Sus miembros empezaron a temblar al advertir, como una puñalada, todas las implicaciones de lo que había sucedido. Poco a poco, cautelosamente, se incorporó con intención de buscar la arrugada ropa tirada entre los escombros del suelo...
Tarod volvió la cabeza y ella se quedó petrificada. Mezcladas emociones se atropellaron en su mente cuando sus miradas se cruzaron; entonces vio frialdad en los ojos verdes de Tarod, y sus reacciones se fundieron en una fría oleada de amarga vergüenza. La pasión de Tarod se había extinguido, como si no hubiese existido nunca; las barreras entre ellos se habían levantado de nuevo, y la cara de él parecía de piedra. Se había dejado seducir como una imbécil... y lo único que había ganado era su desprecio. Sintió repugnancia de sí misma y, con ella, asco al recor dar lo que era él. Pero todavía tenía un vestigio de orgullo y éste acudió en su ayuda. Echando la cabeza hacia atrás, apartó la manta que la cubría —era de piel, una piel muy rica, pero apenas lo advirtió— y se levantó. Tarod se levantó también y Cyllan dio un paso atrás.
—No, Tarod. —Su voz era dura—. ¡No te acerques a mí!
El vaciló y después señaló el suelo con un ademán que ella interpretó como de indiferencia.
—Como quieras. Pero necesitarás tu ropa.
—Ahora importa poco, ¿verdad? —Irguió los delgados hombros, enfrentándose desafiadoramente a él—. Me has visto, me has tocado, has tomado de mí lo que querías. ¿Qué tengo que ocultarte?
Advirtió, furiosa, que su voz temblaba con mal reprimida emoción, y supo que estaba a punto de perder el control.
Tarod dijo tranquilamente:
—No tomé nada que tú no estuvieses dispuesta a dar.
—¡Ohhh....! —Se volvió, odiándole porque había dicho la verdad—. ¡Maldito seas! Vine a pedirte ayuda, y tú... tú...
No pudo decir más, su voz se quebró y tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no romper a llorar. El llanto, se dijo furiosamente, era para los niños; ella había aprendido hacía tiempo a reprimir esa emoción y no permitiría que pudiese ahora más que ella; especialmente en presencia de una criatura como Tarod. Se cubrió la cara con las manos, luchando contra aquella reacción con todo su vigor.
Tarod se quitó la capa y la puso sobre los hombros de ella. Cyllan no protestó, pero no quería enfrentarse a él y sacudió violentamente la cabeza cuando trató de hacer que se volviese. El observó reflexivamente mientras ella luchaba por dominarse. Conocedor de sus orígenes, no había esperado que fuese virgen, y la constatación de que ningún hombre había yacido con ella antes que él le había desconcertado. Sin embargo, ella había querido entregarse, y por mucho que pudiese lamentarlo ahora, nada podía cambiar aquel hecho.
Cyllan se calmó al fin y echó impetuosamente atrás los cabellos que le cubrían los ojos. Se apartó de Tarod y, deliberadamente, se quitó la capa y la dejó caer a un lado. Era difícil tomar su ropa rasgada y vestirse con dignidad, y él volvió a la ventana y miró hacia el patio para no confundirla más. Ella se cubrió los senos con la destrozada camisa y vaciló, mirándole. Su cara era una máscara inescrutable, tenía los ojos entrecerrados y reflexivos, y cualquier intención que tuviese Cyllan de acercarse a él se desvaneció en el acto. Miró el cuchillo que él le había arrancado de la mano...
—Llévatelo, si ha de servirte de algo —dijo Tarod.
Ella le miró furiosa, dejó que la daga se quedase donde había caído y, volviéndose, se dirigió a la puerta. Antes de tocar el pestillo, se detuvo.
—¿Se abrirá? —preguntó fríamente—. ¿O estás pensando en algún otro truco?
Tarod suspiró, y la puerta se abrió sin ruido antes de que Cyllan la tocase. Esta no hizo caso de la irracional punzada de dolor que sintió al ver que la dejaba marcharse con tanta facilidad, y salió al oscuro rellano. Después se volvió y miró hacia atrás.
Tarod todavía la observaba.
—Hay un largo camino hasta el patio —dijo—. Yo podría facilitarte el descenso.
Cyllan escupió deliberadamente al suelo.
— ¡No quiero nada de ti! —replicó airadamente.
Y desapareció, engullida su pálida figura por la oscuridad de la escalera.
Oyó el resonante chasquido de la puerta que se cerró de golpe tras ella. Y aquel ruido la espoleó hasta el punto de hacerla bajar la escalera con peligrosa rapidez, deseosa solamente de alejarse y sin que le importase caer y romperse el cuello. De pronto, las paredes se alabearon a ambos lados; los peldaños parecieron ceder bajo sus pies y hundirse en un vertiginoso vacío, y Cyllan gritó involuntariamente cuando la oscuridad se convirtió en un brillo blanco y cegador. Solamente duró un segundo... y se encontró tambaleándose contra la piedra dura y mirando, asombrada, a través de la puerta abierta del pie de la torre.
Salió, vacilando, al patio del Castillo. ¡Maldito Tarod...! Había tenido que decir la última palabra, y lamentó no poder tomar de nuevo aquella daga y clavársela y descuartizarle...
Pero había tenido su oportunidad, y había fracasado. Y lo que él había tomado de ella, se lo había dado por su propia voluntad.
Cerró los ojos para alejar el recuerdo y se apretó las sienes con los puños en un inútil esfuerzo para acallar la voz interior que la acusaba de ser hipócrita además de tonta. Tarod había despertado en ella una necesidad animal fundamental; lo había sabido desde su primer encuentro en el acantilado de la Tierra Alta del Oeste, y aunque había tratado desde entonces de negarla y reprimirla, nunca había dejado realmente de existir. Aquel eco del pasado había demostrado al fin ser lo bastante fuerte para hacerle olvidar el horror de la verdadera naturaleza de Tarod, y había ido a él, se había entregado a él, como una niña enamorada.
Ahora quería matarle. Por muy imbécil que hubiese sido, él la había manipulado y había abusado de ella. Si destruyéndole podía librarse de culpa y dejar de atormentarse y censurarse, se dijo, no tendría ningún remordimiento. Drachea había sabido desde el principio lo peligroso que era Tarod; le había avisado...
Drachea. Cyllan volvió sobresaltada a la realidad, y se dio cuenta, con frío temor, de que se había olvidado completamente de él en el torbellino de todo lo que había sucedido. Le había fallado, y él debía estar todavía en la cama, mortalmente enfermo, tal vez agonizando...
Echó a correr hacia la puerta principal del Castillo y subió de dos en dos los bajos escalones. Si Drachea muriera... No, ¡no pienses eso! El tenía que vivir; le necesitaba, necesitaba su determinación ahora más que nunca, para contener su terrible confusión y para ayudarla a mantener la fría cólera que se esforzaba en alimentar. Juntos podrían derrotar a Tarod; debían derrotarle, lograr que se hiciese justicia... El era el mal, una criatura del Caos. ¡Tenía que ser destruido! Cyllan repitió la silenciosa letanía en su cabeza mientras subía corriendo la ancha escalera de los dormitorios del Castillo. Con el corazón palpitante, se dirigió a la puerta de la habitación de Drachea, la empujó y entró.
Drachea estaba sentado en la cama. Una de las espadas que ella había dejado caer en el rellano yacía a sus pies; la otra la sostenía él con su mano derecha, mientras movía la izquierda lentamente, casi de una manera hipnótica, a lo largo de la hoja, limpiándola con una de sus prendas desechadas y mojadas por el mar.
Cyllan sintió que su corazón saltaba aliviado, y corrió hacia el joven.
— ¡Oh, te has recobrado! Demos gracias a Aeoris. - Pensaba que...
El se puso de pie de un salto, blandiendo la espada en un furioso movimiento defensivo. Después, el terror de su semblante dio paso a una expresión primero de alivio al reconocerla y, a continuación, de ira, y gritó:
—Por todos los Siete Infiernos, ¿dónde has estado?