Cyllan entrecerró los ojos. Probablemente, Drachea sólo había ceñido una espada dos o tres veces en su vida, y aun para fines ceremoniales. Ella había tenido una vez un cuchillo; un arma cruel de hoja curva y mango de hueso. Lo había empleado para rajar la cara de uno de los mozos de su tío, que había pensado que podía aprovechar el sopor de su amo borracho para violar a su sobrina y escapar con tres buenos caballos, y los alaridos del hombre habían despertado a todo el campamento. Kand Brialen había despedido al presunto ladrón con un brazo y tres costillas rotas, «una por cada caballo» como dijo ferozmente él, y había recompensado la vigilancia de Cyllan dándole un cuarto de gravín y vendiendo su cuchillo en el primer pueblo por el que pasaron.
—Puedo distinguirla bastante bien, Drachea —dijo—. Y tornaré una daga para mí, si la encuentro.
El se sorprendió un poco por el tono de su voz, pero lo disimuló rápidamente encogiéndose de hombros.
— No perdamos tiempo. Yo llevaré los papeles al sitio donde deben estar y volveremos a encontrarnos aquí cuando hayamos hecho nuestro trabajo.
Drachea no quería confesarse que sentía miedo al recorrer el largo pasillo que conducía a las habitaciones del Sumo Iniciado, pero los fuertes latidos de su corazón desmentían su arrogancia. Con las revelaciones de Keridil Toin, y también las de Cyllan, frescas en su mente, la idea de que podía encontrarse con Tarod llevando encima los documentos acusadores a punto estuvo de hacerle volver corriendo al refugio de su habitación. Ahora lamentaba no haber encargado a Cy llan esta tarea e ido él en busca de armas; pero era demasiado tarde para lamentaciones. Y seguramente, se dijo, tratando de reforzar su valor menguante, las probabilidades de encontrarse con el Adepto en la inmensidad del Castillo eran muy escasas.
La decisión de Drachea de realizar personalmente esta tarea se debía en parte al hecho de que cada vez desconfiaba más de Cyllan. Al principio había considerado la evidente desavenencia entre ellos simplemente como consecuencia natural de sus distintas categorías: a fin de cuentas, Cyllan era tan inferior a él que, en circunstancias más afortunadas, no se habría relacionado con ella en absoluto. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Cyllan había conocido con anterioridad al siniestro dueño del Castillo; parecía reacia a condenarle por lo que era, ya que, en un par de ocasiones, Drachea la había puesto deliberadamente a prueba y ella había saltado en defensa de Tarod como un perro guardián. Cuando se produjese el conflicto, como no podía dejar de suceder, se preguntó si estaría tan ciega a la verdad como para no tener el sentido común de combatir por la justicia.
Sin embargo, Cyllan era un factor de poca importancia. En último extremo, podía prescindir de ella y no lamentaría particularmente su pérdida. Drachea consideraba ahora que, si había estado en deuda con ella, esta deuda había sido sobradamente pagada. ¿Acaso no la había ayudado, guiado e instruido en todo desde su impremeditada llegada aquí? Si sus planes, que todavía eran embrionarios, daban resultado, ¡ella tendría que darse cuenta de su superioridad!
Casi había llegado al final del pasillo, y la inquietud dio paso a una sensación de alivio cuando se le apareció la puerta del Sumo Iniciado. Una vez devueltos los documentos, Tarod nunca descubriría que habían sido sustraídos y leídos; y cualquier ventaja, por trivial que fuese, era valiosa.
Levantó el pestillo de la puerta...
—Bueno, amigo mío, tus excursiones son cada vez más atrevidas.
Drachea giró en redondo, y abrió la boca horrorizado al ver a Tarod plantado detrás de él.
El alto Adepto avanzó sonriendo, aunque la sonrisa no engañó a Drachea. En los ojos verdes de Tarod había un brillo maligno, y Drachea comprendió que su estado de ánimo era muy peligroso.
—Esta ambición no te favorece, Drachea —siguió diciendo Tarod, con voz suave—. Revela el deseo de calzarte los zapatos de un muerto antes de que se realice el entierro.
— Yo iba... Solamente pretendía...
Drachea se esforzaba en encontrar una respuesta que pudiese parecer plausible, y Tarod observaba sus esfuerzos con helada indiferencia. No sabía qué le había impulsado a buscar al joven con el único propósito de atormentarle; era una persecución vana e inútil que ni siquiera su antipatía por Drachea podía justificar. Pero había estado meditando, y de la reflexión había pasado a la cólera, y la cólera necesitaba desfogarse. Drachea había tenido la mala suerte de encontrarse a su alcance y Tarod no tenía escrúpulos en emplearlo como chivo expiatorio.
Pero el malhumor de Tarod quedó casualmente justificado cuando vio el fajo de papeles que Drachea estaba tratando torpemente de ocultar. El primero de ellos llevaba el sello del Sumo Iniciado...
El fuego latente en la mente de Tarod empezó a llamear como una hoguera, y el Adepto tendió la mano izquierda.
— Creo — dijo — que harás bien en mostrarme lo que llevas ahí.
Drachea sacudió desesperadamente la cabeza.
—No es nada —respondió esforzándose en no tartamudear.
—Entonces, permitirás que yo lo vea.
La voz de Tarod era implacable.
Drachea trató de resistirse, mientras aquellos ojos verdes y fríos se fijaban en los suyos, pero no pudo desviar la mirada. Espasmódicamente y contra su voluntad, levantó la mano y la tendió, y Tarod tomó los documentos.
Le bastó una mirada para confirmar sus sospechas. Drachea lo sabía... y sin duda también Cyllan había visto esos papeles. No era de extrañar que, con el testimonio de Keridil fresco en su mente, se asustara tanto cuando él la había encontrado en el sótano...
Miró de nuevo a Drachea; el heredero del Margrave estaba temblando como si tuviese fiebre, y el terror culpable que traslucían sus ojos, el desprecio que provocaba su actitud, repugnaron a Tarod.
—Así pues —dijo suavemente—, te consideras con derecho a hurtar más de lo que puedes encontrar en la biblioteca.
Pálido como la cera, Drachea tragó saliva y farfulló débilmente:
— Cyllan los descubrió, no yo... Yo... no los leí; le dije que no eran de mi incumbencia...
Su voz se extinguió al ver la expresión de Tarod.
— Eres un embustero.
Y, encolerizado por la desvergonzada perfidia de Drachea, sintió que algo estallaba en su interior. Sus ojos reflejaron su desprecio; arrojó los papeles a un lado, levantó la mano izquierda, hizo un solo ademán.
Algo con la fuerza de la coz de un caballo levantó a Drachea de sus pies y lo hizo chocar contra la puerta del Sumo Iniciado, que se abrió de golpe. Derrumbado en el umbral, Drachea, presa del pánico, trató de levantarse y echar a correr; pero entonces vio la mirada de Tarod. Todos los músculos de su cuerpo se quedaron rígidos. No podía moverse, no podía respirar; su mente luchaba contra la inexorable voluntad que la retenía, pero era impotente.
Tarod sonrió, y su sonrisa hizo que Drachea quisiera gritar. El lúgubre semblante estaba cambiando; los ojos se entrecerraban, ardiendo con una luz inhumana; los negros cabellos eran como una sombra totalmente oscura. En un instante de terrible revelación, vio Drachea lo que Cyllan había visto en la cara tallada de la estatua: la malevolencia, el conocimiento, el poder absoluto, que se ocultaba detrás de la máscara. Emitió un sonido gutural, inarticulado, suplicante. La sonrisa de Tarod se acentuó y los dedos de su mano se doblaron como trazando un símbolo invisible.
El lazo que esclavizaba a Drachea se rompió, y éste aulló como un animal herido, con los ojos desorbitados y las manos buscando a tientas algún asidero en el suelo. Tarod, al verlo, reconoció la pesadilla y soltó una carcajada. La última vez que Drachea se había cruzado con él, sólo le había mostrado un breve atisbo de los horrores que podía conjurar si le apetecía. Ahora, el castigo era implacable.