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Ante ella estaba la escalera, oscilando ante sus ojos nublados por el dolor y el espanto. Sabía que corría en zigzag, perdiendo su ventaja, pero no podía hacerlo en línea recta. Sangre caliente y pegajosa caía sobre su mano al compás de los latidos de su corazón, y trató de reír a carcajadas. No podía morir; aquí no existía el Tiempo; no podía morir desangrada sin la ayuda del Tiempo...

La lucidez volvió a su mente y se dio cuenta de que estaba apoyada en la barandilla de la escalera, riendo como una loca. Un débil tictac resonó en el suelo a sus pies. Lo producía la sangre que brotaba de la herida infligida por Drachea y que iba menguando su fuerza...

— ¡ Zorra del demonio!

Oyó aquel grito enloquecido detrás de ella, acompañado de pisadas presurosas, y la impresión la trajo de nuevo a la realidad. Se lanzó hacia delante y estuvo a punto de caer de cabeza por la escalera. Se salvó al poder agarrarse a la barandilla; después, medio tambaleándose y medio arrastrándose, llegó a la puerta de doble hoja que daba al patio. Drachea corría detrás de ella y reducía la distancia; podía oír su voz gritando que se detuviese, y estos gritos la espolearon. Parte de su mente, que parecía observar entre la niebla desde lejos, le decía que la huida era inútil, que con ella no haría más que prolongar lo inevitable. La pérdida de sangre pondría fin a su carrera. Y entonces él caería sobre ella dispuesto a matarla...

Cyllan desterró esa idea y, obstinadamente, siguió su carrera vacilante. La puerta se abrió ante ella y, al salir corriendo, tropezó y rodó por la escalinata hasta el patio. Al ponerse dolorosamente en pie, vio manchas rojas en las losas detrás de ella, dejando un rastro que incluso un niño podía seguir, y en medio de su desesperación, vislumbró una rayo de esperanza.

Tarod..., si pudiese llegar hasta Tarod...

Ahogó furiosamente esta voz interior. Tarod, no, nunca... No podía, no quería saber nada de él...

Un chasquido le hizo comprender que Drachea había llegado a la puerta, y le oyó reír, seguro de su triunfo. Ciegamente, se lanzó tambaleándose hacia la fuente, aferrándose a la insensata idea de que podría romper algún trozo de la delicada tracería de piedra y emplearlo como arma contra él. Chocó contra la taza de la fuente y el dolor la dejó sin aliento, y se derrumbó agarrándose a un pez impasible tallado en piedra, al caer. Las veloces pisadas se oían más cerca, resonando en sus oídos; entonces, Cyllan se retorció y golpeó con un brazo que se estaba debilitando cada vez más, mientras escupía un torrente de insultos y maldiciones de vaquero a la cara de su perseguidor, pero sabiendo que estaba perdida.

Una luz blanca brilló delante de los cerrados párpados y unas manos la agarraron. Gritó desafiadora, tratando de soltarse.

— ¡Cyllan!

Él iba a matarla, y luchó con las pocas fuerzas que le quedaban, tratando de dar patadas, de morder, de luchar hasta el fin.

¡Cyllan!

No era la voz de Drachea... Abrió los ojos, sorprendida, y su cuerpo se puso rígido.

La niebla gris nublaba todavía su visión, pero pudo ver a través de ella los cabellos negros como el ala de un cuervo, las duras facciones, los ojos verdes. Unos dedos fríos tocaron su cara ardiente, y oyó que Tarod decía con una voz que parecía llegar de muy lejos:

— Tranquilízate. Estás a salvo... El no puede alcanzarte, no puede tocarte. Conmigo estás a salvo, Cyllan...

Ella trató de hablar, pero se quedó sin respiración al aumentar terriblemente su dolor. Su mano agarró convulsivamente los cabellos de éclass="underline" él la sujetó con fuerza, y su voz fue ahora más amable de lo que ella había creído posible.

—Tranquilízate, Cyllan. Ya no podrá hacerte más daño. Duerme... Yo te curaré. Ahora duerme...

Sus palabras eran como un bálsamo, y Cyllan se aferró a ellas. Tarod seguía sujetándole la mano, y sintió que su dolor se estaba miti gando y que sus sentidos se apaciguaban en un cálido reflujo, hasta que una tranquila oscuridad lo envolvió todo.

Drachea... ¡No!

Las palabras brotaron confusas de los labios de Cyllan. Había estado soñando y, en su sueño, Drachea se había vuelto contra ella; tenía una cara diabólica y blandía una espada que brillaba como plata fundida sobre un fondo rojo de sangre. Se retorció convulsivamente y oyó el suave ruido de un almohadón al caer al suelo. Entonces una mano poderosa le sujetó un hombro, empujándola hacia atrás y obligándola, delicada pero firmemente, a estarse quieta. Al darse cuenta de que no estaba sola con su pesadilla se calmó, y sintió que sus músculos se relajaban poco a poco.

—Cyllan. El sueño se ha acabado. No tienes nada que temer.

Despierta a medias, había esperado oír la voz de Drachea, y el tono inesperado pero familiar de aquellas palabras hizo que abriese los ojos, con súbita alarma.

Estaba en la habitación de la cima de la torre, yaciendo en el largo diván. Tarod estaba sentado a su lado y le acariciaba delicadamente la frente con una mano. Cyllan levantó la suya y le agarró los dedos en un mudo ademán de gratitud que hizo que una débil sonrisa se pintase en los labios de Tarod; después, todavía confusa, trató de articular unas palabras.

—Pensaba que era... —Entonces recordó y respiró con fuerza—. ¡Oh, dioses! Drachea...

— Drachea intentó matarte — le dijo Tarod, y la suavidad de su tono fue contrarrestada por la cólera fría que expresaban sus ojos—. Fue una suerte que yo te encontrara antes de que pudiese terminar lo que había empezado.

Ahora recobró del todo la memoria y empezó a sentirse mareada.

— Entonces, aquella luz... — murmuró —. Eras tú...

Miró su propio cuerpo. Ya no sentía dolor (sólo ahora se daba cuenta de ello) y no había el menor rastro de sangre. La herida que le había infligido Drachea se había cerrado como si nunca hubiese existido. Levantó rápidamente la mirada y la fijó de nuevo en la de Tarod, sin comprender, y él dijo en voz baja pero irónica:

—Sí, es más de lo que habría podido hacer ningún curandero. Hay ocasiones en que un poder como el mío tiene sus ventajas.

Cyllan tragó saliva.

—Gracias...

Tarod iba a rechazar instintivamente su agradecimiento, pero se contuvo. Esa reacción podría ser fácilmente mal interpretada, y estaba ansioso de no confundirla. Alargó una mano hacia una mesa que había a su espalda, tomó una copa y se la ofreció.

—Bebe esto —dijo y sonrió de nuevo, esta vez con un matiz de humor—. No te vigorizará, puesto que aquí la comida y la bebida son irrelevantes, pero te calentará. Y me imagino que no has probado un buen vino desde la investidura del Sumo Iniciado.

Le estaba recordando su segundo encuentro, cuando él la había defendido contra el vinatero truhán, y asomaron lágrimas a los ojos de Cyllan. Esta pestañeó para contenerlas, furiosa consigo misma por mostrarse conmovida, y tomó la copa. Mientras sorbía el vino, sus ojos ambarinos miraron por encima del borde, con incertidumbre, a Tarod, y al fin preguntó:

— ¿Por qué me salvaste?

— ¿Por qué?

Pareció sorprendido por la pregunta y ella asintió con la cabeza.

— No me debes nada. Cuando... nos separamos... pensé...

—¿Qué éramos enemigos? —dijo Tarod, terminando la frase—.

No, Cyllan. No siento enemistad por ti; en realidad... — Se interrumpió y, por un instante, la incertidumbre se pintó en sus ojos verdes; pero pudo dominarse y sacudió la cabeza—. Puedes juzgarme como te parezca adecuado. Viste los documentos del Sumo Iniciado y mucho de lo que se dice en ellos corresponde a la verdad, tal como Keridil la veía. —Entornó los ojos—. No puedo negar lo que soy y, si me miras como a un enemigo, no puedo esperar nada mejor. Pero, demonio o no, te salvé la vida porque quería... protegerte. —Encogió los hombros—. Tal vez esto te parezca una palabra vana. Si es así, puedes interpretarla como te plazca.