarod se quedó mirando los libros desparramados alrededor de sus pies. Estaba seguro de que Drachea había irrumpido en la biblioteca por segunda vez, pero no sabía ni le importaba lo que el joven hubiese podido encontrar en su búsqueda. Incluso los ritos más importantes servían de poco en manos de un aficionado; Drachea carecía de importancia, y Tarod tenía otras cosas en que pensar.
Se encaminó a la estrecha puerta del hueco de la pared y la abrió sin ruido. La luz relativamente brillante del pasillo cayó sobre él, dando un matiz cadavérico a su ya pálido semblante, y aunque estuvo tentado de seguir una vez más el camino que conducía al Salón de Mármol, resistió la tentación. Nada podía ganar con ello: el Salón estaría, como siempre, cerrado para él.
Sin embargo, Cyllan había podido entrar...
Era lo que Tarod había sospechado, y era también, en cierto sentido, una esperanza cumplida. En alguna parte de aquel lugar (en el plano físico o en otro, esto no lo sabía) estaba la única joya que era la clave de todo; y, como había previsto, ahora sabía que podía emplear a Cyllan para encontrarla y devolvérsela. Sin embargo, este conocimiento sólo le producía una satisfacción que no era tal. Con la piedra, volvería a ser como le había hecho el Destino: un ser cuyo origen no estaba con la humanidad, sino con el Caos. Recobraría los antiguos poderes; ningún hombre podría levantarse contra él, y si quería, podría abandonar toda pretensión de mortalidad y elevarse de nuevo a las alturas que antaño, en forma inmortal, había gobernado.
Desde el momento en que había cruzado la última barrera astral para detener el Péndulo del Tiempo, nunca había puesto en duda aquel deseo. Había sido en él como un rescoldo que sólo esperaba la oportunidad de inflamarse. Pero ahora le parecía lejano e irreal. La meta, de pronto tan próxima, había perdido su significado.