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Demonio o no... Cyllan percibió ironía en su voz y sintió un nudo en la garganta, producido por una emoción que no se atrevía a permitir que se apoderase de ella. Fuera lo que fuese en realidad, Tarod no era un demonio. Este término era más adecuado para Drachea, que se había vuelto contra ella, la había condenado sin previo juicio y se había erigido en juez y verdugo.

Cyllan había resuelto no llorar nunca, y menos en presencia de Tarod, pero tuvo la terrible impresión de que estaba a punto de perder su aplomo y echarse a llorar. Su aliado la había traicionado; su enemigo la había salvado la vida, y los viejos sentimientos, que había hecho todo lo posible para sofocar desde su llegada al Castillo, estaban saliendo de nuevo a la superficie.

Su mano empezó a temblar y Tarod tomó la copa de ella. La dejó sobre la mesa y después asió de nuevo los dedos de Cyllan, pero esta vez con mucha suavidad.

—¿Por qué trató Drachea de matarte? —preguntó.

Ella se mordió el labio. No quería pensar en lo que había ocurrido, pero tenía que enfrentarse a ello.. , y tenía que decir la verdad. Al menos le debía esto a Tarod.

—El... descubrió que yo había estado aquí —dijo, en voz tan baja que las palabras eran apenas audibles—. Estaba... me estaba regañando porque no me halló a su lado cuando empezó a recobrarse de... — se interrumpió, tragó saliva y prosiguió, haciendo un esfuerzo— de lo que le había sucedido. A mí me irritó su injusta actitud y le dije... le dije... —y esta vez no pudo terminar.

El empezó a comprender.

—Entonces, sacó la conclusión de que eras... digamos ¿una víctima complaciente?

Ella asintió con la cabeza. El recuerdo de la cara contraída de Drachea, de su injusticia, de su crueldad, asomó del rincón oscuro de la mente donde había tratado de encerrarlo y, con él, surgió una cólera ardiente y amarga. Incapaz de sofocarla, dijo, atragantándose con las palabras:

— Me llamó ramera y serpiente y...

Y de pronto, el dique que se había esforzado en mantener firme se rompió. Cyllan se cubrió la cara con ambas manos y estalló en lágrimas: la emoción contenida había destruido el dominio que tenía de sí misma. Sintió que los brazos de Tarod la rodeaban y se apretó contra él, ocultando el rostro en los revueltos cabellos negros. Él no dijo nada, solamente la retuvo, y el alivio de poder llorar sin miedo de rechazo o de desprecio fue como un bálsamo para Cyllan.

Finalmente, la tormenta de llanto amainó. Tarod no hizo nada por soltarla y, en definitiva, fue ella quien se desprendió de sus brazos, poniéndose dificultosamente de pie y caminando hacia la ventana. Se enjugó la cara con ambas manos, dejando tiznajos en las mejillas, y dijo en tono confuso:

— Disculpa.

—No tienes que disculparte de nada. He conocido a muchos Adeptos que habrían llorado con menos motivo.

Ella sacudió la cabeza.

— No; no me refiero solamente a esto.

Quería mirarle, leer la expresión de sus ojos, pero no se atrevía a hacerlo por miedo de lo que podría ver. Respiró hondo, consciente de que debía decir lo que sentía, ahora o nunca. Si había juzgado mal a Tarod, su error la heriría profundamente. Pero sentía que nada tenía ya que perder, y la emoción le dictaba lo que la razón había sido en definitiva incapaz de reprimir.

—Fui muy injusta contigo —dijo a media voz—. Creía que eras un enemigo, indigno de confianza, y me alié con Drachea porque creía, pensaba que creía, en la causa que defendía él. El quiere destruirte. Y yo pensaba que tenía razón. —Se echó a reír y se le quebró la voz—. Digo que soy vidente y no pude ver la verdad que tenía ante los ojos. O al menos... no quería reconocerla. Pensaba que Drachea era más inteligente que yo.

— ¿Y ahora? — preguntó suavemente Tarod, al ver que ella no decía más.

— Ahora.., no lo sé. Drachea cree que soy una campesina imbécil y tal vez esté en lo cierto. Pero sólo puedo juzgar por lo que veo, no por lo que me dicen.

Las palabras fluían ahora rápidamente y, con ellas, un miedo creciente que parecía roerle el alma. Se lo estaba jugando todo; si perdía, no se lo perdonaría nunca. Pero el instinto, y la emoción, le decían que confiara en el juego y creyese que, en el peor de los casos, Tarod la comprendería.

—Ojalá yo hubiera escuchado mi voz interior —dijo—. Porque... no creo que seas el demonio que dicen que eres. Y no quiero ser tu enemiga.

Entonces se hizo un largo silencio. Después, Cyllan oyó el débil ruido que hizo Tarod al moverse y pensó que se había plantado detrás de ella, aunque no se atrevió a volverse para verlo.

—Has leído la declaración de Sumo Iniciado —dijo él.

—No, no la he leído. Me la leyó Drachea. —Sonrió, pero sin pretender que él viese su sonrisa—. No sé leer.

La voz de él no mostró sorpresa, ni diversión, ni compasión. Se limitó a decir lisa y llanamente:

—No puedo negar la verdad contenida en aquel documento, Cyllan. Podría rebatir la interpretación, pero los hechos son bastante reales.

Ella se encogió de hombros.

— ¿No te repugna esto?

— No. Si aquellos papeles describiesen a un desconocido, tal vez le condenaría, porque no sabría nada de éclass="underline" pero no describen al hombre que conocí en la Tierra Alta del Oeste, ni al Adepto que me recordó en el festival..., ni al hombre que me ha salvado la vida. — Suspiró

— Pensaba que te tenía miedo. Pero... creo que más bien tenía miedo de mis propios sentimientos.

Tarod sintió como si algo le atenazase los pulmones y la garganta. La silueta de Cyllan se recortaba contra el melancólico fulgor de más allá de la ventana; solamente un débil resplandor rojo de sangre teñía sus rubios cabellos, y él quería acercarse a ella, tocarla, abrazarla. Su vacilante confesión le había pasmado; sin embargo, sabía que sus palabras habían brotado del corazón, aun a riesgo de provocar su burla o su desprecio. Había confiado en él, y él se imaginó que durante toda su dura vida pocas veces se había visto justificada su confianza. Todavía estaba insegura; la posición de sus pequeños hombros delataba su resolución de no parecer débil..., pero había desnudado su alma. Y él, aunque no tenía alma y se había creído incapaz de sentir, estaba dominado por una fuerza que no podía ni quería combatir. Las emociones se agitaban dentro de él como una marea implacable: esperanza, melancolía, un doloroso afán de ser realmente capaz de vivir de nuevo. Había reprimido estos sentimientos, temeroso de lo que podían significar y adonde podían conducirle. Pero ya no podía controlarlos.

Cyllan soltó de pronto una risa ahogada.

— Todavía no comprendo por qué — dijo.

— ¿Por qué?

— Por qué me salvaste la vida.

El avanzó y apoyó las manos en sus hombros.

— ¿No lo sabes? — dijo suavemente y se inclinó para besarla en la cara.

Ella respondió afanosamente, casi de un modo infantil, pero después se puso rígida y se apartó.

—Por favor, Tarod..., no. A menos que... a menos que lo quieras de verdad.

Tarod comprendió, y el recuerdo de cómo le había mirado tan a menudo Sashka, hermosa, ávida e incitante, acudió a pesar suyo a su mente. Lo expulsó de él. Sashka estaba muerta; desde hacía tiempo, muerta para él...

—Lo quiero de verdad. —La atrajo hacia sí, su boca se posó en la de ella y su cuerpo respondió al calor que de ella emanaba—. Lo quiero de verdad, Cyllan...

El deseo estaba satisfecho, pero la emoción permanecía. Yacían juntos en el lecho de Tarod, descansando Cyllan la cabeza en el brazo de él. Ninguno de los dos había sentido necesidad de hablar, y ahora parecía que Cyllan estaba dormida, respirando tranquila y regularmente.