¿O se estaba portando de nuevo como una tonta? Todavía le parecía estar oyendo la voz de Drachea condenándola por su credulidad, y la esperanza dio paso a la incertidumbre. Si se equivocaba...
Cobró aliento e irguió los hombros. Si estaba equivocada, sólo había una manera de saberlo. Tenía que intentarlo.
Prescindiendo resueltamente de las dolorosas palpitaciones de su corazón, puso el pie en el primer peldaño.
Parecía que la negra espiral no terminaría nunca, Cyllan había subido y subido, tratando de no flaquear pero teniendo que detenerse de vez en cuando para dar un descanso a sus doloridos músculos y recobrar el aliento. Las paradas se hicieron más frecuentes; le ardían las piernas, y el prolongado esfuerzo en aquella terrible e inmutable oscuridad adquirió proporciones de pesadilla. No podía volver atrás; no sabía cuántos escalones había dejado tras de sí, pero podían ser miles; la idea de renunciar ahora y volver a enfrentarse con la oscuridad era más de lo que podía soportar. Y sin embargo, a pesar de que rezaba para llegar a su meta, la escalera seguía subiendo y subiendo, sin descanso.
Resbaló y se tambaleó, cayendo de rodillas sobre la fría piedra negra y sollozando de agotamiento. No podía quedar mucho trecho; a menos que se hubiese extraviado en otra dimensión, que hubiese sido víctima de una broma pesada, la escalera tenía que terminar en alguna parte... Se levantó, apoyó las manos en la pared implacable y ordenó a sus miembros que la obedecieran. Ahora no podía vacilar...
E inesperadamente, Cyllan se encontró con que el séptimo escalón que subió, ahora era el último.
La sorpresa la sacó de su hipnótico estado, y se apoyó en la pared, teniendo que emplear toda la fuerza que le quedaba para impedir que las piernas se doblasen bajo su peso. Estaba en un oscuro rellano circular y, en la penumbra, sólo pudo distinguir los vagos contornos de tres puertas. Todas estaban herméticamente cerradas, y la ya débil confianza de Cyllan flaqueó todavía más. Si se había equivocado, Tarod no estaba allí... o si se negaba a ayudarla...
Rechazó estos pensamientos y se acercó tambaleándose a la puerta más cercana. Pero antes de que pudiese llamar, se abrió la más lejana, brotó de ella una luz fría y apareció la silueta de un alto personaje en el umbral.
—Cyllan —La voz de Tarod era suave, débilmente curiosa—. ¿Qué te trae por aquí?
Ella respiró hondo, pero apenas podía hablar; había pagado el precio de la subida y estaba agotada.
— Drachea... — murmuró, medio atontada—. Está enfermo... he venido... , he venido a buscar ayuda...
De pronto se tambaleó, y Tarod se acercó a ella y la tomó de un brazo.
— ¡Al diablo con Drachea! ¡Creo que eres tú la que necesita ayuda! Vamos, entra.
Cyllan se apoyó en él, incapaz de sostenerse, y él la condujo amablemente a través de la puerta. La luz, aunque débil, cegó a Cyllan después de la terrible oscuridad de la escalera. Aunque deslumbrada, creyó vislumbrar una habitación pequeña y atestada, y Tarod la llevó hasta un diván y ella, agradecida, dejó que sus piernas se doblasen hasta que se encontró medio sentada y medio tendida entre los almohadones. Poco a poco su visión se fue adaptando y fue recobrando el aliento, hasta que pudo mirar a Tarod, que estaba sentado observándola.
— ¿Te has recobrado? — preguntó él.
—Sí..., sí, bastante. — Sus miradas se cruzaron—. Gracias.
El inclinó ligeramente la cabeza.
— Conque Drachea no se encuentra bien, y tú has subido a esta gran altura para buscarme. Eres muy fiel, Cyllan. Espero que el joven heredero del Margrave sepa apreciar tu amistad.
Su tono la irritó.
—Cualquiera habría hecho lo mismo —dijo.
—Lo dudo. ¿Cuál es su mal?
Ella sacudió la cabeza.
— No lo sé... Le encontré tumbado en la escalera principal. Estaba casi inconsciente y... ¡en un estado terrible! No sé lo que le llevó a esta condición, pero estaba... Sus manos, sus ojos...
Se esforzaba en encontrar la manera de explicárselo, pero se interrumpió al ver la expresión del semblante de Tarod.
No mostraba sorpresa, ni siquiera interés, y una débil y maliciosa sonrisa torcía las comisuras de los labios.
Él vio que le estaba observando, vio que empezaba a comprender, y dijo llanamente:
— Drachea tiene la costumbre de meterse en dificultades. Y si es lo bastante imbécil para robar lo que no le pertenece, debería pensar en las consecuencias.
La inquietante sospecha se convirtió de pronto en dolorosa certidumbre en la mente de Cyllan. Tarod había sorprendido a Drachea cuando éste trataba de devolver los documentos comprometedores al estudio del Sumo Iniciado... Poco a poco, se puso de pie.
—Tú... —Tenía un nudo en la garganta—. Tú le hiciste eso.
Tarod la miró fríamente.
—Sí. Yo se lo hice.
Ella lo sabía ya; sin embargo, oír que Tarod confesaba la verdad con tanta indiferencia, era aún más impresionante. Todas sus dudas y su confusión se borraron de pronto de su mente, y sólo sintió asco.
— ¡Dioses! — Escupió la palabra —. ¡Eres un monstruo!
Tarod suspiró.
—Ciertamente. Un monstruo cruel, que hace voluntariamente estragos en las mentes y los cuerpos de víctimas inocentes. —Tenía un brillo acerado en los ojos—. ¡No comprendes nada!
—Sí que comprendo — replicó ella, con voz temblorosa—. ¡Comprendo demasiado bien lo que eres! Contarme tu hazaña sin el menor remordimiento; reaccionar como si no significase nada, enorgullecerte de ella...
— ¿Enorgullecerme? — Se puso de pie con tanta rapidez que ella se echó instintivamente atrás —. Muy bien; completaré el retrato que has hecho de mí, ¡ya que me conoces tanto! No tengo conciencia, no tengo moral; soy lo que ves en tu propia mente, Cyllan. Me gusta atormentar a los otros por el placer que obtengo de ello, ¡es por lo único que vivo! — Se dominó y añadió, con controlada furia—: ¿Estás satisfecha?
La estaba desafiando, incitándola a plantarle cara, y un sentimiento de rebeldía hizo que Cyllan no diese su brazo a torcer.
—¡Si! —le replicó furiosa—. Estoy satisfecha, Tarod, por que esto me demuestra que Drachea tenía razón y yo estaba equivocada. Tú eres el mal, ¡y sé de dónde procede tu maldad!
Y, desafiadoramente, hizo la Señal de Aeoris delante de su cara.
Drachea se lo había dicho... Con la rapidez de un gato, Tarod levantó una mano y le agarró la muñeca. Su propia cólera iba en aumento, con tanta rapidez que apenas podía dominarla. Ella lo sabía... y le había condenado, como habían hecho los otros, sin reflexionar, como él sabía que haría. De pronto, otra cara suplantó a la de Cyllan en su mente; una cara noble, hermosa, de ojos límpidos que ocultaban el corazón calculador y egocéntrico que había detrás de ellos. Quería herir el alma que disimulaba aquella cara, tomarse la venganza a que tenía derecho desde hacía tiempo...
Su visión se aclaró y ahora vio las finas facciones y los grandes ojos ambarinos de Cyllan. La belleza había desaparecido, pero no el orgullo. Cyllan tenía también bastante orgullo, pero era de una clase diferente... y tenía el valor de echarle en cara lo que sabía, en vez de herirle por la espalda.
Ella estaba inmóvil, vigilante y alerta, dispuesta a liberarse a la menor oportunidad. Pero Tarod no se la daba. La presa sobre su muñeca se apretó hasta que el dolor se manifestó en el semblante de Cyllan, pero ésta no dijo nada. El podía haberle roto el brazo; podía haberla matado con sólo chascar los dedos...