—No... N-no...
Era la única palabra que Drachea podía articular con las confusas y suplicantes incoherencias que acudían en tropel a su garganta. Se arrastraba sobre las manos y las rodillas, como un ratón mortalmente herido que tratase de huir de un gato hambriento, y Tarod le seguía lentamente, tranquilamente, manteniendo las engañosas ilusiones y manipulándolas de manera que el terror de Drachea era cada vez más fuerte, empujándole hasta el borde de la locura. No sentía verdadero odio contra Drachea, su desprecio era demasiado grande para ello, y lo que hacía no le daba satisfacción. Pero algo le había impulsado; un furor que no podía contener. Una emoción que le superaba.
Drachea estaba sollozando, acurrucado en posición fetal en el pasillo y tratando al parecer de clavar las uñas en la pared, como si tras ella hubiese algún refugio. La ira de Tarod había alcanzado su punto culminante y estaba desapareciendo con la misma rapidez con que había surgido. Miró al desgraciado encogido a sus pies. Sería muy fácil matarle. Un solo movimiento, y habría terminado... Pero parecía inútil. Era mejor que Drachea siguiese viviendo, y recordase...
Dio un paso atrás. La última vez que había perdido el dominio de sí mismo, un hombre había muerto, y de muerte cruel; pero aquello, como tantas otras cosas que le atormentaban, pertenecían aplazado. Ahora no tenía las mismas motivaciones.
¿O acaso sí? La idea le disgustó y, cuando miró de nuevo a Drachea, sintió algo parecido al remordimiento. Giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo en dirección a la puerta principal. Pudo oír detrás de él unos sollozos enloquecidos y suplicantes que se iban apagando al aumentar la distancia, y este ruido dejó un sabor amargo en su boca.
Dos espadas y una ligera daga de hoja fina era cuanto Cyllan había podido encontrar, pero de todos modos estaba satisfecha del producto de su rapiña. La teoría de que podía haber un arsenal junto a las caballerizas del Castillo había resultado equivocada y, después de una búsqueda inútil, había empezado a inspeccionar las habitaciones individuales del gran edificio y encontrado lo que necesitaba. La experiencia de registrar aquellas cámaras había sido horripilante, le había parecido una profanación buscar entre los objetos personales de hombres y mujeres cuyas vidas habían sido bruscamente suspendidas y que ahora languidecían en un mundo inimaginable, si era que existían todavía; y había tenido que hacer acopio de voluntad para iniciar la búsqueda. Eran muchos los artefactos que contaban su propia conmovedora historia; una chaqueta desgarrada, con una aguja de costura enhebrada prendida en ella; dos copas de vino vacías junto a una cama revuelta; un fajo de papeles con sencillos dibujos trazados por una mano infantil. Todo ello había sido un elocuente recordatorio de que el Castillo había vivido y respirado y resonado con los ruidos de sus moradores humanos.
Cyllan había ignorado, aunque con dificultad, las prendas de vestir que había encontrado en algunas habitaciones. Trajes y capas de ricas telas, graciosos y elegantes zapatos que sabía que podrían ser de su medida, joyas... entre las que habría podido elegir casi sin parar, si hubiese sido capaz de acallar su conciencia y hurtarlas. Pero, en vez de esto, las había dejado de mala gana a un lado, y dejado sus fantasías con ellas, y se había concentrado en su tarea inmediata.
Afortunadamente, su búsqueda la había llevado al piso superior de aquella ala del Castillo, donde sabía que era menos probable que se encontrase con Tarod. Se había equivocado dos veces al volver a su habitación, pero el laberinto de pasillos le era cada vez más familiar y corría poco peligro de perderse en él. Estaba cruzando el ancho rellano en que terminaba la escalera principal, cuando sus oídos atentos captaron un débil sonido, y se quedó helada. Alguien se estaba muriendo, en la escalera...
Conteniendo el aliento, avanzó despacio, manteniéndose pegada a la pared. El ruido pareció haber cesado, y no vio ninguna sombra que delatase que alguien se estaba acercando. Más confiada, cruzó el rellano para mirar por encima de la baranda...
Dejó caer las espadas y la daga, que chocaron contra el suelo con gran estrépito. Bajó corriendo la escalera hasta encontrar una figura tendida en el suelo en mitad de aquélla.
Drachea no estaba del todo inconsciente, pero las últimas fuerzas que le habían permitido llegar arrastrándose, pulgada a pulgada, desde la puerta del Sumo Iniciado hasta aquel lugar, se habían agotado. Sus manos agarraban débilmente el borde del próximo peldaño; tenía las uñas rotas y ensangrentadas, como si hubiese tratado de abrirse paso a través de una pared de piedra, y fuertes estremecimientos sacudían su cuerpo.
— ¡Drachea!
Cyllan trató de ayudarle a incorporarse, pero él no pudo hacerlo. Horrorizada, le dio la vuelta. Tenía los ojos firmemente cerrados, pálido el semblante, y parecía, increíble mente, estar tratando de reír, aunque ningún sonido brotaba de sus exangües labios.
Dulce Aeoris, ¿qué le había ocurrido? No podía quedarse tumbado allí, ¡tenía que llevarle a una cama! Cyllan se agachó, pasó las manos por debajo de los brazos de Drachea y tiró con toda su fuerza. El gimió, pero estaba demasiado débil para oponer resistencia, y Cyllan, haciendo un gran esfuerzo, consiguió arrastrar su peso muerto hasta la cima de la escalera. Encorvada y jadeando, miró a lo largo del pasillo. La habitación de él era la que estaba más cerca... Respirando hondo, levantó de nuevo a Drachea, rezando para que no estuviese físicamente lesionado, y le arrastró hacia la puerta sin demasiadas contemplaciones, con lo cual no hizo más que empeorar las cosas.
Cuando llegó a la habitación, Drachea había perdido el conocimiento, lo cual era una suerte para él. Pero los músculos de Cyllan protestaron cuando les obligó a hacer un último esfuerzo para subirle a la cama. Le colocó en la posición más cómoda posible y después le observó de cerca para ver si podía encontrar alguna clave de lo que había su cedido.
Por fortuna no había señales visibles de lesión, aunque Cyllan no era curandera y sabía que fácilmente podía pasar por alto algún síntoma grave. Tampoco podía imaginarse lo que había pasado... pero una terrible sospecha se abría paso en su mente.
Se irguió, tratando de mitigar el miedo que se había apoderado de ella. Fuera cual fuese la verdad, algo había que hacer por Drachea, o éste podía morir. Y el único a quien podía dirigirse era posiblemente el único responsable de que Drachea se hallase en este estado.
Le miró de nuevo y supo que no tenía más remedio que pedir ayuda a Tarod. Lo peor que éste podía hacer, y que seguramente haría era negarse...
Rápidamente, antes de que pudiese abandonarla el valor, salió corriendo de la habitación, a lo largo del pasillo y hacia la escalera. Las espadas y la daga estaban todavía donde habían caído; vaciló y después agarró el puñal y lo introdujo en su cinto. No podía ocultarlo, pero le daba un poco de confianza. Después bajó a toda prisa la larga escalera y se dirigió a la puerta principal del Castillo.
Cuando Cyllan llegó al pie de la gigantesca Torre del Norte, la vista de la negra escalera de caracol que ascendía en una oscuridad total casi quebrantó su resolución. Había visto una pálida luz en la estrecha ventana de la cima y sabía que Tarod tenía que estar allí, pero la idea de subir por aquella escalera interminable, a través de una oscuridad tan intensa que era casi tangible, era espantosa. Pero se armó de valor; tenía que hacerlo. Drachea necesitaba ayuda, y ella era su única aliada.
¿Y si Tarod se negaba a ayudarla? Había pensado casi exclusivamente en esto mientras cruzaba el patio, pero, entre sus dudas y su confusión, brillaba una chispa de esperanza. A pesar de lo que sabía, a pesar del terror que había sentido en su último encuentro, creía haber reconocido al fin, en la biblioteca, una sombra de lo que era Tarod cuando le había conocido, y se aferraba furiosamente a esa imagen. El la había tratado amablemente, desmintiendo a los que le habían condenado, y pensó que, si podía volver a tocarle la misma fibra, él la ayudaría ahora.