Cyllan le miró fijamente, asombrada y apenada. La cara de Drachea estaba pálida como la cera y una luz obsesiva y enfermiza brillaba en sus ojos. La mano que sostenía la espada tembló al decir él de nuevo:
— Te he preguntado dónde has estado. Tenias que haberte quedado aquí. Me desperté y tuve miedo y necesitaba ayuda, ¡y tú te habías ido! Me has abandonado...
—¿Abandonarte? —La acusación le cortó el aliento, y su satisfacción por verle curado se extinguió—. Yo te encontré, Drachea; te encontré en la escalera, inconsciente, y te traje aquí, a lugar seguro.
—Y entonces dejaste que me despertase a solas...
—¡Tenía miedo de que murieses! —le dijo furiosamente Callan—. ¡Busqué una manera de ayudarte!
La mirada de Drachea se fijó en ella con una mezcla de desprecio y de recelo; después su boca se torció, imitando una sonrisa.
— Ayudarme... ¿Y qué virtudes tienes tú para remediar lo que él hizo a mi mente?
— ¿Tarod...? — preguntó ella, sintiendo que se le encogía el estómago.
—¡Sí, Tarod! —Drachea se volvió y se apartó de ella—. Mientras tú estabas tranquilamente en otra parte, él... me atacó. Yo no le provoqué, pero él se volvió contra mí y... — Se llevó una mano a la boca, mordiéndose los nudillos—. ¡Dioses! Esas pesadillas... , él las hizo salir de ninguna parte. Las envió contra mí, y yo... yo no podía defenderme. No contra aquella... escoria. — Aspiró profundamente—. Pero me las pagará. ¡Le aniquilaré!
Cyllan cruzó la estancia y se plantó detrás de él, y alargó vacilante una mano. Se estaba esforzando en recobrar los sentimientos que la habían impulsado a correr en busca de Drachea, el sentido de camaradería, de hacer los dos juntos una guerra santa; pero se le escapaban. El arrebato de Drachea había roto el hechizo; al volverse contra ella en vez de darle la bienvenida, su certidumbre y su confianza habían recibido un duro golpe.
Pero no podía culparle, se dijo. Sabía de lo que Tarod era capaz y conocía las flaquezas de Drachea. Su experiencia debía de haber sido mucho peor que la de ella; suficiente para quebrar la voluntad más templada. Tenía que ayudarle, reforzar su resolución con la suya propia... Era la única esperanza para los dos.
Apoyó los dedos en su brazo; él la apartó.
—¡No quiero tu compasión!
Su tono era irritadamente hostil
Cyllan se mordió la lengua para no replicar; se armó de paciencia.
—No te compadezco, Drachea. Te ofrezco mi ayuda contra Tarod. — Sonrió amargamente—. Valga lo que valga.
Drachea miró a Cyllan por encima del hombro, y había una mezcla de recelo y resentimiento en su mirada.
—Sí... —dijo—. Yo no sé lo que vale tu fidelidad, ¿eh? Ya no sé nada... ¿Cómo he de saber que puedo confiar en ti? — Se volvió súbitamente—. Dices que fuiste a buscar ayuda... ¿Cómo puedo saber si es verdad? ¿Dónde está la ayuda? ¿Qué has hecho por mí?
Cyllan lanzó una ronca carcajada y se tapó la boca con la mano.
—¿Qué qué he hecho por ti? —repitió—. Si supieses, Drachea..., si supieses lo que traté de hacer, lo que ocurrió... —Se sobrepuso y en sus ojos centellearon toda la ira y la vergüenza del recuerdo—. Pero fracasé. Tarod... no quiso ayudarme.
— ¿Acudiste a él? — Drachea se quedó boquiabierto y, por un instante, Cyllan pensó que iba a lanzarse contra ella en un acceso de furor. Después silbó entre dientes—: ¡Zorra traidora! ¡Conque ahora conspiras a mi espalda con el mismo demonio que estuvo a punto de matarme!
Pasmada por tan absurda injusticia, Cyllan replicó, sin pararse a considerar sus palabras.
—¿Cómo te atreves a decir tal cosa? ¡Dioses!, cuando pienso en lo que he tenido que pasar por tu causa... ¡Tú no eres el único que ha sufrido en manos de Tarod!
— ¡Tú no sabes lo que significa esta palabra! Mientras estabas contándole bonitas historias al demonio de tu amigo, yo estaba impotente aquí, ¡a las puertas de la muerte! ¡Traidora!
Cyllan le miró durante un largo, larguísimo momento, pálido el semblante como la cera y rígidos todos los músculos. Entonces se llevó una mano al cuello y abrió la rasgada camisa, de modo que los senos quedaron al descubierto.
— Mírame, Drachea — dijo, con voz amenazadoramente firme —
. Mírame bien, y verás lo que me ha hecho Tarod. Tal vez no ha querido atacar mi mente, no directamente... , ¡pero sí mi cuerpo!
Drachea fijó la irritada mirada en la blanca piel. Había en ella moraduras, marcas de dedos, una lívida media luna donde él había hincado los dientes en un arranque de pasión... Se acercó más, muy despacio..., y entonces levantó una mano y le golpeó la cara con todas sus fuerzas.
Desprevenida para semejante ataque, Cyllan cayó al suelo y, antes de que pudiese levantarse, Drachea le lanzó una patada, como a un perro que hubiese molestado a su amo.
—¡Zorra! — rugió histéricamente —. ¡Engendro del infierno, embustera y puerca puta!
Aturdida, ni siquiera pudo protestar antes de que él le lanzase otra patada. Pero esta vez tuvo la presencia de ánimo suficiente para rodar fuera de su alcance, y Drachea agarró la espada y la blandió sobre su cabeza. Tenía los ojos desorbitados, y Cyllan comprendió, sin la menor sombra de duda, que había perdido la razón. Impulsado hasta el borde de la locura por la magia de Tarod, buscaba un enemigo para su venganza, y ningún poder en el mundo podía hacerle escuchar o comprender.
Ella se hizo una bola contra la pared, incapaz de escapar, intimidada por la voz enloquecida de Drachea que preguntaba furiosamente:
— ¿Cuántas veces te has ido con él a la cama, ramera? ¿Cuánto tiempo hace que te confabulas con él contra mí? ¡Serpiente!
Mientras gritaba la última palabra, levantó salvajemente el brazo y la hoja de la espada se estrelló en el suelo a sólo unas pulgadas de la cabeza de Cyllan, con un estruendo de metal
— ¡Drachea!
Cyllan gritó su nombre, tratando de mitigar su insensato furor, pero sabiendo que no tenía posibilidad de conmoverle. El había recobrado su equilibrio y ahora sostenía la espada con ambas manos, balanceándose. La punta de la hoja osciló ante ella, con movimiento hipnotizador, y Cyllan trató de echarse más atrás, pero la pared se lo impidió.
— ¡Serpiente! — chilló Drachea, con voz ronca —. ¡Demonio! ¡Has estado confabulada con él desde el primer momento! Me tendiste una trampa, me engañaste para hacerme caer en esta pesadilla..., ¡maldita seas! ¡Te mataré, monstruo de rostro pálido!
Levantó los brazos, y la luz carmesí que se filtraba por la ventana pareció teñir de sangre la hoja de la espada. Con los ojos desorbitados por la certidumbre de su muerte inminente, Cyllan se echó frenéticamente a un lado al descender la espada. El aliento brotó ruidosamente de su pulmones mientras caía al suelo; después irguió el cuerpo e hizo un convulsivo movimiento para agarrar la puerta. Esta estaba entornada, y su impulso la abrió de par en par. Salió rodando, e intentó ponerse de pie antes de que Drachea consiguiese alcanzarla. Oyó un rugido, como de toro embravecido, vio la espada sibilante como un colmillo gigantesco, y la luz que resplandecía a lo largo de su hoja, trató de escabullirse... y sintió un dolor terrible en las costillas cuando la punta de la espada se hundió en la carne.
Lanzó un grito bestial que sofocó el aullido de triunfo de Drachea. Al extraer éste la espada, sintió de nuevo un terrible dolor y se llevó la mano al costado, sabiendo que debía manar sangre y tratando de detener la hemorragia, pero impulsada sobre todo por la voluntad ciega de escapar, Sintió, más que vio, a Drachea que se arrojaba de nuevo encima de ella, y Cyllan, rodando sobre la espalda, golpeó furiosamente con ambos pies. Por pura casualidad, dio en el blanco; oyó un gruñido y un golpe sordo y no se detuvo a comprobar el efecto de su ataque, sino que se puso de pie y echó a correr.